jueves, 19 de diciembre de 2019

«La mujer y el monstruo», de Jack Arnold o una cima de la serie B.



Un clásico del cine fantástico «con monstruo» y un debate entre el rigor de la ciencia y la depredación capitalista.

Título original: Creature from the Black Lagoon
Año: 1954
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jack Arnold
Guion: Harry Essex, Arthur A. Ross
Música: Joseph Gershenson
Fotografía: William Snyder (B&W)
Reparto: Richard Carlson, Julia Adams, Richard Denning, Antonio Moreno, Whit Bissell, Nestor Paiva, Ricou Browning.

De vez en cuando conviene volver a las viejas glorias del cine fantástico, películas a las que en algunas ocasiones como la presente quizás hemos tardado en regresar más de 40 años… La «reserva» de Filmin nos permite realizar ese camino con el gozo de quien, al hacerlo, no solo busca «recuperar» la película en cuestión, en este caso La mujer y el monstruo, sino, sobre todo, la mirada del niño asombrado que se estremeció al verla.
La presente, obra de Jack Arnold, en cuyo haber figura nada menos que otros clásicos, como  las inmortales El increíble hombre menguante, y Vinieron del espacio, explora una leyenda, la del hombre pez, que figura en muchas tradiciones y, por supuesto, en las diferentes  mitologías.
El cruce de la perspectiva científica con el interés exhibicionista del capitalista que invierte en la expedición y que quiere «resultados» que puedan convertirse en negocio que rentabilice la inversión, aparece, en la historia que nos cuenta la película, como uno de los motores de la narración. Con él se cruza la relación amorosa de dos científicos que «ni tienen tiempo para contraer matrimonio» y que reprimen, en consecuencia, sus experiencias amorosas, a pesar de lo talludito que es él, por cierto.
Enseguida, en cuanto la exploración por el Amazonas llega a la laguna negra, objeto de leyendas folclóricas que hablan de su peligro, emergerán otras conflictos entre los que destaca el del respeto científico a las nuevas formas de vida que acaban encontrando frente al afán defensivo/exterminado del conseguidor de trofeos.
Estamos hablando de una película de ambiente submarino y, por lo tanto, de una realización que se recrea en unas bellísimas filmaciones bajo el agua, como el «encuentro» entre la protagonista y la «criatura» o el «monstruo», según con qué ojos se le contemple, cuando ambos nadan en paralelo, ella por la superficie, él bajo ella, sorprendido por esa nueva clase pez a la que identifica enseguida como pez hembra, por supuesto. Está claro, aunque se de un modo bien casto, el erotismo que emana de la única mujer de la expedición, resaltado, además, por un bañador que lo acentúa de tal manera que despierta la bella en la «bestia» una atracción paralela a la de Fay Wray en King Kong, si bien aquí la interacción entre la bestia y la bella es ínfima.
La aparición temprana de la criatura en su totalidad, no solo las garras que amenazan a los exploradores, le resta cierta magia a la película, pero esta es una impresión actual, dado el desarrollo extraordinario de los efectos en el cine, muy lejos de aquellos entrañables monstruos de Ray Harryhausen; aun así, las reacciones instintivas del hombre-pez logran reconciliarnos con la verdadera dimensión poética de la situación.
La puesta en escena, en estas películas, condiciona sustancialmente su pertenencia al género y facilitan la aceptación o provocan el rechazo del público. Está claro que la jungla amazónica llena de sonidos inquietantes, de amenazas constantes y de la sensación física de adentrarse en un espacio ignoto del que se desconoce casi todo sitúa al espectador en la única empatía posible: con los expedicionarios. Es entre ellos, pues, entre quienes se dirime la verdadera lucha: acercarse a un fenómeno extraordinario de la naturaleza con el respeto científico que tal hecho vital exige o intentar capturar esa nueva manifestación de vida para exhibirla como un trofeo ante los ojos asombrados del mundo “civilizado”, siguiendo el esquema de King Kong. ¡Qué hermosa lección de temprano ecologismo nos da la respetuosa actitud de los científicos, frente a los especuladores que solo por el interés financian tan loables investigaciones!
Contemplada a tantísimos años vista, hay una ingenuidad en los planteamientos y en las situaciones que suscitan hasta un punto de ternura por estas aventuras fílmicas tan llenas de noble entusiasmo. El reparto cumple a la perfección con su cometido y la «criatura», tras cuyo rostro de pez cuesta mucho adivinar la inteligencia, enseguida nos cautiva y deseamos que nada malo le ocurra, como sucede con la de la película de Guillermo del Toro, La forma del agua, que se inspira inequívocamente en la presente, pero a la que supera de forma apabullante.
Sí, uno se reconcilia con su mirada infantil y es capaz de retrotraerse a la magia que vio en la pantalla y que le hizo seguir con el ánimo en vilo el destino de los aventureros y el de la propia criatura.
La película tuvo tal éxito de público que obligó a rodar dos secuelas, la primera, aún dirigida por el propio Jack Arnold, y la segunda ya por otro director.
Aún estábamos en la época milagrosa en la que un buen número de películas de serie B, como esta, ascendían en el favor del público a la condición de la serie A, con pocos medios, pero con una enorme maestría en la dirección de las mismas, como es el caso de Jack Arnold. ¡Imprescindible!

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