El amor humano y el amor místico: el desgarro de la carne
y la fe de los limpios de corazón, los únicos que verán a dios: una obra
maesttra.
Título original: L'amore (Ways
of Love)
Año: 1948
Duración: 79 min.
País: Italia
Dirección: Roberto Rossellini
Guion: Roberto Rossellini, Tullio Pinelli, Federico Fellini.
Música: Renzo Rossellini
Fotografía: Robert Juillard (B&W)
Reparto: Anna Magnani, Federico
Fellini.
¡Qué
desacostumbrados estamos a la magia el cine verdadero, aquel que sabe explorar
los recovecos del alma, sea el de una mujer enamorada que acaba de ser
abandonada, sea el de una pastora que cree firmemente haber visto a San José,
de quien ha quedado preñada, y quien defiende a su hijo como defendió al suyo
la Virgen María frente a la incomprensión del resto de fieles de una agrestes y
hermosa ciudad italiana de la cota Amalfitana! Uno de los más grandes directores
europeos de todos los tiempos, Rossellini, pareja entonces de la actriz,
protagonista, Anna Magnani, quiso brindarle un homenaje a quien pasa por ser
quizás la más grande actriz del cine italiana, «la Magnani», una institución
como «la Callas» en la ópera, por ejemplo. Rossellini le propuso dos retos: La
voz humana, de Cocteau -en La ley del deseo Almodóvar rodó un
fragmento de ese monólogo, interpretado por Carmen Maura, por cierto-, escrito
originalmente para Edith Piaf; y El milagro, una breve historia sobre el
embarazo de una pastora pobrísima en los arrabales de la ciudad de Salerno,
llena de escaleras que parecen llevar del mar al séptimo cielo. Amor humano y
amor divino se juntan, aunque por separado, como las tópicas dos caras de la
moneda, para ofrecernos un recital interpretativo de una altura descomunal,
mejor, con todo, el segundo que el primero, al menos a mi entender.
Un dormitorio decorado con sabor a tiempos muy idos,
recargado hasta la exasperación, las voces lejanas de la calle o las cercanas
de algunos vecinos, un perro (de él), la protagonista y un teléfono. Los
amantes que acaban de romper, se entiende que civilizadamente, y se hablan
desde orillas lejanísimas, una, fingiendo una normalidad que no existe; el
otro, dispuesto a coger un tren que la aleje de ella. A lo largo de esa
conversación que sufre diversos cortes de línea la protagonista dará rienda
suelta a la vorágine de sentimientos extremos que tendrá que alternar con una fingida
entereza que se desgarra dramáticamente cada dos por tres. Medio enferma, aunque
nada sabemos de la gravedad de la afección, la escena recuerda vagamente el
final de La Traviata, de Giuseppe Verdi, una de las cumbres del
melodrama romántico. Ella, en la cama, sujetando el auricular como si tuviera sus
manos en la cabeza de él y pudiera llevarla, amorosamente, a su regazo, o agarrándolo
con una fuerza crispada que, si estuvieran sus manos alrededor de su cuello, allí
mismo lo estrangularía sin compasión, habla desde una negación total de lo que
está pasando, intentando no hacer un chantaje emocional a quien la abandona,
que la deja por «otra» -prefiguración curiosa de lo que le sucedería con
Rossellini, quien, al año siguiente, 1949, iniciaría su sonada relación con
Ingrid Bergman, quien, a su vez, sustituiría como «musa» de su cine a la
Magnani. A pesar del famoso «temperamento» y la reconocida y apreciada vena
dramática de la Magnani, el monólogo discurre con ese juego de tensiones al que
me he referido y que tan bien ejemplifica el dolor de la ruptura amorosa. Hay
un cierto tono melodramático de cine mudo en la expresividad de la intérprete,
pero ello se deriva, sin duda, del uso generoso del primer y primerísimo plano
del rostros, en el que las miradas juegan un papel tan determinante para captar
todo aquello por lo que la mujer abandonada está pasando, a una edad, además,
que no es ya ni siquiera la segunda juventud…, esto es, cuando el ideal de la
convivencia apasionada nos lleva a creer que el milagro del amor es
irrevocable.
El milagro es una narración de carácter neorrealista
-recordemos que Rossellini es el «padre» del neorrealismo, con su Roma,
ciudad abierta, también protagonizada de forma inmortal por la Magnani- que
se entra en una «infeliz» felícisima por su limpieza de corazón, la misma que, según
la iglesia, le garantiza la contemplación de dios. En este caso a quien contempla
es a un vagabundo a quien confunde con San José, interpretado ¡nada menos que
por Federico Fellini!, en su único papel, sin texto además, ante las cámaras. A
partir del «encuentro» entre la infeliz y el vagabundo, esta quedará embarazada,
sin que en el despertar de la mujer, después de su encuentro con el vagabundo
se aprecien los signos externos de una violación, por supuesto, y poco a poco
se va convirtiendo, a medida que ella proclama que el padre de la criatura es
San José, en el hazmerreír de sus crueles vecinos, quienes la hacen objeto de
las más descarnadas bromas, y la persiguen, como se persiguió siempre a los «tontos
del pueblo», de forma secular, y ello me hace recordar un texto maravilloso de
María Zambrano sobre esa figura popular del «tonto del pueblo». Zaherida y
perseguida como si fuera una alimaña, marginada incluso por los marginados con
quienes convive en la calle, entre miserias y la escasa caridad ajena, la
protagonista, con unos planos en picado de insobornable belleza, va ascendiendo
por las empinadísimas escaleras del pueblo, figuración metafórica del monte Calvario
por donde ascendió Cristo a la cruz, hacia un convento o ermita construido en
lo alto del monte en cuyas laderas se ha excavado el pueblo y donde,
finalmente, acabará dando a luz, por más que la criatura siempre queda fuera de
plano, aunque ella se saque el pecho para dárselo, todo lo cual acentúa, en
medio de ese neorrealismo de la pobreza y la mezquindad, una dimensión mística
y misteriosa, al tiempo, que deja a los espectadores en la duda de si todo ha
sido una fabulación. La santidad de la ignorancia sí que la representa a la perfección
la Magnani, y esa capacidad suya para meterse de forma tan honda en un
personaje tan marginal es una bendición cinematográfica para los amantes de las
imágenes y de la verdad que resplandece en ellas. ¡Qué interpretación tan
majestuosa! ¡Qué capacidad de llevarnos de unos sentimientos a otros, de la ira
a la compasión, de la piedad, a la solidaridad, de la caridad al amor, de la
generosidad a la inocencia, del agradecimiento al despecho…! Mi Conjunta se
preguntaba cuántos espectadores tendría hoy este documento antropológico y esta
suerte de exploración galdosiana en un personaje «mínimo» y tan «puro». No soy
capa de evaluarlo, pero sí se que todos aquellos que sufrieron el calambre
tremendo de la emoción mística con la contemplación de Ordet, de Dreyer,
verán esta segunda parte de la película de Rossellini como su alma gemela, mutatis
mutandi. Aún estoy conmovido por el
milagro cinematográfico de esta obra maestra…
No hay comentarios:
Publicar un comentario