Dos muestras del mejor Ford para un programa doble que va
del western icónico a la tragicomedia costumbrista o cómo John Ford es todo un
mundo único y privilegiado del Séptimo Arte.
Título original: Stagecoach
Año: 1939
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Historia: Ernest Haycox)
Música: Varios (canciones populares americanas siglo XIX)
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: John Wayne, Claire
Trevor, Thomas Mitchell, Andy Devine, George Bancroft, Donald Meek, Louise
Platt, John Carradine, Berton Churchill, Tom Tyler, Tim Holt.
Título original: The Sun
Shines Bright
Año: 1953
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Laurence Stallings
(Historia: Irvin S. Cobb)
Música: Victor Young
Fotografía: Archie Stout
Reparto: Charles Winninger,
Arleen Whelan, John Russell, Stepin Fetchit, Russell Simpson, Ludwig Stössel,
Francis Ford, Paul Hurst, Mitchell Lewis, Grant Withers, Milburn Stone, Dorothy
Jordan, Elzie Emanuel, Henry O'Neill, Slim Pickens, James Kirkwood, Ernest
Whitman, Trevor Bardette, Eve March, Hal Baylor, Jane Darwell, Ken Williams,
Clarence Muse, Mae Marsh.
Es un atrevimiento, lo sé,
escoger dos peliculones de Ford para hacer una reseña que, si siguiera plano a
plano de las decenas de ellos que debería comentar, sería la más larga de la historia de las
críticas cinematográficas, porque estamos ante dos obras maestras. Una de
ellas, célebre y tan amada por el gran público como por los cinéfilos, La
diligencia; la otra, quizás desconocida para el gran público, y solo
valorada por una parte de los cinéfilos, no todos, aunque ha de decirse que
aquí el aval de su notoriedad nos lo ofrece el propio Ford, que la consideraba
una de sus mejores películas, si no la predilecta: El sol siempre brilla en
Kentucky.
Ford
dirigió más de 140 películas, y unas 60 de ellas en la época muda, lo que
significa que “haber visto su obra” exige una dedicación cuyo sujeto aún estoy
por conocer. Pensemos que antes de adoptar su definitivo nombre profesional -a él
le horrorizaría que alguien se refiriera a él como «nombre artístico»-, John
Ford, dirigió 43 películas en las que firmaba como Jack Ford, que era el hipocorístico
con el que lo trataba su familia. Confieso que, andando el tiempo, y al ritmo
que voy viéndolas, no me importaría tener esa medalla en mi historial de
aficionado: haber visto “la filmografía completa” del maestro (de momento llevo
28, pero ahora que tengo “un objetivo”, es posible que esa cifra vaya creciendo
sustancialmente, porque siempre es el momento oportuno para ver “un Ford”).
Es evidente que en tan ingente cantidad de
películas ha de haber de todo, pero solo he de decir que la que Ford
consideraba la peor de cuantas había dirigido, The world moves on («Paz
en la Tierra»), a mí me parece llena de aciertos. Él, sin embargo, renegó de
ella, aunque no llegó a exigir que se retirara su nombre de los títulos de
crédito, como sí han hecho otros directores de menor talento que el suyo. En
sus errores y en sus aciertos, Ford siempre se consideró un “artesano”, no un “artista”,
y de ahí el eminente valor de su trabajo.
Me he extendido en la
introducción, quizá en parte porque La diligencia es una película que
tendrán fijada en la retina los buenos aficionados al cine. Es un western -él,
Ford, se presentaba así: Soy John Ford y dirijo westerns…-, pero va
mucho más allá de los simples esquemas argumentales de ese género para
ofrecernos un depurado estudio de psicologías muy diversas que coinciden en una
suerte de espacio cerrado donde acaban generando un microcosmos en el que vemos
lo peor y lo mejor de los seres humanos, sobre todo en circunstancias
difíciles. Que la diligencia, un icono del género, sea el espacio elegido por
el director para encerrar a esos seres como si se tratara de un laboratorio en
el que experimentar con las pasiones humanas, permite un ejercicio de estilo
para los encuadres que sorprenderá a quienes crean que el cine de Ford es
esencialmente narrativo y que desdeña la descripción y los entresijos psicológicos
de los personajes: la película, en ese espacio, progresa a través de miradas,
pequeños gestos, silencios, y un sinfín de reacciones que perfilan con
precisión de cirujano las almas nobles y perversas que viajan en ese teatro del
mundo ambulante en que nos sumerge Ford.
Arranca la película con la «expulsión»
del pueblo de una prostituta y la huida de un doctor borrachín que ya no puede
pagar su alojamiento: ambos son los «héroes» escogidos por un director a quien
siempre se ha calificado de ultraconservador y en quien yo siempre he visto una
piedad y una solidaridad con los fracasados y los marginados sociales que ya me
hubiera gustado ver en otros directores de reconocida «militancia izquierdista».
Un enigmático jugador profesional, un representante de güisqui, un banquero que
huye tras robar su propio banco, la mujer embarazada de un militar con quien
quiere reunirse y, a mitad de camino, la aparición de un fugado de la cárcel,
Ringo, que se dirige a Lordsburg, el
destino de la diligencia, para ajustar cuentas con los asesinos de su padre y
de su hermano , además del bonachón conductor y del sheriff que quiere detener
a Ringo, el fugado, completan la nómina de una suerte de road movie a lo largo
de la cual, con sus diferentes paradas de avituallamiento, se nos ofrecerá una
disección psicológica notabilísima que nos atrapará de un modo absoluto. Ford
se caracteriza, además de por sus deslumbrantes soluciones visuales, por la
picardía y el ingenio de unas réplicas que nos permiten, indirectamente,
acercarnos a su propia manera de entender el mundo. ¡Qué actualísimo resulta el
discursito del director del banco que reclama una «América para los americanos»,
poco menos que el America first de Trump, y una política económica «que no
grave con impuestos la actividad comercial»… La respuesta del doctor borrachín
-cuya intervención, posteriormente, será decisiva para ayudar en el parto a la
estirada pasajera que desprecia moralmente a Dallas, la prostituta, de quien,
por el contrario, acaba enamorándose Ringo, el joven campesino arrastrado por
la venganza- es antológica: Más cogorzas, es lo que necesita este país…
En labios de un fracasado, pudiera parecer una justificación de la sordidez,
pero frente a quien lo dice es una exaltación de la auténtica libertad. También
es recriminado, el doctor borrchín or ir fumando un puro que molesta a la
señora embarazada, y el pobre hombre tiene una respuesta magistral: Soy tan
indulgente conmigo mismo, que nunca creo que pueda molestar a los demás…, y
acto seguida, claro está, se deshace del Agente intoxicador…
La diligencia es la primera película
rodada por Ford en Monumental Valley, un territorio que haría suyo para otras
películas tan o más importantes que La diligencia, como Pasión de los
fuertes, sin ir más lejos, y en ambas hay no pocos planos que se repiten,
como no podía ser de otro modo. Recordemos, a título cinéfilo, que en la
continuación de Amanece que no es poco, de Cuerda, Tiempo después,
es el paisaje de Ford, este de Monumental Valley, el que vemos fuera del edificio/estado en el
que transcurre la acción. La épica del género -aunque aquí nos movamos más en
el cine psicológico que en el de acción- tiene en esta puesta en escena natural
una seña de identidad imprescindible, y Ford sabe explotar la simbiosis
paisaje/aventura humana de un modo excepcional. Cada uno tendrá sus planos, está
claro, porque no hay ni uno solo que no se haya rodado con una precisión y una
intención que convierten la película en una suerte de lección cinematográfica
que ha de ser vista para poderse dedicar al oficio, pero hay uno en que la diligencia
ha de remontar una suerte de duna, girando levemente hacia la derecha, al
coronarla, que exige un esfuerzo de los caballos perfectamente encuadrado por el
director, y que transmite una belleza más allá de los gustos particulares. Ya
digo, no es un plano fundamental en el desarrollo de la acción, está claro,
pero si en un plano «de transición» Ford es capaz de conseguir semejante
belleza, no nos extrañamos de que otros, como la presentación de Ringo, con un zoom
de acercamiento al rostro del personaje que no excluye un desenfoque que suena
a error convertido en acierto, rezumen tantísima emoción y belleza.
Esa
presentación de Ringo es algo así como una epifanía, porque Ford descubrió en
Wayne un actor fetiche, y aquí está tratado con honores de gran estrella, a
pesar de su juventud e inexperiencia. De hecho, fue el inolvidable secundario, Thomas
Mitchell, quien se llevó un Oscar por la película. El plantel de actores es espectacular,
porque todos ellos, sin excepción, contribuyen a ese poderoso realismo de Ford,
conseguido gracias a sus buenos repartos y a la aparición de auténticos
devoradores de pantalla, como el propio John Carradine, que compone un
personaje de tahúr entre vampírico y galán algo más que notable.
Los hipotéticos lectores de
estas líneas acabarían odiándome, si sigo desgranando las infinitas virtudes de
una película de la que ignoro qué número ocupa en esas clasificaciones de las
mejores películas de la Historia del cine, pero a buen seguro que debería figurar
en los más altos puestos. Por eso acabo
con una anécdota que me ha facilitado un crítico en Filmaffinity: el plano de
las cartas que abandona sobre la mesa de la partida de póker uno de los tres
hermanos a quienes busca Ringo, doble pareja de ochos y ases, es llamada en el
argot de los jugadores «la mano del muerto», lo que implícitamente, con una
refinada prolepsis, nos viene a indicar que los tres hermanos no e van a librar
de que les dé Ringo su merecido, como en efecto sucede. La historia es propia
de los muy aficionados al mundo legendario del western. Un pistolero, jugador e
incluso Marshall, James Butler Hickock, más conocido como Wild Bill fue
asesinado por la espalda en plena partida cuando tenía esas cartas en la mano.
A diferencia de la película
que acabamos de ver, El sol siempre brilla en Kentucky podríamos
incluirla en ese otro género que cultivó Ford, a medio camino entre la comedia
y el melodrama, con una delicadeza y una sabiduría proverbiales. En la vida
cotidiana de pequeñas comunidades con personajes muy marcados, en este caso un
juez, el juez Priest, un excombatiente sureño, que aspira a la reelección frente
a un yankee que parece haberle comido el terreno electoralmente, Ford se
mueve con una soltura que parece velar las poderosas corrientes sociales de
fondo que siempre se agitan en sus películas, sean lo livianas que
aparentemente puedan parecer que son. La película puede considerarse, al
parecer, un remake de otra que había
dirigido Ford con el mismo persona El juez Priest, de 1934, y que aún no he visto,
aunque ya dije antes que me he puesto la tarea de verlas todos, luego ya
volveré a esta crítica en su día para confirmarlo o desmentirlo. El tono
vitalista, amable y hasta cierto punto estrafalario que rige la ida de muchos
de los personajes de la película no esconde, como decía, que la trama nos
ofrezca verdaderos momentos espectaculares, como la infundada acusación de
abusos sexuales a una niña blanca por parte de un adolescente negro que
simplemente pasó por el lugar de los hechos. Retenido en la cárcel, mientras se
sustancia la investigación pertinente, los hombres del pueblo se presentan en
las puertas de la prisión para linchar al joven negro. En ese momento se obra
una de esas maravillas de las películas de Ford -¡él, a quien incluso se le tildó
de racista!- y asistimos a una secuencia inmortal en la que el juez, solo ante
los linchadores, traza una línea en la arena con su paraguas y, desenfundando
una pistola, amenaza con matar a quien la traspase en defensa del principio de
la legalidad y del juicio justo que habrá de tener el inculpado, sea negro o
blanco. ¡Fantástica, la escena! Y preciso y contundente el modo como la
oratoria de un juez punto de ser «descabalgado»
de su representatividad institucional por la elección que se celebra a
los pocos días construye un alegato en defensa de la Justicia frente a la
arbitrariedad del tomarse «la justicia por su mano» de las multitudes. No
olvidemos, sin embargo, que estamos ante una comedia, en su mayor parte, y que
las sesiones del tribunal donde imparte justicia el juez son literalmente
desternillantes, así como la asociación de excombatientes sudistas a la que él
pertenece y que, sin embargo, no interfiere en su concepto de país unitario: Un
país, una bandera, defiende él cuando los abolicionistas reclaman que les ha
sido robada una bandera. Su discurso, «no hagamos política», dice, superando el
conflicto entre ambos bandos es un modelo de integración política que no está
reñida con el poderoso sentimiento de pertenencia a los vencidos Confederados.
A lo largo de la trama acabará imponiéndose un segmento narrativo en el que se
nos habla de la llegada al pueblo, para morir en él, de la madre de la maestra,
quien ha crecido siempre en la ignorancia de quiénes fueran sus verdaderos
padres. La revelación de ese amargo secreto constituye un hilo narrativo de la
película muy potente, dada la condición de meretriz de la madre. Charles
Winninger interpreta al juez Priest en su único papel protagonista, en la línea
interpretativa del otro gran actor que interpretó la primer versión, Will
Rogers. Ford siempre ha tenido predilección por ese tipo de actores que parecen
haber nacido, para engrandecer cualquier película desde su admirable función de
secundarios de lujo, y siempre, a lo largo de su vida director, supo elegir a
los indiscutibles que alguna vez, como en este caso, se aupaban a un
protagonismo que acaso hubieran merecido mucho antes. La película, de ambiente
sudista, está llena de escenas cotidianas contempladas desde la perspectiva de
un humor socarrón y nada agresivo que satisfará sin duda a quien decida verla
-está en Filmin, la mejor plataforma para ver el mejor cine-. Es famoso el
cortejo fúnebre que recorre el pueblo tras el ataúd de la prostituta,
finalmente honrada y enterrada con toda pompa y circunstancia por decisión del
juez; un cotejo al que se van sumando los protagonistas para acabar con una
ceremonia en la que los espirituales negros añaden una banda sonora
espectacular.
¡Qué habilidad, la de Ford,
para conectar con el espíritu popular y tocar la auténtica fibra de la
sensibilidad, que no del sentimentalismo vacuo o grandilocuente! Aunque suene a
desatino, hay un cine popular español, de los años 40 y 50, que a mi modesto
entender, ha bebido de esa manera fordiana de tratar los asuntos sociales, y ahí
está, como antes destaqué, el homenaje de Cuerda en su última película. Se vea
como se vea, nadie que se siente a verla quedará decepcionado y sí con el
regusto de haber visto una obra maestra de los auténticos buenos sentimientos y
del espíritu de Justicia, que no una muestra banal del buenismo que todo lo
pudre en nuestros días.
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