miércoles, 13 de agosto de 2025

«La chica de la aguja» y «Sweat», de Magnus von Horn, un cine que golpea.

 

Título original: Pigen med nålenaka

Año: 2024

Duración: 113 min.

País: Dinamarca

Dirección: Magnus von Horn

Guion: Line Langebek Knudsen, Magnus von Horn

Reparto: Victoria Carmen Sonne; Trine Dyrholm; Besir Zeciri; Joachim Fjelstrup; Ari; Alexander; Søren Sætter-Lassen; Tessa Hoder; Thomas Kirk; Anna Tulestedt; Benedikte Hansen; Peter Secher Schmidt; Lizzielou Winding Refn; Petrine Agger; Magnus von Horn;

Anna Terpilowska; Ragnhild Kaasgaard; Clara Kokseby; Jacob Højlev Jørgensen; Anders Hove.

Música: Frederikke Hoffmeier

Fotografía: Michal Dymek (B&W).

 

 


Título original: Sweat

Año: 2020

Duración: 100 min.

País: Polonia

Dirección: Magnus von Horn

Guion: Magnus von Horn

Reparto: Magdalena Kolesnik: Julian Swiezewski; Aleksandra Konieczna; Zbigniew Zamachowski; Lech Lotocki; Magdalena Kuta; Wiktoria Filus; Katarzyna Cynke; Mateusz Król; Andrzej Soltysik; Karolina Krawczynska; Diana Krupa; Adrian Budakow; Karolina Bialek; Tomasz Orpinski; Dominika Biernat; Katarzyna Dziurska.

Música: Piotr Kurek

Fotografía: Michal Dymek.

 


 

La exploración del fracaso y del horror ahora y hace más de cien años. La confirmación de un joven cineasta lleno de talento.

 

          Empezaré por  la más antigua, Sweat, de la que no hice crítica en su momento, y ahora casi que me veo obligado a hacerla, aunque sea breve, para dar razón de la importancia de un cineasta como Magnus van Horn, cuya última película, La chica de la aguja, deja literalmente sin habla y con el espanto metido en el alma, por tratarse de un caso real, uno de esos que todos quieren olvidar hasta que un cineasta pone sus ojos en la historia y decide construir lo que van Horn ha hecho: un despiadado cuento de terror que nos remite a lo mejor del expresionismo alemán, tan lleno de ellos. Esta película ha sido, yo diría que casi incomprensiblemente, candidata al Oscar a la mejor película extranjera en la última edición de los Oscar, y no me extraña, porque, más allá del tenebroso asunto del que trata, la realización formal adquiere niveles de perfección raramente vistos en las últimas producciones que copan las pantallas.

          Sweat («sudor»), a su manera, también es un cuento, o una fábula con moraleja,un poco al estilo del Decálogo de Kiewsloski porque la historia sigue los pasos de la joven Sylwia Zajac, una influencer en el campo del entrenamiento deportivo para mantenerse en forma, quien aspira a pasar de las redes sociales a la televisión, dar el gran salto que la consagre para las grandes audiencias, aunque ella tiene la suya, fiel y muy numerosa, para la que literalmente vive todas y cada una de sus horas, porque retransmite en tiempo real cuanto vive y sus seguidores interactúan con ella permanentemente.

          Un encuentro con una vieja amiga va a hacerla reflexionar sobre el significado real de su vida, tan expuesta como vacía, sin un reducto interior al que pueda llamar «suyo» o «su yo»…, lo cual va a adentrarla en una fase irritable y depresiva, si bien se trata de un estado no inapacitante, porque puede cumplir con sus compromisos, llena, aparentemente, de esa energía que es el «producto» que ella «vende», sin darse ni cuenta de que su rol social la lleva a identificarse consigo misma como el producto que «llena» parte de la vida de los demás, pero, ¡ay!, no la propia.

          Sylwia vive con una mascota —otra señal de esta modernidad confundida en que las parejas ya no tienen hijos, sino mascotas, aunque la protagonista no tiene ni pareja, y la que se le insinúa como tal, su agente, le provocará un rechazo frontal tras su actuación salvaje en un suceso que va a condicionar buena parte del resto de su aventura vital en la historia, porque decide revelar a sus seguidores que está atravesando un momento complicado en su vida.

          El suceso consiste en el descubrimiento de un acosador al que sorprende en el interior de un vehículo masturbándose con la contemplación de uno de sus programas. Su agente, a quien se lo revela, baja a la calle y le da una paliza que lo deja medio muerto. Ella lo echa del piso, baja y lleva al golpeado al hospital.

          La deriva desestabilizadora se confirma en una reunión familiar en la que el enfrentamiento con su madre, casada en segundas nupcias, resulta determinante para el agravamiento del conflicto que padece, una disociación entre el esplendor de la vida social y el vacío de su vida íntima. La interpretación de Magdalena Kolesnik es extraordinaria, pues carga con el peso de la película sin que desfallezca en ningún momento el interés del espectador por la pseudovida de la influencer narcisista, dramáticamente llevada al paroxismo por su depresión progresiva.         

          Vaya por delante un aviso sobre La chica de la aguja: las personas hipersensibles a la contemplación del sufrimiento extremo deben abstenerse de verla. Sí, en efecto, se trata de una de esas películas que obligan a apartar la vista o a refugiarse en el hombro de la pareja. La crudeza de ciertas imágenes, y sobre todo de situaciones angustiosas no es plato para todos los paladares. La película comienza como un folletín del XIX, una empleada seducida por el rico director de una fábrica que la deja embarazada y de quien se desentiende por expreso decreto de la madre. Hasta ese momento, la vida de la empleada, que ha sido expulsada del cuarto que habitaba por no poder pagar el alquiler, atraviesa una situación crítica, y acaba habitando un espacio infecto y degradado del que el romance con el cojo director mayor que ella parece que vaya a redimirla. De hecho, hay un contraste muy intenso entre el lirismo de esa relación amorosa y el marco en el que se desarrolla, porque en ningún momento el enamorado le paga una habitación decente en un espacio no degradado. Solo cuando la lleva a conocer a su madre, porque se ha quedado embarazada y quiere «cumplir» con ella, como un caballero, se torcerán las cosas. Lo primero es el humillante reconocimiento médico para «certificar» que está embarazada; lo segundo, y ante la impotencia del hijo que llora, sumiso, ante la prohibición de la madre, el ser despedida de la casa tras anunciarle que ya no se la necesita en la fábrica.

          Y en ese momento aparece el marido ausente, un vencido de la Primera Guerra Mundial, en la que luchó, aunque danés, en el ejército alemán. Y ahí sí que tenemos una de las primeras muestras de realismo estremecedor de la película, aparte de los espacios degradados que hemos conocido: el marido esconde tras una careta, la dramática deformidad de un rostro arrasado por la metralla. Se trata de los heridos maxilofaciales de presencia física tan espantosa para el resto de los mortales que el ejército alemán los recluyó en hospitales de los que no podían salir, para evitar que la visión de sus destrozos minara el espíritu bélico de la población, indispensable para seguir haciendo frente a una guerra carnicera como pocas. Otros inválidos, cojos, mancos, incluso tullidos de medio cuerpo que se arrastraban sobre una tabla con ruedas podían ser vistos en las grandes avenidas berlinesas como la Kurfürstendamm vendiendo sus cruces de hierro, cerillas, o cualesquiera objetos con los que sobrevivir en la penosa época de la posguerra inmediata.

          El embarazo de la joven, el parto y el intento de aborto en unos baños públicos no solo están descritos con un puntillismo neorrealista que pone los pelos de punta, sino que son el punto y aparte para un giro de la historia de la que todo lo visto hasta ese momento constituye una suerte de prólogo que ni de lejos alcanza las cotas de terror que vendrán a continuación. Del intento de aborto en los baños públicos la salva  Karoline una mujer entrada en años, Dagmar, de muy buena presencia, que se le presenta como su salvadora, porque, por una módica cantidad, ella buscará a la futura criatura una casa de gente con posibles donde la criatura tendrá una vida confortable y dichosa, en las antípodas de la de la madre.

          En la medida en que se describe una sociedad en la que sobrevivir en la posguerra de la Primera Guerra Mundial no era tarea fácil, ningún ejemplo mejor de ello que la «actuación» del marido, como si de Freaks, de Tod Browning, estuviéramos hablando, en un circo en el que exhibe su rostro deforme ante el espantado público, del que, alma caritativa…, una joven embarazada se levanta y se acerca al escenario para introducir su dedo en la cuenca vacía del rostro e incluso, en el súmum de la compasión, regalarle al infortunado soldado un beso en los labios, para delirio de los ojos morbosos que lo contemplan. El propio nacimiento de la criatura sobre el montón de patatas que las operarias trasladan de un sitio a otro, con nulas condiciones higiénicas, mete ya el espanto en el cuerpo a cualquiera. Cuando llega con el hijo que no es del marido, quien está imposibilitado ya para tenerlos, y decide aceptarlo como propio, es ella quien, a hurtadillas de él, que lleva una cuna de madera a la cochambrosa habitación donde viven, sale corriendo para llevárselo a quien le pareció una filantrópica dama, elegantemente vestida y llevando de la mano a una hermosa niña de unos siete u ocho años, su hija.

          Cuando llega a la dirección para entregársela y llama a la puerta, le abre la puerta un hombre vulgar con tirantes sobre la camiseta interior, quien avisa a Dagmar de que la visita es para ella. Sale, entonces, la mujer, en camisón y desgreñada, una imagen que no solo sorprende a la protagonista, sino, y muy especialmente, a los espectadores que, desde ese mismísimo momento, se huelen la tostada de que la imagen anterior de ella era una «fachada» cuya cara posterior y sombría se acaba de comenzar a descubrir. Si todo lo anterior lo hemos vivido con el alma en un puño, literalmente acongojados por el terrible destino de una joven , cuyo sufrimiento se manifiesta en sus rasgos físicos, en un nivel de interpretación casi dreyeriano, lo que viene a continuación es como un cuento de hadas terribles que va a explorar los recintos más oscuros y perversos de la maldad humana, casi como si de una película de vampiros se tratase, aunque no anda lejos, me temo, el motivo folclórico de Hansel y Gretel, porque Dagmar tiene un negocio de venta de caramelos y su presencia de bruja clásica se impone desde el poderoso imaginario colectivo, además de confirmarlo ella con sus terroríficas acciones.

          Después de entregarle el niño, Karoline decide no regresar a su habitación ni con su marido y acaba pidiéndole a Dagmar que la deje vivir con ella, y ofrece la leche de sus pechos para alimentar a los posibles niños que le traigan, hasta que los dé a los padres definitivos. Dagmar decide, entonces, que podría amamantar a Erena, su hija, lo que deja en estado de choque a Karoline, quien, ante la eventualidad de no tener ningún sitio adonde ir, accede. Con esta entrada en a casa y la tienda, ya puede hacerse el espectador a la idea de que lo por venir va a sorprenderlo de un modo que ni se imagina y que yo no e voy a destripar, aunque me quedo con las ganas, porque son tantos los motivos que aparecen en este cuento macabro que daban para estar disertando mucho tiempo.

          La elección del blanco y negro y del formato de pantalla más clásico posible no es un capricho, sino que viene dictada por la propia historia. En tiempos tan tenebrosos, el color hubiera sido una distracción imperdonable, un lujo estético incomprensible. La película ha sido rodada básicamente en Polonia, aunque la acción transcurre en  Copenhague, donde transcurrieron los hechos históricos que recoge la película. La presentación formal es impecable y la sucesión de planos memorables de la ciudad un regalo para los ojos asombrados por la belleza convulsa de esos encuadres urbanos que nos traen a la memoria tantas películas mudas del expresionismo, como El Golem, de Paul Wegener, por ejemplo. En cualquier caso, expresionismo del mejor es la labor de los primeros planos de la protagonista y de otros personajes, y aun de personajes secundarios como los espectadores del número de circo del soldado. Sobre la opresión anímica que se deriva de los interiores no merece la pena insistir, después de lo ya dicho, pero la selección de espacios interiores en los que transcurre la vida a medio camino de la opresión, la servidumbre y la complicidad de Karoline con Dagmar nos explican con meridiana claridad el mundo «extraño» en el que va instalándose poco a poco hasta el terrorífico descubrimiento final que, sin embargo, no significa el desenlace de la película, lo cual es un detalle por parte del director, desde luego.

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