La vertiente social del cine de Fred Zinnemann: Un sombrero lleno de lluvia o el drama
de la drogadicción llega a las pantallas y se visibiliza.
Título original: A Hatful of
Rain
Año: 1957
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fred Zinnemann
Guion: Michael V. Gazzo, Alfred Hayes (Obra: Michael V. Gazzo)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)
Reparto: Anthony
Franciosa, Eva Marie Saint, Don Murray,
Lloyd Nolan, Henry Silva, Gerald
O'Loughlin, William Hickey, Art Fleming.
Después de haber visto El hombre del brazo de oro, Pánico en Needdle Park o la serie The wire, entre otras muestras de lo que
ya casi puede considerarse un subgénero del cine, es posible que a algunos esta excelente
película de Zinnemann les parezca algo “descafeinada”, como si la elisión del
ritual de la administración de la droga o los estragos de las últimas fases de
los consumidores, reducidos a puras piltrafas humanas, le quitara una capacidad
emotiva de lo que supone para los drogadictos vivir anclados a esa necesidad
imperiosa a la que lo sacrifican todo: familia, trabajo, pareja, descendencia, amistades…,
todo. Aquí, hasta los mafiosos del trapicheo tienen una maldad con
contemplaciones, a diferencia de la cruda realidad de ayer, de hoy y de siempre
en la que estos sujetos jamás se paran en barras ante cualquier deuda no
pagada. La llegada de un padre a Nueva York para reclamarle al hijo mayor unos
dineros con los que poder acabar de arreglar el local que ha cogido en traspaso
para poder montar su pequeño local dispara una trama angustiosa en la que nada
de cuanto aparece en la pantalla en los primero quince minutos va a ser como
pretende aparentar que es. El hermano drogadicto, en quien su hermano mayor ha “invertido/desperdiciado”
esos dineros que necesita el padre, no tiene trabajo, su mujer está esperando
un hijo, se ha quedado sin trabajo y está en plena fase de mono y sin dinero
con el que comprar la droga que necesita. Como bien los tres, los dos hermanos
y la mujer del pequeño, en la misma casa, el desinterés del marido por su
esposa da pie a que el hermano mayor se atreva a insinuarle a ella el amor que
le tiene, del mismo modo que, a su vez, ha de sufrir el terrible desprecio del
padre por haberse convertido en un ser vulgar que trabaja como matón de
seguridad de un local, un trabajo miserable que el padre le reprocha como un
fracaso, hasta que se entera de que el dinero que buscaba ha desaparecido en la
drogadicción de su hijo, momento en el que, al desmoronársele todo, inicia un
camino de comprensión de cuanto ha estado ocurriendo a sus espaldas, sin que él
tampoco hubiera sentido nunca un verdadero interés por cómo fuera la vida de ninguno de sus hijos, tan lejos de
él. La película, con abundantes exteriores, que no acaban de disimular el
origen teatral de la obra, tiene un blanco y negro especial, definitorio de un
nivel de calidad que se verifica en los encuadres y en las interpretaciones.
Franciosa incluso estuvo nominado al Oscar al mejor actor. Eva Marie Saint,
sobre todo en las equívocas relaciones con su cuñado, está sobresaliente. A
medida que el mono del protagonista, un Don Murray más cerca del urbanita neoyorquino que fue que del vaquero temperamental y casi analfabeto que le consagró en Bus Stop, con Marilyn Monroe, se va apoderando de él -y ahí están los ridículos
intentos de convertirse en asaltante callejero para sacar los dólares con los
que pagarse la mercancía- la película gana en el dramatismo de situaciones que
nos son conocidas. Es cierto que el deseo del joven drogadicto por liberarse de
esa maldición contribuye mucho a hacernos ver el problema social con cierta
esperanza y a aplaudir la decisión de la esposa: denunciar a su marido a la
policía para que pueda ser internado y sometido a una cura de desintoxicación
que pueda ser definitiva, porque el hermano mayor ya empleó en ello buena parte
del dinero con el que el padre esperaba instalarse por cuenta propia y no sirvió
de nada. La llamada telefónica de la esposa a la policía es muy emocionante,
porque quiere “denunciar” a un drogadicto, dice, para nmediatamente añadir que
es “su marido… La estética de los planos exteriores me ha recordado mucho al
cine de Cassavettes, pero sin la especial imaginación del director maldito. Zinnemann
se ciñe más a un relato tradicional en el que se mezcla a partes iguales la
maldición de la marginalidad y la loa
del espíritu de superación, tan usamericano. En aquellos años de finales de la
década de los 50 no era, la drogadicción, y menos aún por cocaína, un tema que
apareciese a menudo en las pantallas, de ahí el valor inmenso de Zinnemann al
llevar a la pantalla esta propuesta de denuncia de lo que ya empezaba a
convertirse en una plaga, si bien ceñida al mundo de los artistas y al de las
clases pudientes que podan permitirse el lujo de su consumo. Es una película
honesta y con un buen planteamiento, porque, desde el punto de vista del padre,
que llega desde unos recuerdos en los que aún la familia, como concepto
tradicional, tenía un sentido, el espectador se irá sorprendiendo a medida que
llegue la información de lo que realmente está ocurriendo y de cómo han de
adaptarse a esos hechos las personalidades de los protagonistas.
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