Un indiscutible lowlight
del cine negro usamericano: Dick Powell y Dmytryk llevaron a la perfección los
códigos del género.
Título original: Murder, My Sweet
Año: 1944
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: John Paxton (Novela:
Raymond Chandler)
Música: Roy Webb
Fotografía: Harry Wild
(B&W)
Reparto: Dick Powell, Claire Trevor, Anne Shirley,
Otto Kruger, Mike Mazurki, Miles Mander, Douglas Walton, Don Douglas.
Farewell, my Lovely, de Chandler, fue la apuesta de la RKO con un
actor, Dick Powell cuyo solo nombre consiguió que a Dmytryk le saliera un
sarpullido que, finalmente, desapareció en cuanto la palabra acción guio los pasos del actor por una trama enrevesada pero
filmada magistralmente y actuada con una solvencia difícilmente imaginable para
el director. Lo mejor, para Powell, es que las interpretaciones clásicas
llegarían después de la suya: Bogart y Mitchum, aunque también otras que no
resisten la comparación con la suya: Gould, Garner, etc. Powell, así pues, solo
tenía que hacer frente a un Marlowe, el primero, encarnado por el elegantísimo George
Sanders, muy alejado de él físicamente,
en la película The Falcon takes over,
de Irving Reis, que iniciaba un ciclo de películas dedicado al detective Gay
Lawrence, El Halcón, del que incluso Dmytryk llegaría a rodar una entrega. La película de Reis, curiosa, más propia de
serie B que de otra cosa, se basa muy libremente en la novela de Chandler,
puesto que se basa en una adaptación teatral de la misma que ni siquiera
considera necesaria la aparición de Marlowe, quien es sustituido por ese Halcón
más próximo a Sherlock Holmes si lo comparamos con la adaptación de Dmytryk..
Powell tenía, por lo tanto, el camino
libre para “marcar” la impronta del detective que quedaría en la retina de los
espectadores, y consiguió una composición del personaje muy acertada, sobre
todo porque, a diferencia de otras posteriores, Powell acentuó la vertiente
irónica del personaje y su debilidad física, como no podía ser de otro modo
cuando el enamorado gigantón sin luces, Moose Malloy, se le presenta en la
desvencijada oficina donde sobrevive para encargarle que encuentre a una mujer,
una aparición, por cierto, totalmente icónica en el cine negro, porque la
cámara enfoca al detective, de espaldas
y con los pies sobre la mesa, cuando se desvía apenas unos milímetros y aparece
el gigantón Moose Malloy reflejado en la contraventana, literalmente como una “aparición”
de espectáculo de magia… A partir de ese momento, y por una larga serie de pistas
enrevesadas, Marlowe se ve metido en un asunto familiar, robo de valiosas joyas
incluido, que enfrenta a la hija de
quien se ha casado en segundas nupcias con una femme fatale (Claire Trevor) quien, habiendo cambiado de identidad,
trata de protegerse en compañía de compinches tan poco recomendables como un
mentalista, Jules Amthor, quien, aliado con un psiquiatra que trafica con
drogas, el doctor Sonderborg, tratará de deshacerse del detective manteniéndolo
drogado en un sanatorio mental del que,
finalmente conseguirá escapar. Las escenas de la locura inducida de Marlowe,
con telarañas que lo rodean, como si se tratara de un delírium tremens inducido
por drogas, son magníficas. A estas alturas de resumen, el lector andará tan perdido
como se siente el espectador ante las vueltas y revueltas de una trama en la
que van apareciendo personajes de difícil encaje en una narración lineal con
voluntad de transparencia. Recordemos que la película comienza con un interrogatorio
de la policía a Marlowe, quien aparece en pantalla, enigmáticamente, con los
ojos vendados, y sin que ello parezca
que forme parte de algún sádico ritual de torturas. Lo cierto es que el teniente
de policía encargado de la investigación de la muerte en la que se ve envuelto
Marlowe cuando es contratado para “proteger!” una entrega de dinero en la que
resulta asesinado su cliente, es la perfecta imagen del punto de vista de los
espectadores, porque las sucesivas narraciones de Marlowe acaban llevándolo a
la desesperación, a medida que aumentan los cadáveres. Mientras que en El Halcón inicia el vuelo la acción
transcurre en un ambiente sofisticado, la estética de Historia de un detective nos ofrece una puesta en escena más propia
de las películas del género, como ese plano de la escalera que “asciende” hacia
el antiguo local donde actuaba la cantante Velma, la entrevista con la viuda
del dueño del local, donde Marlowe consigue, animando a beber a la vieja dama,
una fotografía de Velma o la propia oficina del detective, destartalada. Los
Angeles, sobre todo al inicio de la película, con sus neones, recuerda las
películas propias de Nueva York y su
ajetreo de veinticuatro horas ininterrumpidas. NO hay muchos exteriores, pero aparecen
esos mismo neones como decorado de fondo o a través de las ventanas, como en la
comisaría. También aparece la sofisticación de los ricos, como la mansión de
quien ha sufrido el robo del jade extremedamente valioso. La actuación de
Marlowe ante cada uno de los personajes que se van presentando ante él como si
él hubiera puesto un anuncio en la primera plana de los dominicales de la prensa…
nos ofrece un repertorio de respuestas adecuadas a cada uno de ellos, si bien
es en la narración en off del protagonista, acompañando, por ejemplo, las
excelentes imágenes de la pesadilla en la que entra cuando el mentalista se
deshace de él para ingresarlo, a continuación en el sanatorio mental, donde la película
adquiere una dimensión estética que va más allá del clásico noir para
adentrarse en terrenos propiamente hitchockianos. El monólogo mediante el que
se interpela a sí mismo para saber si es capaz de lograr salir del estado de
inducción lisérgica en que se encuentra es un magnífico botón de muestra de la
ironía desengañada que atraviesa toda la película. Supongo que habrá opiniones
para todos los gustos, pero Powell compone, a mi entender, el mejor Marlowe
posible. Ese que encaja con sobriedad admirable el piropo de la femme fatale
que lo pilla en camiseta de tirantes que marca la barriguita de le felicidad
aseándose en el lavabo…, por ejemplo; el mismo que sortea como puede la
relación constante con el matón Moose Malloy a lo largo de los diferentes
capítulos de la película, porque los personajes se agrupan en centros de
relación cuya interdependencia va aclarándose poco a poco, hasta el desenlace
final. El uso de la iluminación, una marca de la escuela de la RKO, en la que
el director de fotografía Harry Wild tiene una gran responsabilidad, contribuye
sustancialmente a las señas de identidad de este thriller de Dmytryk que ningún
aficionado al género debería perderse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario