viernes, 11 de agosto de 2023

«The Outsider», «Armonías de Werckmeister» y «El hombre de Londres», tres direcciones de Béla Tarr.

 

Título original: Szabadgyalog (The Outsider)

Año: 1981

Duración: 146 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr

Guion: Béla Tarr

Música: András Szabó

Fotografía: Barna Mihók, Ferenc Pap

Reparto: András Szabó, Jolan Fodor, Imre Donko, Istvan Bolla, Ferenc Jánossy, Imre Vass.

 









Título original: Werckmeister harmóniák

Año: 2000

Duración: 139 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion:  Béla Tarr. Novela: László Krasznahorkai

Música:  Mihály Víg

Fotografía: Gábor Medvigy (B&W)

Reparto: Lars Rudolph; Peter Fitz; Hanna Schygulla; János Derzsi; Djoko Rosic; Tamás Wichmann; Ferenc Kállai; Mihály Kormos; Putyi Horváth.

 







Título original: A Londoni férfi (The Man from London)

Año: 2007

Duración: 132 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion: László Krasznahorkai. Novela: Georges Simenon

Música: Mihály Víg

Fotografía: Fred Kelemen (B&W)

Reparto:  Erika Bok; Tilda Swinton; János Derzsi; Agi Szirtes; Istvan Lénárt; Miroslav Krobot.

 






Béla Tarr es un director que complace y ofende a públicos espectadores muy diversos: hay quienes ven en su obra la máxima manifestación de la impostura y hay quienes ven en ella una muestra irrefutable de la genialidad. Luego estamos los que, situándonos Más cerca de los segundos, podemos aceptar que el autor es fiel a un manierismo ritual que repite una y otyra vez porque es «su» manera personal de entender el cine, la narración, su país, sus paisanos y sus propia Historia. Hungría es un país que sufrió, desde la Segunda Guerra Mundial la implacable dictadura comunista, y orientarse humana y políticamente tras la caída del dominio soviético en 1989 no ha sido una empresa fácil. Esta vez he escogido, del surtido de Filmin, tres películas, una rodada bajo el régimen comunista, otra en la que se evoca aquella transición y un ejercicio estético de adaptación de una obra de Simenon, en lo que, sin duda, es la más extraña adaptación que se haya hecho nunca de alguna de sus obras. 

        La primera, The outsider, cuyo título original parece construir un juego de palabras con el apellido real del protagonista, Szabó, « Szabadgyalog», es el segundo largo de Tarr y fue rodado par la televisión. Sorprende, en primer lugar, la enorme libertad de que dispuso el joven Tarr para trabajar en un medio oficial, porque esta falso documental que rueda sobre el fracaso vital de un músico que no encaja en ningún trabajo y que no tiene muy buena relación con las mujeres, nos ofrece una visión de la juventud húngara en modo alguno complaciente y menos aún «positiva». András Bader (el mismo nombre de pila que el actor) es expulsado de un sanatorio mental y decide volver a su profesión de músico (violinista) para poder sobrevivir en un ambiente en el que los trabajos brillan por su ausencia o están mal pagados. Tiene un hijo de una mujer, pero sus amigos están convencidos de que no es suyo y de que ha sido engañado por ella. Con su hermano mayor tampoco tiene buena relación. La historia sigue los pasos errantes del violinista en un recorrido que nos lleva de las conversaciones en los cafés, a las actuaciones en bailes populares o al modo como se mezcla con manifestaciones de raíz popular que la película recoge con un afán entre folclórico y etnográfico. Se trata de una película en la que prácticamente no salimos del plano/contraplano y de la cámara al hombro que sigue al personaje. Estamos en 1980, pero a un espectador de cierta edad, nos recuerda la España de finales de los 60, cuando los jóvenes imitábamos a los hippies y las modas que llegaban de fuera, básicamente de Londres. De hecho, un momento intenso de la película es la interpretación de un grupo de música de La casa del sol naciente, por ejemplo, aunque a mí me ha  llamado más la atención la vertiente etnográfica de la película, porque es impagable el recorrido por los rostros y los atuendos y las músicas y bailes populares que nos ofrecen. El propio rostro del protagonista representa un factor compositivo esencial de la película: con unos ojos azules que expresan una intensa belleza y son capaces de enamorar a cualquiera, cuando la cámara nos muestra en detalle una boca con la dentadura deshecha, absolutamente repulsiva, vemos la dualidad desde la que está rodada la película: la belleza y la ingenuidad se solapan con el horror y el deterioro. Los espacios que aparecen en la puesta en escena suelen mostrar el implacable paso del tiempo y de la desidia política, incapaz de aliviar las carencias de la población. La libertad sexual y los problemas de relación del protagonista se centran en la mujer con quien no sabe si formar o no una familia. Todo ese capítulo, que lo atormenta, tiene una extensión que se compadece con otras dedicadas a las amistades muy variadas del joven András. Si no fuera porque no se echa a la carretera, bien pudiera decirse que la película, que sigue al protagonista en sus constantes idas y venidas, tiene algo de road movie, dado el constante movimiento del joven, metáfora de su inquietud por no hallar un lugar en la sociedad ni una versión de sí mismo con la que identificarse satisfactoriamente. El joven András es un insatisfecho crónico, desorientado y siempre a la expectativa de que su vida cambie no tanto por su iniciativa como por la ayuda o el estímulo que pu3eda recibir del exterior.

        Armonías de Werckmeister, cuyo título hace referencia a la teoría de la afinación musical de Andreas Werckmeister, defendida en la película por un musicólogo que defiende el postulado de que el sistema armónico explicitado por el músico alemán en el siglo XVII, que está en los fundamentos del Clave bien temperado de Bach, por ejemplo y en la teoría musical de las esferas de Kepler, está profundamente equivocado y que se ha de rehacer de nuevo para acercarlo a una armonía más «natural», lo que implica una afinación diferente para los instrumentos. ¿Qué tiene que ver ese fundamento teórico con lo que nos cuenta la historia? De entrada, el protagonista, Janos, algo así como lo más próxima al «tonto del pueblo», cuya bondad e ingenuidad lo sitúan en esa frontera dudosa de la sanidad mental y cuya aparición en pantalla al comienzo de la película, explicando con los parroquianos de un bar el fenómeno de los eclipses poco antes de ser desalojados por el dueño, nos permite comprender que son fenómenos extraños los que vamos a ver a continuación. Y así es, porque, a través de un cartel, nos enteramos de que ha llegado un circo al pueblo, con solo dos atracciones: una ballena (acaso Leviatán) y un personaje denominado “El príncipe”, un encantador de masas a quien nunca se ve en pantalla. Janos es el vehículo narrativo que unifica la acción de la película, porque es a través de él, y de sus ojos, entre asombrados y atemorizados, como seguimos el desarrollo de la historia. Visita a varios vecinos a quienes llama tío o tía, al margen de cualquier relación de parentesco. Le lleva la comida al musicólogo, una escena morosa en la que le llenan las tres fiambreras en una suerte de comedor social. Sigue con interés la reunión de hombres en la plaza alrededor del camión donde se exhibe el cadáver de la ballena, y es él, por cierto, el único que paga la entrada para verlo. Es requerido por la exmujer del musicólogo, un buen papel de Hanna Schygulla, para sacar sus cosas de la casa y, más tarde, encargado de cuidar de los dos hijos del jefe de policía que están solos en su casa, mientras este y la ex del musicólogo tienen una brillantísima escena musicodecadente. La tarea cómica de cuidar de los dos hijos del policía forma parte de los hechos extravagantes que se van sucediendo en la película a la espera de que se cumpla la amenaza que se ha instalado en todas las bocas: la llegada de la «bestia» es el presagio de una gran desgracia que traerá funestas consecuencias al pueblo, como así acaba sucediendo cuando, sin saber cómo ni cuándo ni por qué se inicia una suerte de rebelión sangrienta que se centra en el asalto al hospital, donde asistimos a escenas de particular violencia. Todo esto es presenciado por Janos, que logra esquivar a la masa enloquecida y contempla, después, cómo se organiza la defensa militar del pueblo. Las atmósferas tensas que genera la realización de la película, en un blanco y negro espectacular, con una morosidad en las acciones de los personajes y buena parte de los recursos que han hecho célebre al director magiar, ocupan la mente de los espectadores en una suerte de espiral que busca el origen de los hechos y si este no es otro que la potente superstición de la masa. Contrasta con la lentitud morosa de la acción que esta nos hable de la destrucción radical del orden social y humano, como si las señales del desorden llegaran tan lentamente que nos fuera imposible prevenir el desastre, escrito acaso en los mapas funestos de las estrellas que bailan su danza casi milagrosa en el comienzo de la película. «Magnético» es un adjetivo que casa perfectamente con el cine de Tarr, porque su estética del movimiento minimalista lo lleva a planos fijos que duran un siglo y a planos secuencia lentísimos que consiguen crear una percepción distinta del tiempo, pero también, de paso, del proceso psicológico de los personajes, en los que los espectadores estamos invitados a entrar con total franqueza, aunque luego nos cueste Hermes y ayuda descifrar lo que se cuece en esas mentes en las que se cruza la inteligencia con la superstición, la teoría con la suspicacia. El cine de Tarr tiene puestas en escena que suelen reflejar las duras condiciones económicas del país, su atraso, la ruina, la miseria incluso, pero, aun así, siempre encontramos auténticas visiones que nos dejan clavados en el asiento, como el paisaje después de la batalla del asalto de la turba al hospital. Interpretar algunas películas de Tarr supone entrar en un cine-fórum solitario que pierde la perspectiva del diálogo para sacar la luz. Eso sí, conviene hablar de ellas con otros. Es higiénico y necesario.

        El hombre de Londres tiene un comienzo que es una declaración de intenciones, porque la cámara sube desde el nivel de mar por la proa de un barco hasta llegar a la cubierta, a un ritmo de milímetro por minuto, o poco menos. Luego, sí, hay una pelea y un hombre y un maletón que caen al mar. Todo ello, visto por el vigilante de la torre que domina la bocana del puerto, quien no tarda en acercarse al lugar de los hechos para recoger la maleta y descubrir que hay en ella 60.000 libras que procede a secar con idéntico ritmo en la salamandra que calienta la torre. El hombre es una ruina. Luego sabremos que tiene un matrimonio infeliz y que impone su voluntad laboral a una hija que no se rebela contra él. Los intérpretes hablan en francés, y una eternidad después de haber comenzado la película, aparecerá un investigador inglés que rastrea el destino de la maleta. Hay un bar-cantina, donde el tiempo parecer haberse detenido, así como los parroquianos. En resumen, que aun siendo Simenon un amigo del minimalismo retórico, Béla Tarr lo adapta hacia una suerte de ceremonia de la desesperación en la que lo de menos parece ser lo que habitualmente es el centro neurálgico de este tipo de narración es: el «caso». Lo más importante es el retrato de la desesperanza del protagonista y de otros personajes que aparecen en el bar, como los dos viejos que, en un momento dado, realizan un baile con una silla y con una bola aguantada en la frente, definitivamente surrealista. En el decurso de los mínimos acontecimientos, el protagonista llega a su casa, antes de retirar a su hija del lugar donde trabaja, porque «no quiere que le enseñe el culo a nadie», y tiene una pelotera tremenda e intensa, a causa de los dineros y del estado en que viven, con su mujer, una irreconocible Tilda Swinton en un papel que no va más allá de ese «momentazo»  almodovariano, tan intenso como impostado. ¿Qué se rescata de esa trama tan singular? Pues lo de siempre en el cine de Tarr, la fotografía en blanco y negro, propia del thriller que no acaba siendo de ninguna de las maneras, aunque la irrupción del investigador inglés nos acerca al género, y, sobre todo, en el desenlace, cuando el vigía conduce al policía y a la mujer a la caseta al lado del mar donde, supuestamente, se halla el cadáver del maleante a quien el vigía robó el dinero antes de asesinarlo, ni se sabe si por caridad. En todo caso, como ya he dicho, no es el «asunto» lo más importante, sino el modo como los diferentes personajes  responden frente a un suceso que irrumpe en unas vidas dominadas por el silencio, la falta de alegría, y ciertas enemistades personales sobre las que lo desconocemos casi todo. Una cosa está clara, en toda la película no hay ni un simple rasgo de humor, ni una risa, ni una sonrisa siquiera. Todo es plúmbeo, maldito, amargado y trágico. La vida es una repetición absurda de gestos cotidianos que no parecen llevar a ninguna parte, y el único momento en que puede darse el milagro de la alegría es en la compra de las pieles para la hija; que no tarda en ser despachado por la madre como lo que es: un gasto superfluo y absurdo, cuando las necesidades acucian, y de ahí el conato de la hija de «devolverlo». Comencé a verla muy interesado en qué había hecho Tarr con uno de mis autores literarios favoritos, y reconozco que ninguna otra adaptación de su obra alcanza el clímax de narración absurda al que se llega en esta, más hija del propio Kafka que de Georges Simenon. Fiel a su «maniera», Tarr no decepciona a sus seguidores, pero seguirá dejando pasmados, si no coléricos, a sus detractores.

 

 

 

 

 

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