Un remake de La chienne, de Renoir -con ese actor
descomunal que es Michel Simon- y una sólida trama, no estrenada en España, en torno a una de las grandes mujeres
fatales de Hollywood: Lizabeth Scott.
Título original: Scarlet Street
Año: 1945
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección : Fritz Lang
Guion : Dudley Nichols
(Novela: Georges de La Fouchardière, André Mouézy-Éon)
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson,
Joan Bennett, Dan Duryea, Jess Baker, Margaret Lindsay, Rosalind Ivan, Samuel
S. Hinds, Vladimir Sokoloff.
Título original: Pitfall
Año: 1948
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: André De Toth
Guion : André De Toth
Música: Louis Forbes
Fotografía: Harry J. Wild
(B&W)
Reparto: Dick Powell, Lizabeth
Scott, Jane Wyatt, Raymond Burr, John Litel, Byron Barr, Jimmy Hunt, Ann Doran,
Selmer Jackson, Margaret Wells, Dick Wessel.
Es muy
probable que El ángel azul, de Sternberg, haya sido el modelo tanto de La
chienne, de Renoir, como de Perversidad, de Lang, pero un año antes
lo fue de La mujer del cuadro, del mismo Lang, de la que esta Perversidad
podría considerarse un intento de repetir el enorme éxito de la primera,
considerada una de las joyas del cine, y con razón. Lo que no podemos aceptar
es que, por repetir equipo en la fotografía y en el cuadro de actores, y en
parte sólidos motivos de la trama, Perversidad sea considerada una obra menor u
oportunista. No se trata solo de que tiene un entidad propia muy notable, con
la impronta típica del cine de Lang, y con unos encuadres formidables, sobre
todo del apartamento donde ella consuma su relación con su “chulo” ante la
impotencia del artista a punto de lograr el sueño de todos: la fama y el
dinero.
La
trama de Perversidad sigue una línea distinta, obviamente, de sus
predecesoras, excepto de La chienne, de la que sí puede considerarse remake,
y sus giros de guion, sobre todo por lo que afecta a la dimensión de la
suplantación artística -una temática que nos acerca, a la inversa sexual, al
modelo de Big Eyes, de Tim Burton-, cuando el éxito repentino de los
cuadros del cajero de una empresa hacen que se coticen como destellos de un
nuevo genio contemporáneo. El chulo, un Dan Duryea excepcional, como casi
siempre en sus actuaciones, se empeña en suplantar con su pupila al viejo
cajero y hacer creer a los críticos de arte que es ella la gran artista. El cómo
se las arreglará después para salir del embolado no es algo que a un pícaro
descerebrado le quite el sueño, desde luego. Hemos e volver atrás, sin embargo,
para advertir que una noche de borrachera en la que el proxeneta le intentaba
quitar el dinero a su pupila, apareció el «empleado modelo», que venía de una celebración
de sus muchos años de fidelidad a la empresa, para derribar al chulo e ir corriendo
a buscar al policía de barrio -¡esa figura mítico-nebulosa que han prometida en
España todos los gobiernos, el nacional y los municipales, sin que nunca hasta
hoy la hayamos visto!- para que efectúe el arresto correspondiente. Desaparecido
cuando llegan, la protagonista envía al policía por la dirección contraria de
por la que huyó su chulo, acepta un café del extraño y ahí comienza una carrera
de extorsión y engaños que culminará con la insinuación de que si el enamorado
cajero no estuviera casado…, lo cual complica la trama en varias direcciones:
el del matrimonio de él con la viuda de un policía cuyo cuerpo jamás se rescató
de las aguas donde su deber le hizo saltar, y el de él mismo con los robos a la
caja de la empresa para financiar su «aventura galante». Es posible que esté en
el recuerdo de muchos lectores esta historia llena de giros imprevisibles, pero
verosímiles, por descontado, que eleva la complicación en un tour de force del
que los guionistas salen de forma brillante. La irrupción de los cuadros, de
notable realización entre naíf y surealista, culmina en el retrato -en realidad
autorretrato, claro, porque el viejo cajero está encantado de que sea ella
quien firme sus cuadros…- de ella, que da pie a ciertas tomas espectaculares, made
in Lang. En cualquier caso, la atmósfera, la angustia generada por la
personalidad apocada y apasionada al tiempo del protagonista, un experimentado
Edward G. Robinson en un papel diríase que inventado para él, hecho a medida, y
el normal desarrollo de una trama de intriga que deriva en una trama moral,
dado el desenlace del triángulo amoroso, todo ello hace de Perversidad
una película que nada tiene que envidiarle a La mujer del cuadro, con la
que guarda obvias semejanzas, pero tantas diferencias como para ver ambas en una
excelente sesión doble.
En
este caso, esa sesión doble la he completado yo, sobre la cinta corredora, con
la visión de una película no estrenada en España, Pitfall, de un
cineasta tan peculiar como André de Toth, cultivador con éxito de varios
géneros, aunque sobresaliente en el del far west, La mujer de fuego,
en el de terror, Los crímenes del museo de cera y en el del cine negro,
como esta película lo demuestra. En YouTube puede verse en VO sin subtítulos,
pero se sigue excepcionalmente bien, porque el trío protagonista, Dick Powell,
Lizabeth Scott y Raymond Burr tienen una dicción de alta escuela que cualquiera
con un nivel medio alto de inglés puede seguirlos con facilidad. Y la trama es tan
sencilla como redonda la película, en la que el poso de nihilismo e
insatisfacción se va colando desde el inicio, cuando el marido, un agente de
seguros, sale de su casa de mal humor por tener que ajustarse a una rutina que
le tiene aburrido. A través de un detective a quien contratan para trabajos
esporádicos, entra en contacto con una mujer a quien ha de embargarle piezas
por valor de hasta 10.000 dólares, que es la cifra que la agencia de seguros le
ha de cobrar al detective.
A
partir de ese momento, la presencia radiante, misteriosa, de voz de seda
rasgada, de Lizabeth Scott se apodera de él con una fuera de seducción
directamente proporcional al aburrimiento marital que atravesaba. No se puede
esperar que el malvado Raymond Burr, a quien contrataría Hitchcock por
actuaciones como la de esta y otras muchas películas de cine negro que
cimentaron su leyenda de «villano» por excelencia, y de la que intentó
redimirse, ¡y lo logro!, con la
televisiva Ironside; no se puede esperar, digo, que el malvado Burr, enamorado
hasta las cachas de esa mujer, le deje el terreno libre a un alfeñique y empleaducho
de una agencia de seguros. A medida que la trama se va complicando, por la
insistencia del protagonista en velar a su esposa las verdaderas razones de por
qué ha sido brutalmente golpeado o por qué espera en la casa, a oscuras, que
alguien venga a matarlo, la intensidad de la película va en aumento, y la
tensión le garantiza al espectador un auténtico final dramático.
Hay en
Pitfall un gusto exquisito por la puesta en escena y, sobre todo, por un
sinfín de detalles que generan una atmosfera llena de sensualidad, temor y
angustia que contrastan con la tensión básica en la que se debate el
protagonista: una mujer bellísima y enamorada de él -un papel pequeño que Jane
Wyatt cumple a la perfección, ¡qué momentón cuando sale a la acera, advierte el
coche parado de la «rival» frente a su casa y le pregunta si busca a alguien
-con esa manera delicada y firme de leona que defiende su guarida-, antes de
que la rival balbucee que se ha equivocado de calle. En el extremo opuesto ha
de contabilizarse cuando, en un paseo en una fueraborda, la seductora Scott
invita a cambiar su puesto con el copiloto para que este, el protagonista, disfrute
de la conducción…
No
quiero adelantar nada de la trama porque la aparición súbita de un «novio» de
la protagonista a punto de salir de la cárcel la complica de tal modo que la evolución
que habíamos visto hasta ese momento pierde sentido y nos abrimos a la
posibilidad de que pase cualquier cosa. Pero eso ha de verlo ya cada cual. Como
en tantos y tantos ejemplos de cine negro, también aquí se «margina» a la policía
en todo lo relativo a lo que está sucediendo, porque los protagonistas creen
que pueden «manejar» la situación. En fin, se trata, ya se advierte, de una
suerte de película de serie B con un reparto de A y con un director de A+,
pero ignoro por qué estrechez moral de los censores no se creyó oportuno que
nos «emponzoñáramos» con tanta perversidad moral… Dick Powell, ya entrado en
años, da perfectamente el tipo de empleado hastiado y aburrido, a pesar de la
suerte de tener un matrimonio envidiable, e interpreta con total propiedad al
ser que se deja seducir por un modelo de mujer en las antípodas de la suya,
como si fuera la promesa de una vida llena de excitantes aventuras que estaba
esperando que llamase a su puerta para coger el portante y desaparecer. No es,
pues, un thriller al uso, en el que el caso se lleva todo el interés de la
trama: hay un personaje en crisis que entra en el caso y sale de él sufriendo
una transformación que no dejará indiferentes a los espectadres. Lizabeth Scott
no es una «femme fatale» al uso, porque tiene un empleo y sabe organizarse la
vida, por más que tenga la tendencia irrefrenable hacia el lado oscuro de la
vida que no le granjea sino insatisfacciones, de ahí su desengaño cuando el
príncipe azul que cree que acaba de descubrir en la figura del empleado es un
hombre casado… De Toth dibuja nítidamente los conflictos individuales de los
dos protagonistas y sabe cómo articularlos con la trama de modo que la
potencien hasta un final sobre el que, ¡faltaría más!, me niego a decir ni mu.
¡Que Vds. La disfruten!
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