El beso del asesino o la construcción de un estilo como
camino a la perfección…
Título original: Killer's Kiss
Año: 1955
Duración: 67 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kubrick
Guion: Stanley Kubrick
Música: Gerald Fried
Fotografía: Stanley Kubrick (B&W)
Reparto: Frank Silvera, Irene Kane, Jamie Smith, Ruth Sobotka, Jerry
Jarret, Mike Dana, Felice Orlandi, Ralph Roberts, Phil Stevenson, Shaun
O'Brien, Barbara Brand, David Vaughan, Alec Rubin.
He tenido
que entrar en el archivo del Ojo para cerciorarme de si había escrito o
no la alborozada critica sobre el segundo largometraje de Kubrick, una obra que
aún no había visto y que nos había dejado maravillados a mí y a mi Conjunta,
porque hemos seguido, con mucha atención, el proceso de gestación de un estilo
cinematográfico que iba a llevar a su director, años después, a ocupar uno de
los lugares de privilegio en la nutrida historia de genios del séptimo arte. No
se trata de un caso deslumbrante, como el del joven superdotado Orson Welles, cuya
csi prematura genialidad maravilló a todo el mundo, sino del empecinamiento en
la forja de una manera de hacer que ha rozado, desde esta mismísima película,
el ideal de la perfección. Ya critiqué aquí su primer intento, con fondos
familiares; del mismo modo que este segundo lo fue con el de familiares y
amigos: 13.000 $ costó Miedo y deseo y 40.000 El beso del asesino.
La película llamó la atención de un productor de la NBC quien, aliado con Kubrick, produjeron Atraco perfecto con un presupuesto de 320.000$, que llamó la
atención de Kirk Douglas, con quien se aliaría para dirigir Senderos de gloria,
¡nada menos!, que subió casi hasta el millón de dólares…
Pues
bien, esa «escalada» hacia la gloria tiene en El beso del asesino una
película que en modo alguno desmerece de las dos que le siguieron
inmediatamente, pero tampoco de las que iría haciendo después en una de las carreras
cinematográficas más interesantes e innovadoras de la Historia del Cine. Se
trata de una historia sencilla, contada con un flash back que acaba enlazando
con el presente para cerrar la historia en el andén de una estación, una
historia narrada por el protagonista, un desconocido Jamie Smith, que luego
formaría parte de la compañía de Orson Welles, por cierto, y que nos cuenta
cómo entró en contacto con la vecina del edificio de enfrente de su patio de
vecinos, a quien «observa» desde la oscuridad de su modesta habitación y con
quien entra definitivamente en contacto cuando un conocido de ella la golpea y
él decide intervenir para salvar a la chica. Estamos hablando de una actriz,
Irene Kane, de tan brevísima carrera cinematográfica como imponente es su
belleza e intensa su mirada, en conjunto una actriz propia del cine de Bergman.
Gloria Price es el nombre del personaje, y parece enterrar una suerte de
anagrama que define la narración: «Ella es el precio de la única gloria» para
un boxeador fuera de forma que es severamente castigado en un combate que
supondrá su retirada de los cuadriláteros. Ella, por su parte, trabaja como taxi-dancer
en un club de sórdido ambiente cuyo dueño la ha escogido como «su» chica, a
pesar de que ella no está dispuesta a seguir ejerciendo como tal, lo cual es la
razón de la agresión que sufre y de la que su vecino la intenta librar.
El
modo como empieza la película es definitorio de los terrenos estilísticos por
los que va a transitar Kubrick para una historia en la que buena parte de sus
virtudes radica en la puesta en escena milimétrica y en la selección de los
espacios. Los dos vecinos bajan cada uno por su escalera y se encuentran al
comienzo del breve tramo que los lleva hasta la acera, donde un cochazo
descapotable espera, ¿a quién de los dos?, da a entender el plano cenital que
los coge a ellos de espalda mientras llegan hasta el coche, pero ya sabemos que
es a ella, porque el apoderado del boxeador le ha dicho que tiene su coche roto
y que no lo puede pasar a recoger. Ella entra en el coche y él se pierde, no sin
volverse a mirar con quién se va la vecina, escaleras abajo por la estación de
metro del barrio donde vive, Queens.
El montaje
paralelo nos ofrecerá la «actividad» de cada cual, ella, entreteniendo
bailarines bajo la atenta mirada de los matones el local que impiden cualquier
intento de abusar de la intimidad de las taxi-dancers, y él enfrentándose
en combate a un rival que acabará noqueándolo. Hablamos, pues, de dos
perdedores natos en una gran ciudad inmisericorde si no se tienen recursos. En
el momento de las confidencias entre derrotados, cuando empieza a nacer una
inclinación mutua entre ellos, ella le cuenta la dramática historia de su
hermana Iris -atentos al simbolismo de los nombres…-, que renunció su carrera como gran bailarina para casarse a
gusto de sus padres aunque en el contrato matrimonial se estipulaba que ella
dejaría su carrera profesional para ser «exclusivamente» la esposa de su
marido. La historia se cuenta sobre las sobrias y bellas imágenes de un solo de
ballet interpretado por quien en esos momentos era la segunda esposa de Kubrick:
Ruth Sobotka.
El proceso
de aproximación de los dos vecinos no tarda en fraguar como relación que los
unirá para aceptar la invitación de unos tíos del boxeador para que se instale,
con ellos, en el rancho que tienen, una manera bien directa -porque habla con
el sobrino justo después de haberlo visto perder en la televisión- de
proponerle una nueva vida.
Hay
que reconocerle a Kubrick que había aprendido a la perfección la lección magistral
de tantos clásicos del cine negro, algo que volvería él a demostrar con su
siguiente y exitosa película: Atraco perfecto. La que ahora comento pasó
sin pena ni gloria por la taquilla y ganó justo lo suficiente para devolver los
préstamos generosos que habían ayudado a financiarla. Parte de esos códigos es
el uso de la luz y el blanco y negro tan contrastado, obviamente, pero
propiedad de Kubrick son los planos y la selección de escenarios que, como
ocurre en el desenlace, cuando se mueven por una zona de fábricas desierta,
consigue momentos de cine verdaderamente espectaculares, csi orwellianos. Tengamos presente que
la «novia» es secuestrada por los matones del jefe del club justo cuando los protagonistas habían decidido «emprender juntos una nueva vida». Él arriesgará su vida
por salvarla, por más que, cuando el boxeador es sorprendido por los matones y
golpeado hasta dejarlo a las puertas de la muerte, observa, al volver en sí,
cómo la mujer se «rinde» a su jefe y lo besa apasionadamente para congraciarse
de nuevo con él. Un doloroso momento que los planos en contrapicado acentúan aún
más.
La
historia se complica cuando queda con su apoderado en la puerta del club donde
trabaja ella para darle al boxeador la parte de la bolsa que le correspondía
por el combate. Es confundido con él por los matones. quienes matan al apoderado
en un callejón en el que las sombras de los personajes se agigantan sobre las paredes
en puro alarde de virtuosismo expresionista; del mismo modo que la escena que
aparta al protagonista de esa puerta donde espera que baje su novia, la de un
par de bromistas urbanos que le roban la bufanda y escapan a la carrera parece
preludiar el primer largometraje del mejor Cassavetes, Shadows.
Antes
del desenlace, a título de anécdota, tiene lugar una persecución por esas
fábricas en parte abandonadas, en parte ocupadas, que acaba dando con los
protagonistas del enfrentamiento, el dueño del club y el boxeador, en una sala
donde se almacenan maniquíes y donde tendrá lugar la lucha que desenlaza esa
parte de la historia. ¡Magnificas secuencias! Pues bien, en nuestro cine patrio,
José María Forqué incluye en su película Usted puede ser un asesino,
solo 5 años después de esta maravilla de Kubrick, una secuencia con el mismo
escenario de maniquíes y también con un asesino armado: ¿coincidencia? ¿homenaje? Ahí queda
reseñada esa curiosa circunstancia. La película de Forqué, divertidísima, por supuesto.
La de Kubrick, como todo lo suyo, la quintaesencia del perfeccionismo. Aunque también podríamos hablar de cómo parece haber influido en su planificación del contacto visual entre los vecinos el reciente estreno, un año antes, de La ventana indiscreta, de don Alfredo...
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