Un número musical que vale una película; una película que
va a la raíz del conflicto entre la vocación artística y la vida privada: Las
zapatillas rojas o la maldición de la belleza suma.
Título original: The Red Shoes
Año: 1948
Duración: 133 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael
Powell, Emeric Pressburger
Guion: Emeric Pressburger
Música: Brian Easdale
Fotografía: Jack Cardiff
Reparto: Anton Walbrook, Moira Shearer, Marius Goring, Leonid Massine, Albert Basserman, Robert Helpmann, Esmond Knight, Ludmilla Tcherina.
¡Qué suerte me depara mi
anárquica formación! Me pasó con Los
paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy y ahora me ha vuelto a pasar con Las zapatillas rojas, del dúo
Powell-Pressburger, un caso de bicefalia directora tan exitoso como el de los
Hermanos Taviani, los Coen o cuantos han hecho del trabajo en equipo una
vocación superadora de las limitaciones individuales. A veces, ciertos títulos
los damos por vistos, porque nuestra memoria asocia títulos muy reconocidos con
un asentimiento que da por descontado que, a lo largo de tantos años de afición
continuada, en programas especializados, en ciclos, en la Filmoteca y en las
propias salas de cine es imposible que no los hayamos visto en uno u otro momento
de nuestra vida. ¡Bendito olvido!, sin embargo en el caso de que, en efecto, la
hubiera visto hace 35 o 40 años. Lo primero que llama la atención de esta película
es el color tan marcado, tan decantado hacia una intensidad que, unida a la iluminación,
es capaz de crear incluso una textura, porque hay algo de táctil en el uso del
color: nos pasa con los muebles, con los vestidos, con las paredes, con
cualesquiera objetos, habitualmente exquisitos, si la acción transcurre en el
ambiente elegantísimo del productor del ballet, Lermontov, una especie de
sosias de Diaghilev, el creador de los ballets rusos y promotor de Nijinski.
Que, a partir de un cuento breve de Andersen, Powell y Pressburger hayan sido
capaces de construir una reflexión esteticista y profunda a la vez sobre el
misterio de la entrega en cuerpo y alma
al arte, en este caso a la danza, supone un acierto de tal naturaleza que no me
extraña en absoluto que la película tenga el predicamento que tiene. En Filmin
hay una selección hecha por Scorsese de las películas que uno ha de ver a lo
largo de su vida “obligatoriamente”. Entre ellas está esta. La manera despótica
como el promotor del ballet rige la vida de sus contratados al servicio de la
gloria artística, exigiéndoles una entrega apasionada y una dedicación más allá
de los límites de una profesión, porque lo que Lermontov les exige a todos es
profesar la religión del arte y de la belleza absoluta, con lo que ello
conlleva de sacrificio, dedicación, perseverancia y vida casi monástica, nos
entrega una aproximación nada fantástica, sino punzante e incluso hiriente a
los entresijos de una gran compañía, a todo aquello que cae fuera del conocimiento
del público que aplaude, entusiasmado, El
lago de los cisnes o el Preludio a la
siesta de un fauno, por ejemplo. La película se abre con la despedida de la
primera bailarina del ballet que anuncia su inminente matrimonio. A partir de
ahí, una joven acomodada intenta que el productor se fije en ella para
incorporarla a su compañía, lo que consigue tras no pocos desplantes y
humillaciones, porque la virtud del productor radica en no engañar a nadie: el
camino hacia la fama está sembrado de fosos peligrosos en los que caen, para
perderse irremisiblemente, quienes no tienen un espíritu autocrítico feroz y
más allá de la autocomplacencia y de las críticas ajenas. Así las cosas, está fuera
de toda duda que el protagonista de la película, Lermontov, un excepcional
Anton Wallbrook, dueño de registros sutiles que confieren a la película ese
tono de delicatessen de la crueldad y la sofisticación, y el público lo
agradece, porque se le echa de menos en las pocas secuencias en las que no
aparece, se convierte en el eje central del relato: todo baila a su alrededor….
La bailarina protagonista cumple escrupulosamente con su papel, del mismo modo
que el director y compositor que acaba convirtiendo Las zapatillas rojas en una obra maestra, y que ambos se enamoren y
acaben convirtiéndose en una amenaza para el productor marcará el dramático desenlace
de la película, puesto que nadie puede salir indemne de un contencioso entre el
amor humano y el excluyente amor al arte. La película está rodada en exteriores
de la Costa Azul y siete años antes que Atrapa a un ladrón, de Hitchcock, por
lo que no es desatinado pensar que debió de ver esta película con sumo interés.
El delicado trabajo de orfebrería psicológica llevado a cabo por Powell y
Pressburger para ofrecernos un relato tan detallista de los abismos a los que
aboca en el alma humana la sed de belleza absoluta se vehicula a través de un
repertorio de planos medidísimos en los que la puesta en escena acaba teniendo
un valor muy destacado. El trabajo cromático de la película recuerda mucho el
de esa otra película excepcional de Powell, El
fotógrafo del pánico, y ambas pueden considerarse estudios de una perturbación:
en un caso el móvil es la muerte y en el otro la belleza, pero los destrozos
que causa en los sujetos que la padecen no son diferentes. Dejo para el final un
breve comentario, porque es imposible describirlo con palabras, sobre el número
de baile del ballet que da nombre a la película: Las zapatillas rojas, una maldición que acaba yendo más allá de la
ficción para habitar en la vida real de la protagonista. La coreografía del
ballet es obra de Robert Helpmann, quien
interpreta al primer bailarín de la compañía, y supongo que debió de colaborar con Léonide Massine, quien coreografió, a su
vez, el papel del “zapatero” fabricante de las zapatillas rojas: ambos fueron
grandes figuras del mundo del ballet. También Norma Shearer fue famosa
bailarina, pero la película eclipsó el reto de su obra, en el ballet y en el
cine. Powell contó con ella, 12 años después, para El fotógrafo del pánico. La secuencia del ballet, unos 13 minutos
ininterrumpidos de actuación es brillantísima. Pocos números musicales he visto
yo en el cine tan espectaculares, ¡y he visto miles! Comienza siendo una
retransmisión in situ, en el teatro, de la pieza, pero enseguida la acción
evoluciona hacia lo fantástico, con una puesta en escena y unos movimientos de
cámara y recursos especiales que bien podría decirse que son obra de dos
maestros del cine musical, y lo cierto es que de esa secuencia se ha nutrido
buena parte del cine musical que vino después de esta película. Toda la
película es imprescindible, pero a quienes se les antoje que el mundo del
ballet, la crisis existencial de la devoción al arte y el melodrama
correspondiente son “excesivos”, les recomendaría que hicieran por ver,
siquiera, esa interpretación del ballet, porque me lo van a agradecer.
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