Entre la guerra bacteriológica y la perturbación mental, Bug, del jovencito septuagenario William Friedkin, nos sumerge en las
entrañas del drama de la soledad.
Título original: Bug
Año: 2006
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Friedkin
Guion: Tracy Letts
Música: Brian Tyler
Fotografía: Michael Grady
Reparto: Ashley Judd, Michael Shannon, Harry Connick Jr., Lynn Collins,
Brian F. O'Byrne.
Me sucede casi siempre
que entro en películas de las que lo desconozco todo salvo quién la dirige o
qué actores se han prestado a participar en ella, que suelo encontrarme con «obras
extrañas », inclasificables y, como en este caso, turbadora. Bug, «insecto»,
comienza como una historia marginal: una camarera en un bar de lesbianas
vive sola en un motel cochambroso; a la salida del trabajo, su mejor amiga se
presenta con un hombre al que ha conocido en un bar y de quien no sabe nada. La
amiga se va y la camarera y el desconocido quedan solos. Poco a poco, con
enormes recelos por parte de ella, y ante la perspectiva del joven de salir a
buscar cualquier sitio donde pasar la noche, ella accede a que ocupe el
sofá. Mientras él, por la mañana, ha ido
a comprar algo para desayunar -volverá con dos magdalenas de chocolate en una
arrugada bolsita de papel- se presenta en el motel el ex de la camarera, recién
salido de la cárcel, después de haberla presionado mediante enigmáticas llamadas
de teléfono en la que no dice nada y con las que consigue desesperar, y solo en
parte, atemorizar a la joven. El presidiario le anuncia su deseo de instalarse
con ella, pero ella pretende echarlo. Él la maltrata físicamente y le roba
dinero del bolso, amenazándola con volver. El desconocido contempla la última
parte del encuentro y lamenta entrometerse en la vida privada de ella, quien,
sin embargo, insiste en que él se quede con ella, porque se siente más
protegida que estando sola frente al maltratador. Poco a poco , como era de
prever, se v estrechando la relación entre los dos y van aflorando las historias
personales, como, en el caso de ella, la pérdida de un hijo que, literalmente
le desapareció del carrito de la compra en un momento de descuido, un hecho
atroz que le ha pesado en su conciencia desde entonces como una carga
insoportable que solo le permite sobrevivir, no vivir. El desconocido, por su
parte, confiesa haberse escapado de un hospital militar donde lo tenían
retenido, en su calidad de excombatiente de la Guerra del Golfo, y como cobaya
humana para hacer experimentos de guerra bacteriológica. La unión de dos
soledades, de dos seres más tendentes a la incomunicación que a la confianza en
el resto de la especie humana, produce el milagro no sé si del amor, pero sí de
la suficiente confianza como para la unión sexual, escenas que tienen mucho de
desquite, pero también de terrible presagio, porque el exmarido los acecha.
Pero cuando el espectador cree que todo puede derivar en la narración de un triángulo
destructivo, a medio camino entre la crónica neorrealista del fracaso el sueño
americano y el thriller pasional, ¡aparecen ellos! Los bichos, los insectos,
una suerte de aradores de la sarna que, al decir del protagonista esquivo e
introvertido, le han sido inoculados en el curso de los experimentos que
llevaba el ejército a cabo con ellos como cobayas. Desde ese momento, la
película, sin perder los anteriores planteamientos, da un giro total hacia la
denuncia de los experimentos en guerra bacteriológica y del uso de cobayas
humanas con veteranos de guerra, algo sobre lo que, a propósito de la Guerra
del Golfo, no es que tenga visos de verosimilitud, sino que ha habido
documentales que han recogido casos ciertos. Como en otras películas de “invasiones”,
el esquema se reproduce al pie de la letra: aparece uno en la cama donde
duermen y, a partir de él, la “población” irá creciendo y adueñándose del
cuerpo de él, quien -¡y esas imágenes son
algo más que perturbadoras para quienes padecemos afecciones dermatológicas
agudas como la urticaria inmune, por ejemplo!- poco a poco se irá llenando de
ronchas provocadas por la imperiosa necesidad de rascarse para combatir la presencia
de los insectos. La espiral ya la pueden imaginar los espectadores, y puedo
asegurar que tiene escenas muy pero que muy duras. La irrupción, finalmente, de
los perseguidores que tratan de convencer a la mujer de que ese hombre es un
enfermo mental, un paranoico peligroso, acaba de sembrar la última duda en la
mente del espectador que asiste, relativamente desinformado entre lo que ve y
lo que oye, a un desarrollo que va alcanzando cotas de auténtico delirio a poco
que progresa la acción, en cuyo desarrollo se ha producido un cambio de
protagonismo: si en la primera parte es la camarera la que lleva el peso de la
acción, en la segunda es el misterioso visitante quien, poco a poco, acaba
ganando la total confianza en él por parte de su anfitriona, hasta el punto de
elegirlo a él frente a su mejor amiga, quien quiere sacarla de ese espacio
maldito donde la ve perderse junto a lo que le parece un desquiciamiento mental
evidente. Así pues, entre el relato de la invasión de los insectos y los efectos
de una paranoia profundísima, el espectador asiste, imantado a la pantalla, a
un desarrollo que deriva hacia lo espeluznante. La película tiene su origen en
una obra de teatro y el autor de ella es, además, el creador del guion. La
película no se resiente del escenario único ni de que todo el peso de la misma
recaiga en dos actorazos de tal magnitud como Ashley Judd y Michael Shannon, que no solo nos muestran la
fragilidad humana que los acerca, sino también la fortaleza que los une en un
mismo destino compartido hasta sus últimas consecuencias. Es, por lo tanto, y básicamente, una película
de actores, uno de esos “duelos” interpretativos en los que, cuando hay esa
química infalible del buen teatro, la pantalla se incendia. Ashley Judd,
además, que aparece caracterizada de un modo que vagamente recuerda al
personaje de Charlize Theron en Monster,
de Patty Jenkins, se supera a sí misma y alcanza unos registros
insospechados en ella, al menos por este espectador, dada su discreta carrera
profesional.Sí, por supuesto, es una película sobre “perdedores”, una visión
ácida del ideal de vida usamericano, y Friedkin ha sacado un partido extraordinario
de ambos actores. Pero en ese delirio de la invasión de los insectos, la puesta
en escena de una casa literalmente forrada de papel de aluminio por la que los
dos protagonistas se mueven, desnudos, como una inversión argumental de la
primera pareja en el infierno original, se lleva la palma, y las palmas de
quienes han aguantado hasta entonces ante la pantalla, dada la crueldad
intrínseca de la historia narrada. Lo trascendental es, comparta el espectador
la versión que comparta, de lo que les ocurre a los protagonistas, que Friedkin
ha sabido crear un relato de horror y de terror con muy pocos mimbres y una
habilidad cinematográfica extraordinaria, muy parecida, por lo reducido del
espacio, a la reciente de Habitación,
de Lenny Abrahamson. Nadie diría que esta película es obra del septuagenario Friedkin,
y sí de cualquier persona curtida en el cine indie de bajo presupuesto y
magníficas ideas. Un terrible y atractivo descubrimiento.
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