La vida casi neorrealista de los eastenders en Siempre llueve en domingo y una exquisita
comedia Ealing de humor negro: Ocho
sentencias de muerte o un “festival” de Alec Guiness y del impagable humor británico.
Título original: It Always
Rains on Sunday
Año: 1947
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Dirección: Robert Hamer
Guion: Henry Cornelius, Robert Hamer, Angus MacPhail (Novela: Arthur La
Bern)
Música: Georges Auric
Fotografía: Douglas Slocombe (B&W)
Reparto: Googie Withers, Edward Chapman, Jack Warner,
Susan Shaw, Patricia Plunkett,
David Lines, Sydney Tafler, Betty Ann Davies, John Slater,
Jane Hylton, Meier Tzelniker,
John McCallum, Jimmy Hanley, John Carol,
Alfie Bass.
Título original: Kind Hearts
and Coronets
Año: 1949
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Robert Hamer
Guion: Robert Hamer, John
Dighton (Novela: Roy Horniman)
Música: Ernest Irving
Fotografía: Douglas Slocombe
(B&W)
Reparto: Dennis Price, Alec Guinness, Joan Greenwood, Valerie Hobson, Audrey Fields, John Penrose, John Salew,
Arthur Lowe, Clive Morton, Hugh Griffith.
Dicho y hecho, me quedé con
la copla de ver algo más de Robert Hamer, tras su estupendo episodio en Al morir la noche, el del espejo
encantado, y hete aquí que en Filmin he encontrado estas dos buenas muestras de
un director que, tras lo visto, debería tener mayor predicamento del que goza,
que se acerca injustamente a “ninguno”. Me queda por ver un thriller con John Mills,
rodado en el estuario del Támesis y no estrenado en España, The long memory, absolutamente
prometedor. La vida personal de Hamer, alcohólico, expulsado de la Universidad
y homosexual -en aquella época en que era delito y se penaba con años de cárcel y con la ruina
de cualquier carrera profesional por brillante que fuera, como vimos con el
genio de la computación, Alan Turing- es la historia de cómo el alcohol puede
truncar una más que prometedora carrera, porque Hamer incluso llegó a sufrir
ataques de Delirium tremens en el rodaje de su última película. Encorsetado por
las exigencias de la Ealing, adonde lo llevó Alberto Cavalcanti, fue capaz de
imprimir un profundo aire de thriller desengañado a un planteamiento
neorrealista en Siempre llueve en domingo
y de primar la burla cruel de la mezquina aristocracia británica en Ocho sentencias de muerte. Su retrato de
unas vidas marcadas por el desencanto y la necesidad de huir de los chatos
horizontes de una vida gris en Siempre
llueve en domingo nos acerca a un ejercicio de cine social, mezclado con
una estructura de suspense que anticipa, en cierto modo, un tipo de historias y
de enfoques que hará suyo el Free Cinema
posterior. Una camarera de un pub se enamora de un cliente que la seduce y justo
cuando van a casarse recibe la noticia de que su flamante novio ha sido
detenido y ha de cumplir una larga pena de cárcel. La película comienza con la
huida del preso y con su llegada a la casa de su antigua novia, ahora casada
con un hombre que ya tiene dos hijas mayores con quienes la madrastra anda siempre
en pleitos de malquerencia. La presencia del “extraño” en la casa obliga a la
protagonista a disimular no solo la tensión que le genera dicha presencia,
sino, también, lo que esa presencia ha removido en su interior, porque el suyo
ha sido un matrimonio casi de conveniencia antes de “quedarse para vestir
santos” (To be left on the shelf, en
inglés), y de ahí la no aceptación por parte de las hijas. La película narra la
excesivamente tranquila vida del hombre y el intento de la hija por buscarse
una salida a través de una relación adúltera con un don juan de baratillo, un
músico de barrio que tiene una tienda de discos y a quien su mujer, con quien
acaba de tener un hijo, está dispuesto a abandonarlo si continúa con sus
flirteos. A lo largo de un día inacabable, la presencia del antiguo novio, que
se instala, además, en el dormitorio del matrimonio, y donde descansa y se
repone del sueño y del hambre de los días de huida, descubre a la mujer la
diferencia entre la no extinguida pasión y la conllevancia matrimonial insípida
que es todo su presente. El hijo de ese matrimonio, además, que descubre la
relación del músico con su hermanastra, y que aprovecha para hacerle un
chantaje y conseguir una armónica detrás de la que va desesperadamente y que su
familia no se puede permitir comprarle, nos acaba de redondear el degradado panorama
moral de una familia típica del East End,
un microcosmos en el que advertimos cómo se resquebraja la institución familiar
hasta convertir el castillo-hogar británico por excelencia en un complejo mundo
de transgresiones, enfrentamientos, mentiras y torpes representaciones de
normalidad. Una vez repuesto, el preso le pide algo de dinero a la antigua enamorada.
No puede darle nada, pero le da el anillo de prometida que él le regaló para
que saque algo por él…, y que guarda como un tesoro sentimental, ¡pero él no lo
reconoce y solo advierte su valor de mercado! Cuando él se va, un periodista de
sucesos ha descubierto por azar, en el pub, que el fugado había sido novio de
la antigua camarera, se dirige a su casa para proseguir la investigación y le
da el queo a la policía. Al final el protagonista agrede al periodista y se
fuga hacia no se sabe bien qué, si la muerte o un futuro incierto en tensa
libertad. La persecución policial, aunque modesta desde los medios, es muy
buena desde la planificación de las escenas y de la iluminación, con unas
escenas en la estación de lo mejorcito del cine de suspense. La fluidez con que
hasta ese momento ha transcurrido la película, en un ejercicio de realismo lleno
de verdad y exento de tendenciosidad nos revela la excelente mirada crítica de
un director muy atento a la construcción el retrato social desde los detalles.
No estamos ante una historia “singular”, excepcional, sino ante un trozo de
vida expuesto con la intensidad exacta con que todos solemos vivir nuestras
propias vidas. Y Hamer, en un drama que va más allá de las típicas comedias que
hicieron famosa a la productora Ealing, sabe hacernos llegar ese tejido de
vidas determinadas por muy distintas motivaciones. Hay algo de visión poética tan
desolada como auténtica en esa permanente lluvia dominical que parece excluir la
“fiesta” de nuestras vidas, como si pertenecer a determinada clase y vivir en
ciertas condiciones fuera incompatible con ella.
Ocho sentencias de muerte, sin embargo, es totalmente diferente.
Aquí sí que estamos ante una “clásica” comedia Ealing, aunque la mordacidad
crítica del planteamiento va, acaso, algo más allá de lo deseado por la
productora, porque la historia es poco menos que una descalificación radical de
la familia aristocrática inglesa, presentada en la película como la suma de la
mezquindad, la ruindad y la bajeza moral. A partir del presente de un condenado
a la horca que está a punto de concluir sus memorias poco antes de ser
ejecutado, un noble típico y tópico, con toda la elegancia y la distinción de
un aristócrata de cuna, retrocedemos en un flash back lineal a la historia de
cómo cometió los ocho crímenes que le llevaron a quedar como único aspirante a
la titularidad del ducado de Chalfont, lo que incluso añade la boda con la
viuda de uno de los asesinados. Louis D'Ascoyne Mazzini, que así se llama el
personaje -genialmente interpretado por Dennis Price, quien le roba el mérito
al esfuerzo caracterizador de Alec Guiness, quien interpreta a ocho personajes
distintos- es el fruto del matrimonio no autorizado de la hija del duque con un
tenor italiano que actúa para la familia ducal, una suerte de prologo
encantador de lo que supuso para el joven Louis una vida expulsado del ámbito
aristocrático al que pertenecía por derecho. La madre muere abandonada por su
familia, nadie de la cual irá siquiera a su entierro, y ello se convierte en
algo así como en el detonante que activa la sed de venganza del hijo, quien,
merced a su ingenio, su determinación y su inequívoco porte aristocrático, irá
escalando en los negocios de la familia y quitándose de en medio en la carrera
hacia el título de duque a todos los adversarios. No en todas las muertes se
recrea la historia de igual manera, algunas, como la del cazador o la del ministro de la iglesia, ambas buenísimas, se
extienden más y otras se despachan en modo rápido contable, como esas clásicas
hojas del calendario que el viento arranca para marcar el paso del tiempo. Como
el protagonista está leyendo las memorias que está a punto de concluir, la voz
en off es la suya propia, y se agradece el tono irónico permanente de esa
narración. No provoca la carcajada, pero no podemos dejar de sonreír durante
todo el metraje, sobre todo por la interpretación exquisita y remilgada del
protagonista, más aristocrático que toda su parentela. La vida sexual del
protagonista será determinante, por la venganza despechada de su amante cuando
se entera de que quiere casarse con una aristócrata, despreciándola a ella. ¿De
qué lo acusa? De la muerte de su marido, a quien el banco del amante prestaba
dinero para sus negocios y, al negarle el último crédito y saber el marido que
ella era la amante del prestamista, acabó matándole en el curso de una discusión. El juicio y la solución al
mismo, cuando cede al chantaje de su amante para casarse con ella si, “de
repente”, apareciese una nota en que su marido indicara claramente que se había
suicidado, son de una sensibilidad exquisita desde el punto de vista de la
secuencia final, con el duque saliendo de la prisión y dos carruajes
esperándole en la puerta, el de la aristócrata y el de la plebeya. En ese
momento, no obstante… Y ahí queda el toque genial de un desenlace inesperado y
estupendo que podrán ver quienes opten por pasárselo la mar de bien con esta
joya de la Ealing que acabo de descubrir.
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