martes, 12 de agosto de 2025

«Así nace una fantasía», de George Marshall, H.C. Potter, un delicioso disparate.

 

La reunión de talentos no siempre consigue el éxito, pero sí un producto de impecable factura y destellos superlativos.

 

 

Título original: The Goldwyn Follies

Año: 1938

Duración: 122 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George Marshall, H.C. Potter

Guion: Ben Hecht

Reparto: Adolphe Menjou; Jimmy Ritz; Harry Ritz; Al Ritz; Vera Zorina; Kenny Baker;

Edgar Bergen; Andrea Leeds; Charlie McCarthy; Helen Jepson; Phil Baker; Bobby Clark;

Ella Logan; Jerome Cowan; Charles Kullmann; Nydia Westman; Frank Shields; Alan Ladd.

Música: George Gershwin

Fotografía: Gregg Toland.

 

          Me van a perdonar la debilidad, esto es, la que tengo por el cine musical, en cuyo nutrido acervo siempre descubro alguna película que, por poco estimulante que sea, acaba revelándome algo, no sé, un número, una actriz, un personaje, una trama o una puesta en escena que me permiten disfrutar lo suficiente como para acabar la película, y puedo jurar que esta no es precisamente breve… Un simple vistazo a la nómina de los participantes en el empeño y ¿quién no es el guapo que se atreve con ella?: George Marshall, H.C. Potter, ¡Ben Hecht!, ¡¡George Gershwin!! —que murió mientras trabajaba en las canciones de esta película—, ¡¡¡Gregg Toland!!!, ¡¡¡ Balanchine!!!, y una vieja gloria como Adolphe Menjou, a quien he tenido la suerte de ver ¡de joven!, en Los peligros del flirt, de Lubitsch, porque Menjou es uno de esos actores que parece que se iniciara ya a partir de los sesenta en el cine

          Con esos mimbres, sin embargo, no se acaba de conseguir la obra maestra que se pudo haber filmado si hubieran sabido decantarse por la screwball comedy que pedía el guion, en vez de contenerse en una suerte de melodrama tradicional con un toque metacinematográfico lo suficientemente atractivo, sin embargo,  como para conferirle a la película una dimensión de crítica del cine dentro del cine que resulta muy estimulante, sobre todo si es tan sólidamente interpretada por un productor como el encarnado por Adolphe Menjou.

          La trama es original: un productor no acaba de estar satisfecho con las afectadas, con las amaneradas tramas que llevan a sus protagonistas a interpretar papeles donde no se cuela la vida ni la pasión ni con recomendación, algo que oye de los labios de una joven que contempla desapasionadamente uno de los rodajes en una playa de California, burlándose de los ridículos códigos de interpretación y de los remilgados y ridículos guiones que los actores y actrices han de repetir con una gesticulación de cine mudo en plena edad del sonoro. Vaya por delante que, desde el comienzo de la película, el color de la misma nos atrae de un modo como pocos colores lo han hecho, si bien he de constatar que se alternan dos tipos de color: uno difuminado, como velado por algún filtro, y otro más definido y nítido, sin que haya podido determinar a qué razón se debe un uso u otro, a no ser que sea una copia defectuosa, dada la venerable edad de la película.

          Tras una breve conversación en una heladería, el productor decide contratar a la juiciosa joven como consejera y supervisora de los guiones que ha de producir, de modo que, a través de los consejos de la señorita «Humanidad», así la llama, entre la vida real en las películas de ficción. El planteamiento, sin embargo, sufre un serio sabotaje por los intérpretes que buscan un contrato y que podemos reducir a tres: Los hermanos Fritz, tres cómicos muy populares desde mitad de los veinte, y que llegaron a ser competencia de los Hermanos Marx, si bien en un registro muy distinto. El ventrílocuo Edgar Bergen y su popular muñeco  Charlie McCarthy que, en esta película, es, si duda, de lo más gracioso que aparece. Bergen, por cierto,  fue el padre de la célebre actriz Candice Bergen, protagonista inolvidable, entre otras, de Soldado azul, de Ralph Nelson. Y finalmente, Phil Baker, cantante, acordeonista y cómico, quien tiene el mejor número de la película con el ventrílocuo Bergen, imitación del que él hacía en las salas de fiesta.

          A pesar de que el planteamiento de la trama es original, dentro de él se esconde, ¡faltaría más!, la más tradicional de las historias chica encuentra chico; ella es consultora de un gran productor, él canta como los ángeles y trabaja en una hamburguesería, porque no ha tenido ninguna oportunidad de demostrar lo que vale en el mundo del cine. Se enamoran, por supuesto, y ella va a facilitar su ascenso, de tal modo que él no sabe por qué, de repente, los astros han allanado su camino y está a punto de convertirse en una gran estrella. El toque melodramático, propio de estas historias, es el último chantaje emocional del productor, también enamorado de su consultora: o te casas conmigo o aborto su vida artística… (suenen ahora todos los redobles del suspense…) ¿Qué pasará? ¿Vencerá el amor? ¿Se impondrá la cruda realidad? En los ojos de los espectadores futuros está la solución.

          En la medida en que Samuel Goldwyn diseñó esta película como una auténtica superproducción, no escatimó medios, a la hora de la puesta en escena, de ahí que incluso se represente el brindis de La Traviata y el aria posterior de Violeta, con un lujo propio de una puesta en escena propiamente operística, si es que no lo rodaron aprovechando una representación. La capacidad de conmoción de obras artísticas como esa ópera o el ballet de Romeo y Julieta, que lleva incluso a cambiar el final para que ambos jóvenes concluyan la obra bailando alegremente, una de esas transgresiones que el productor recoge de su consultora para «humanizar» los argumentos y llegar a los grandes públicos.

          Ha de destacarse que el joven protagonista, el cantante Kenny Baker, con espléndida voz de tenor, muy de los 30, borda las composiciones de Gershwin y, tras su paso por la radio, triunfó en el cine durante quince años antes de retirarse como pastor de la Cienciología. Si hay una escena que defina a la perfección la exquisitez de los musicales de estudio, esa no es otra que la escena de la playa con los amantes entonando la misma canción, menester en el que la protagonista se defiende con notable gusto.

          La indeterminación del género en el que se quiso incluir esta película motivó, sin duda, el desconcierto del público, lo que explica el poco éxito que tuvo en su momento. Vista desde muy lejos, desde su inimaginable futuro, no puede parecernos tan catastrófica, y no pocos números se ven con absoluto agrado, así como el resto de las interpretaciones, incluida la de la bellísima Vera Zorina, en un papel difícil, muy difícil de dominar, atendiendo a la insustancialidad del mismo.

          ¡A ver esos valientes aficionados al musical, que den un paso al frente!

           

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