Título original: Pigen med nålenaka
Año: 2024
Duración: 113 min.
País: Dinamarca
Dirección: Magnus von Horn
Guion: Line Langebek Knudsen, Magnus von Horn
Reparto: Victoria Carmen Sonne; Trine Dyrholm; Besir Zeciri; Joachim Fjelstrup; Ari; Alexander; Søren Sætter-Lassen; Tessa Hoder; Thomas Kirk; Anna Tulestedt; Benedikte Hansen; Peter Secher Schmidt; Lizzielou Winding Refn; Petrine Agger; Magnus von Horn;
Anna Terpilowska; Ragnhild Kaasgaard; Clara Kokseby; Jacob Højlev Jørgensen; Anders Hove.
Música: Frederikke Hoffmeier
Fotografía: Michal Dymek (B&W).
Título original: Sweat
Año: 2020
Duración: 100 min.
País: Polonia
Dirección: Magnus von Horn
Guion: Magnus von Horn
Reparto: Magdalena Kolesnik:
Julian Swiezewski; Aleksandra Konieczna; Zbigniew Zamachowski; Lech Lotocki; Magdalena
Kuta; Wiktoria Filus; Katarzyna Cynke; Mateusz Król; Andrzej Soltysik; Karolina
Krawczynska; Diana Krupa; Adrian Budakow; Karolina Bialek; Tomasz Orpinski; Dominika
Biernat; Katarzyna Dziurska.
Música: Piotr Kurek
Fotografía: Michal Dymek.
La exploración
del fracaso y del horror ahora y hace más de cien años. La confirmación de un
joven cineasta lleno de talento.
Empezaré
por la más antigua, Sweat, de la
que no hice crítica en su momento, y ahora casi que me veo obligado a hacerla,
aunque sea breve, para dar razón de la importancia de un cineasta como Magnus
van Horn, cuya última película, La chica de la aguja, deja literalmente
sin habla y con el espanto metido en el alma, por tratarse de un caso real, uno
de esos que todos quieren olvidar hasta que un cineasta pone sus ojos en la
historia y decide construir lo que van Horn ha hecho: un despiadado cuento de
terror que nos remite a lo mejor del expresionismo alemán, tan lleno de ellos.
Esta película ha sido, yo diría que casi incomprensiblemente, candidata al
Oscar a la mejor película extranjera en la última edición de los Oscar, y no me
extraña, porque, más allá del tenebroso asunto del que trata, la realización
formal adquiere niveles de perfección raramente vistos en las últimas
producciones que copan las pantallas.
Sweat
(«sudor»), a su manera, también es un cuento, o una fábula con moraleja,un poco
al estilo del Decálogo de Kiewsloski porque la historia sigue los pasos
de la joven Sylwia Zajac, una influencer en el campo del entrenamiento
deportivo para mantenerse en forma, quien aspira a pasar de las redes sociales
a la televisión, dar el gran salto que la consagre para las grandes audiencias,
aunque ella tiene la suya, fiel y muy numerosa, para la que literalmente vive
todas y cada una de sus horas, porque retransmite en tiempo real cuanto vive y
sus seguidores interactúan con ella permanentemente.
Un
encuentro con una vieja amiga va a hacerla reflexionar sobre el significado
real de su vida, tan expuesta como vacía, sin un reducto interior al que pueda
llamar «suyo» o «su yo»…, lo cual va a adentrarla en una fase irritable y
depresiva, si bien se trata de un estado no inapacitante, porque puede cumplir con
sus compromisos, llena, aparentemente, de esa energía que es el «producto» que
ella «vende», sin darse ni cuenta de que su rol social la lleva a identificarse
consigo misma como el producto que «llena» parte de la vida de los demás, pero,
¡ay!, no la propia.
Sylwia
vive con una mascota —otra señal de esta modernidad confundida en que las
parejas ya no tienen hijos, sino mascotas, aunque la protagonista no tiene ni
pareja, y la que se le insinúa como tal, su agente, le provocará un rechazo
frontal tras su actuación salvaje en un suceso que va a condicionar buena parte
del resto de su aventura vital en la historia, porque decide revelar a sus
seguidores que está atravesando un momento complicado en su vida.
El
suceso consiste en el descubrimiento de un acosador al que sorprende en el
interior de un vehículo masturbándose con la contemplación de uno de sus
programas. Su agente, a quien se lo revela, baja a la calle y le da una paliza
que lo deja medio muerto. Ella lo echa del piso, baja y lleva al golpeado al
hospital.
La deriva desestabilizadora se confirma en una reunión familiar en la que el enfrentamiento con su madre, casada en segundas nupcias, resulta determinante para el agravamiento del conflicto que padece, una disociación entre el esplendor de la vida social y el vacío de su vida íntima. La interpretación de Magdalena Kolesnik es extraordinaria, pues carga con el peso de la película sin que desfallezca en ningún momento el interés del espectador por la pseudovida de la influencer narcisista, dramáticamente llevada al paroxismo por su depresión progresiva.
Vaya
por delante un aviso sobre La chica de la aguja: las personas
hipersensibles a la contemplación del sufrimiento extremo deben abstenerse de
verla. Sí, en efecto, se trata de una de esas películas que obligan a apartar
la vista o a refugiarse en el hombro de la pareja. La crudeza de ciertas imágenes,
y sobre todo de situaciones angustiosas no es plato para todos los paladares.
La película comienza como un folletín del XIX, una empleada seducida por el
rico director de una fábrica que la deja embarazada y de quien se desentiende
por expreso decreto de la madre. Hasta ese momento, la vida de la empleada, que
ha sido expulsada del cuarto que habitaba por no poder pagar el alquiler, atraviesa
una situación crítica, y acaba habitando un espacio infecto y degradado del que
el romance con el cojo director mayor que ella parece que vaya a redimirla. De
hecho, hay un contraste muy intenso entre el lirismo de esa relación amorosa y
el marco en el que se desarrolla, porque en ningún momento el enamorado le paga
una habitación decente en un espacio no degradado. Solo cuando la lleva a
conocer a su madre, porque se ha quedado embarazada y quiere «cumplir» con
ella, como un caballero, se torcerán las cosas. Lo primero es el humillante
reconocimiento médico para «certificar» que está embarazada; lo segundo, y ante
la impotencia del hijo que llora, sumiso, ante la prohibición de la madre, el
ser despedida de la casa tras anunciarle que ya no se la necesita en la
fábrica.
Y
en ese momento aparece el marido ausente, un vencido de la Primera Guerra
Mundial, en la que luchó, aunque danés, en el ejército alemán. Y ahí sí que
tenemos una de las primeras muestras de realismo estremecedor de la película,
aparte de los espacios degradados que hemos conocido: el marido esconde tras
una careta, la dramática deformidad de un rostro arrasado por la metralla. Se
trata de los heridos maxilofaciales de presencia física tan espantosa para el
resto de los mortales que el ejército alemán los recluyó en hospitales de los
que no podían salir, para evitar que la visión de sus destrozos minara el
espíritu bélico de la población, indispensable para seguir haciendo frente a
una guerra carnicera como pocas. Otros inválidos, cojos, mancos, incluso
tullidos de medio cuerpo que se arrastraban sobre una tabla con ruedas podían ser
vistos en las grandes avenidas berlinesas como la Kurfürstendamm vendiendo sus
cruces de hierro, cerillas, o cualesquiera objetos con los que sobrevivir en la
penosa época de la posguerra inmediata.
El
embarazo de la joven, el parto y el intento de aborto en unos baños públicos no
solo están descritos con un puntillismo neorrealista que pone los pelos de
punta, sino que son el punto y aparte para un giro de la historia de la que todo
lo visto hasta ese momento constituye una suerte de prólogo que ni de lejos
alcanza las cotas de terror que vendrán a continuación. Del intento de aborto
en los baños públicos la salva Karoline una
mujer entrada en años, Dagmar, de muy buena presencia, que se le presenta como
su salvadora, porque, por una módica cantidad, ella buscará a la futura criatura
una casa de gente con posibles donde la criatura tendrá una vida confortable y
dichosa, en las antípodas de la de la madre.
En
la medida en que se describe una sociedad en la que sobrevivir en la posguerra
de la Primera Guerra Mundial no era tarea fácil, ningún ejemplo mejor de ello
que la «actuación» del marido, como si de Freaks, de Tod Browning, estuviéramos
hablando, en un circo en el que exhibe su rostro deforme ante el espantado público,
del que, alma caritativa…, una joven embarazada se levanta y se acerca al
escenario para introducir su dedo en la cuenca vacía del rostro e incluso, en
el súmum de la compasión, regalarle al infortunado soldado un beso en los
labios, para delirio de los ojos morbosos que lo contemplan. El propio
nacimiento de la criatura sobre el montón de patatas que las operarias
trasladan de un sitio a otro, con nulas condiciones higiénicas, mete ya el
espanto en el cuerpo a cualquiera. Cuando llega con el hijo que no es del marido,
quien está imposibilitado ya para tenerlos, y decide aceptarlo como propio, es
ella quien, a hurtadillas de él, que lleva una cuna de madera a la cochambrosa habitación
donde viven, sale corriendo para llevárselo a quien le pareció una filantrópica
dama, elegantemente vestida y llevando de la mano a una hermosa niña de unos
siete u ocho años, su hija.
Cuando
llega a la dirección para entregársela y llama a la puerta, le abre la puerta
un hombre vulgar con tirantes sobre la camiseta interior, quien avisa a Dagmar de
que la visita es para ella. Sale, entonces, la mujer, en camisón y desgreñada,
una imagen que no solo sorprende a la protagonista, sino, y muy especialmente,
a los espectadores que, desde ese mismísimo momento, se huelen la tostada de
que la imagen anterior de ella era una «fachada» cuya cara posterior y sombría se
acaba de comenzar a descubrir. Si todo lo anterior lo hemos vivido con el alma
en un puño, literalmente acongojados por el terrible destino de una joven ,
cuyo sufrimiento se manifiesta en sus rasgos físicos, en un nivel de interpretación
casi dreyeriano, lo que viene a continuación es como un cuento de hadas
terribles que va a explorar los recintos más oscuros y perversos de la maldad
humana, casi como si de una película de vampiros se tratase, aunque no anda
lejos, me temo, el motivo folclórico de Hansel y Gretel, porque Dagmar tiene un
negocio de venta de caramelos y su presencia de bruja clásica se impone desde
el poderoso imaginario colectivo, además de confirmarlo ella con sus
terroríficas acciones.
Después
de entregarle el niño, Karoline decide no regresar a su habitación ni con su
marido y acaba pidiéndole a Dagmar que la deje vivir con ella, y ofrece la leche
de sus pechos para alimentar a los posibles niños que le traigan, hasta que los
dé a los padres definitivos. Dagmar decide, entonces, que podría amamantar a
Erena, su hija, lo que deja en estado de choque a Karoline, quien, ante la
eventualidad de no tener ningún sitio adonde ir, accede. Con esta entrada en a
casa y la tienda, ya puede hacerse el espectador a la idea de que lo por venir
va a sorprenderlo de un modo que ni se imagina y que yo no e voy a destripar,
aunque me quedo con las ganas, porque son tantos los motivos que aparecen en
este cuento macabro que daban para estar disertando mucho tiempo.
La
elección del blanco y negro y del formato de pantalla más clásico posible no es
un capricho, sino que viene dictada por la propia historia. En tiempos tan tenebrosos,
el color hubiera sido una distracción imperdonable, un lujo estético
incomprensible. La película ha sido rodada básicamente en Polonia, aunque la
acción transcurre en Copenhague, donde
transcurrieron los hechos históricos que recoge la película. La presentación formal
es impecable y la sucesión de planos memorables de la ciudad un regalo para los
ojos asombrados por la belleza convulsa de esos encuadres urbanos que nos traen
a la memoria tantas películas mudas del expresionismo, como El Golem, de
Paul Wegener, por ejemplo. En cualquier caso, expresionismo del mejor es la
labor de los primeros planos de la protagonista y de otros personajes, y aun de
personajes secundarios como los espectadores del número de circo del soldado.
Sobre la opresión anímica que se deriva de los interiores no merece la pena
insistir, después de lo ya dicho, pero la selección de espacios interiores en
los que transcurre la vida a medio camino de la opresión, la servidumbre y la
complicidad de Karoline con Dagmar nos explican con meridiana claridad el mundo
«extraño» en el que va instalándose poco a poco hasta el terrorífico
descubrimiento final que, sin embargo, no significa el desenlace de la película,
lo cual es un detalle por parte del director, desde luego.
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