miércoles, 30 de mayo de 2018

“Domingo, maldito domingo”, de John Schlesinger o la bisexualidad en tiempos de cambio y decadencia.




Radiografía de la soledad y la promesa sexual joven de un futuro incierto. Domingo, maldito domingo o la crónica de la frustración y otros cambios sociales temibles. 
Título original: Sunday, Bloody Sunday
Año: 1971
Duración: 110 min.
País: Reino Unido
Dirección: John Schlesinger
Guion: Penelope Gilliatt
Música: Ron Geesin
Fotografía: Billy Williams
Reparto: Glenda Jackson,  Peter Finch,  Murray Head,  Peggy Ashcroft,  Maurice Denham, Vivian Pickles,  Tony Britton,  Thomas Baptiste,  Frank Windsor.

¡Qué ganas tenia de echarme a los ojos y al Ojo esta película de Schlesinger! Desde que, como primera película suya, viera Cowboy de medianoche, Schlesinger siempre ha tenido un lugar de privilegio entre mis directores preferidos. Aquí, en este Ojo he criticado dos suyas poco conocidas: Billy el mentiroso y Esa clase de amor, ambas muy dignas de ser vistas. Schlesinger es un cirujano de la crítica social, atento, además, a la vida de ciertos personajes a los que podríamos calificar de “patológicos”, en cierto modo, como los de John Voigt y Dustin Hoffman, el propio Billy o, en el caso de la presente película, los dos amantes de una misma persona que satisface a ambas casi con un milimétrico reparto del tiempo y de la intensidad amorosa. La película ofrece una narrativa perfecta y nos presenta no solo los protagonistas del falso trío amoroso, sino también las familias de cada uno de ellos y otra más que comparten ambos, la de un matrimonio liberal que educa a sus hijos mediante la ausencia total de la represión paterna, con lo que ello conlleva de tormento añadido para quien se encarga de su cuidado cuando los padres han de salir un fin de semana y para quien los visita a diario en una casa que más parece un auténtico psiquiátrico nada apto para personas sensibles y reposadas. La película tiene unas secuencias de tipo documental excepcionales, sobre dos realidad, además, que nada tienen que ver entre sí: de un lado, el sistema telefónico con mensajería incorporada al que están abonados los dos amantes del joven norteamericano, un artista de inclinación científica. Los planos de esos cableados que llevan dentro de su delgada materialidad tantas expectativas, deseos y sufrimientos me parecen una inclinación maravillosa a la vertiente documental del cine, sobre todo cuando las tomas e acercan al primerísimo plano, llenando la pantalla de una realidad que nunca veremos, pero que siempre usaremos y que condiciona, en cierto modo, buena parte de nuestros asuntos más íntimos. Los diálogos de los dos amantes con la encargada de recibir los mensajes en sus números y administrar sus llamadas no tienen desperdicio, ciertamente. Por otro lado, la condición judía del doctor protagonista, un Peter Finch en su espléndida madurez física e interpretativa, nos permite asistir a la ceremonia del Bar Mitzvah de su sobrino, es decir, a la ceremonia religiosa en la sinagoga, donde el promocionado a la condición de adulto ha de leer unas líneas de la Torá en hebreo, y a la fiesta de celebración, propiamente lo más parecido a un banquete de bodas. Como no podía ser de otro modo, dada la edad del protagonista y su soltería irrenunciable, su condición de homosexual ha de ser preservada de ese mundo orientado al cumplimiento de los mandamientos divinos: procrear y apropiarse del mundo. Desde el padre que inquiere, con tacto, si algo pasa en su vida que no les haya dicho a sus padres, hasta la tía que quiere sentarlo al lado de una “candidata”, el protagonista se ve sometido a un tormento del que huye en cuanto puede. En apariencia, nada ocurre en la película que podamos considerar trascendental para la vida de los protagonistas, que se resienten, eso sí, ambos, de no poder tener la exclusiva de su amante. El doctor planea un viaje por Italia con él, “su” viaje; ella, divorciada, quisiera comprometerlo y atarlo en corto, aunque sabe que  su “contrato” implícito con él implica una libertad total para tener las relaciones que deseen, en la estela del “amor libre” que las comunidades hippies habían popularizad y que la Revolución del 68 contribuyó a difundir. En esta ocasión, lo que les deja a los amantes un cierto regusto amargo es la bisexualidad absolutamente normal y desacomplejada de su enamorado. Recordemos que estamos en 1971, y que, aunque las costumbres se habían relajado no poco y se permitían ciertas licencias en las costumbres, la bisexualidad como la mostrada en la película seguía siendo un  profundo escándalo social, sobre todo por la parte de la homosexualidad -recordemos que mantener relaciones homosexuales fue delito en Gran Bretaña hasta 1967-. Schlesinger no busca en modo alguna ninguna situación morbosa, porque la naturalidad con que todos los personajes viven sus vidas pequeñoburguesas en un ambiente de tolerancia llama mucho la atención y permite que el espectador fije su atención en lo que se esconde tras esa relación casi idílica: el fracaso de una mujer madura, Glenda Jackson at her best!, que ha de afrontar la soledad y su propia vida, cuando está convencida de que el verdadero amor que la hace sentirse plenamente viva lo tiene todo de amor imposible, y de ahí la aventura resignada con un hombre maduro que acaba de perder su trabajo y a quien ella no parece que pueda ayudar desde su puesto en la agencia de colocación gubernamental. El diálogo con su propia madre, una mujer que un buen día tomó la decisión de dejar a su padre, por la ausencia de alicientes de una convivencia frustrante y que, finalmente, volvió con él para compartir una átona vida sin el más mínimo interés, nos muestra, con extrema delicadeza esa suerte de epidemia de soledad que afecta a todos por igual, como se advierte en las últimas imágenes de la película, con el doctor aprendiendo los rudimentos de la legua italiana para un viaje que, definitivamente, ya no va a ser “su” viaje, el de los dos amantes, sino “su” viaje, el suyo, solitario y triste, hacia una evasión meridional que lo compense de la pérdida. Estamos ante una película que podemos etiquetar como  cine social, porque el retrato social de varios sectores de población permite hacernos a la idea de una época concreta en un país determinado. La película, que juega con una narración alterna de una y otra historia de los dos amantes del joven artista, nos permite asistir, al final, al encuentro entre ambos rivales por el amor del joven, una escena soberbia, interpretada con una delicadeza exquisita. ¡Qué encuentro! En fin, aunque rodada inmediatamente después de la aventura americana de Midnight Cowboy, esta película, inglesa hasta decir basta, continúa la exploración de la fragilidad humana, admirablemente retratada aquí.

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