domingo, 3 de junio de 2018

"La senda prohibida", de Mervyn LeRoy, un clásico brioso y complejo.



Atmósfera, guion, puesta en escena e interpretaciones que fluyen con la elegancia de un río de pasiones, ambiciones y corrupciones en fecundo prorrateo: La senda prohibida o Van Heflin se adueña de la película.

Título original: Johnny Eager
Año: 1942
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mervyn LeRoy
Guion: John Lee Mahin, James Edward Grant
Música: Bonislau Kaper
Fotografía: Harold Rosson (B&W)
Reparto: Robert Taylor,  Lana Turner,  Edward Arnold,  Van Heflin,  Robert Sterling, Patricia Dane,  Glenda Farrell,  Henry O'Neill,  Barry Nelson,  Charles Dingle, Paul Stewart.

Cada vez más aficionado a Mervyn LeRoy, sin duda uno de los grandes de la dirección. Descubro ahora este Johnny Eager con un Robert Taylor dominador y con el encanto de inteligente y perverso  triunfador del hampa junto a una Lana Turner, algo aniñada pero muy puesta en su papel de joven de la alta sociedad seducida por los encantos del mal. Un hampón en libertad provisional aparenta llevar una vida decente y honrada, al volante de un taxi, para convencer al oficial que supervisa esa parole, pero, al mismo tiempo, en una suerte de magnífico juego de puertas que recuerda los vodeviles y los speakeasy de los tiempos de la prohibición de venta de alcohol, pasamos de una sede inocente a un lujoso piso desde el que el taxista, revestido con el esmoquin de su condición triunfadora dirige un imperio de apuestas que tiene cifrado su objetivo en conseguir la apertura de un canódromo, al que se opone el fiscal del estado. Recordemos que eager significa “ansioso”, lo cual es una descripción fiel de la ambición del personaje por construir un imperio económico delictivo mediante el soborno de las autoridades. En la oficina del custodio que vigila su parole se cruza con la hijastra del fiscal, con quien un cruce de miradas explosivas preludia una relación apasionada que acaba produciéndose, aunque es muy diferente la intención de cada uno de los participantes en ese proceso de amores. Mientras la hija del fiscal se entrega con un amor absoluto, lo que la lleva a despreciar incluso al novio que hasta entonces tenía, el hampón idea una jugarreta que acabará involucrando a la hija del fiscal  en la muerte de un rival que quería acabar con el mafioso. Un rival que es un lugarteniente y que, en cuanto Eager se lleva a la enamorada fuera de la escena del crimen, se levanta tan campante y satisfecho de haber representado su papel como un excelente actor de teatro. Y ahí entra en escena lo mejor de la película, un fiel sicario de Eager, filósofo, literato y sempiterno borracho que parece ahogar en alcohol su indignidad y su sumisión al mal con quien le liga una relación de amistad que no acaba de explicarse en la historia y que vagamente recuerda a la función del esclavo romano que le recordaba a César que era mortal en el desfile del Triunfo. Sus intervenciones se cuentan por secuencias maestras, y llega a un final apoteósico dividido en dos partes que no describo por respeto a los espectadores que aún no hayan visto esta película que discurrirá ante sus ojos como una exhalación, porque tiene un ritmo endiablado y muy escasos remansos psicológicos que, cuando aparecen, se elevan a niveles de excelencia que parecen incluso impropios de una película de gangsters, como ocurre cuando la tensa relación entre el galgo que “hereda” se convierte en una relación de profunda y hermosa amistad que consuela al hampón frente a unos sentimientos ante los que se siente indefenso, como le recuerda su amigo y sicario interpretado por Van Heflin, ganador de un Oscar por ese papel tan difícil como determinante en la trama, porque actúa como el líquido reactivo que descubre la fragilidad emocional de quien ha hecho de la frialdad y el beneficio económico normas de vida. Con la implicación figurada de la hija del fiscal en el supuesto crimen, este cede para que se abra el canódromo que va a mover unas apuestas y unas rivalidades entre bandas que llenarán de violencia la ciudad. Está claro que el peso de la película lo lleva Robert Taylor, joven, apuesto y decidido, amén de inteligente, y la cámara lo sigue y lo mima con una fotografía espléndida que acentúa ese contraste de luces y sombras que encarna el propio protagonista, el que hubiera coronado la cima más alta si hubiera sabido escogerla, como concluye su sicario alcoholizado. La película reúne los alicientes clásicos de las mejores películas de gangsters, pero LeRoy sutiliza los conflictos de diversa naturaleza que acosan al protagonista y consigue, además de una película de acción, una reflexión sobre la complejidad de la naturaleza humana.

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