El prodigio estético de una
aventura moral: El amigo americano de
Wenders, o la declaración de amor cinematográfico al género negro usamericano.
Título original: Der Amerikanische Freund (The American Friend)
Año: 1977
Duración: 121 min.
País: Alemania del Oeste (RFA) Alemania del Oeste (RFA)
Director: Wim Wenders
Guion: Wim Wenders (Novela:
Patricia Highsmith)
Música: Jürgen Knieper
Fotografía: Robby Müller
Reparto: Bruno Ganz, Dennis Hopper, Lisa Kreuzer,
Gérard Blain, Andreas Dedecke,
David Blue, Stefan Lennert, Rudolf Schündler, Heinz Joachim Klein, Rosemarie Heinikel, Nicholas Ray,
Samuel Fuller, Lou Castel, Daniel Schimd, Sandy Whitelaw, Jean Eustache.
Hace exactamente 39 años
que vi El amigo americano, una película
que literalmente me hechizó de tal modo que nunca me atreví a revisitarla para
no emborronar el recuerdo esplendente, y sombrío, que tenía de ella. De hecho,
a Bruno Ganz, que nos ha regalado después trabajos espléndidos -como Hitler en El hundimiento logra una de sus cimas interpretativas-
lo tengo siempre asociado a la imagen poderosa del enmarcador que se deja
seducir por el mal en aras del bien postmórtem de su familia, un argumento
novedoso en aquel entonces, y que sin embargo aún consiguió llamar mucho la
atención en el personaje de Walter White, de Breaking Bad, curiosamente. Hoy vengo
a esta crítica como si me hubiera dado un chute gigante de láudano, dispuesto a
laudar plano a plano todita la película para consagrarla como “el” thriller por
excelencia del último tercio del siglo XX. Wenders pertenece al selecto grupo
de creadores alemanes que se dejaron hechizar por lo usamericano, muchos de los
cuales acabaron viviendo en aquel auténtico Nuevo Mundo y desarrollando
carreras excepcionales, como Billy Wilder, a quien su madre llamaba Billy,
precisamente por su prousamericanismo, del mismo modo que el pintor Georges
Grosz solía vestirse como un cowboy para pasearse por las calles de Berlín o
asistir a la tertulia artística del Romanische, años antes de tener que
exiliarse a Usamérica como tantos alemanes perseguidos por el nazismo. Que en
la película de Wenders participen dos monstruos cinematográficos como Nicholas Ray
y Samuel Fuller prueba ya hacia qué estética se decanta Wenders, alumno
aventajadísimo de ambos. Aún tengo presente el efecto indescriptible que me
causó el uso del color y el encuadre en La
casa de bambú, de Fuller, lo que en mi crítica, aquí en el Ojo, titulé como
El mejor color del cine negro y ahora
advierto que he sufrido el mismo hechizo, con el color de la película de
Wenders. La renuncia al blanco y negro y el uso del color tan destacado en la
película consigue una calidez de imagen que contrasta con la sordidez de la
trama. El protagonista, un enmarcador, conoce en una subasta de arte a Tom
Ripley, marchante de un falsificador de cuadros de autores valorados pero poco
conocidos, y lo ignora con cierto desprecio. A partir de ese momento, Ripley
urdirá una trama, a medio camino de la venganza por el despecho y a medio
camino lúdica, que llevará al protagonista, aquejado de una enfermedad
terminal, a involucrarse en unos asesinatos para asegurar el futuro económico
de su familia. El puerto de Hamburgo -ignoro cómo estará hoy, después de 39
años de especulación urbanística- se me quedó en la memoria como un espacio
idealizado, tanto por la luz como por las calles y los edificios -que hoy
supongo desaparecidos…No sé, pero ni quiero lanzarme a Google maps a
comprobarlo para no dañar mi admiración- fotografiados con una sensibilidad
paisajística que me han hecho recordar ciertas imágenes inolvidables de la
reciente Mr. Turner, de Mike Leigh. Ya
he dicho al principio que no hay plano de la película, a pesar de su extensión,
que no merezca un elogio y un aplauso, lo cual me obliga a considerar El amigo americano como lo que es, algo
que raramente acontece en el mundo del cine: una obra perfecta, inobjetable. La
emoción que me ha deparado revisitar la película en la vejez, exponiéndome a
sufrir otro de esos desengaños a que solemos enfrentarnos cuando revisitamos
ciertas obras que nos apasionaron o nos influyeron de jóvenes -pongo por caso El lobo estepario de Hesse…, en la
literatura-, no solo no se ha producido, sino que doy gracias a mi grafomanía
la posibilidad de poder expresar, por imperfectamente que sea, mi admiración
por una película cuya modernidad asombra hoy como asombró en su momento la casi
precocidad del autor para conseguir una joya como esta. La carrera de Wenders,
muy dilatada, ha seguido dándonos obras que tengo en la memoria muy vivas, como
El cielo sobre Berlín, otra de sus
obras maestras y de la que ahora leo que el caprichoso Boyero, ciego por
completo, escribió una injusticia tan grande como esta: “Pretenciosa, falsa,
boba, sensiblera”; la muy reciente, Pina, un homenaje a la bailarina y coreógrafa Pina Bausch, rodada, además en
3D, con un uso de la profundidad de campo que deja alucinado al espectador,
hechizado por coreografías ya de por sí formidables; o la aún más próxima La sal de la Tierra, un biodocumental
sobre la vida y la obra del fotógrafo Sebastiao Salgado. Como se advierte por el
recuento que pongo sobre el tapete de apuestas estéticas, los intereses
cinematográficos de Wenders son tan variados como su maestría para llevarlos a
cabo, y todo ello porque ha bebido los fundamentos de su cine en las grandes
obras del cine mundial. Su película documental dedicada a Yasujiro Ozu es
prueba inequívoca del insuperable criterio estético de Wenders, de la solidez
de sus tendencias narrativas. El amigo americano
la he visto como si no la hubiera visto hace tanto tiempo, y algunos extremos
de la trama se me habían desdibujado lo suficiente como para seguir, ahora, el
desarrollo de la historia con la ansiedad que la película exige. Quizás ahora
haya descubierto lo que es posible que entonces no viera, como el indudable
homenaje a las películas del maestro Hitchcock que son las secuencias de los
asesinatos en el tren, llenas del suspense del que D. Alfred parecía tener en
exclusividad la patente. Si alguien hoy mismo me preguntara qué película debía
ver sin falta, no dudaría en indicarle que El
amigo americano. Ninguna apuesta más “moderna” en la cartelera; ninguna
historia más turbadoramente cinematográfica que la inmoral aventura criminal de
un artesano de los marcos; ninguna realización más precisa, ninguna fotografía
más ajustada y hermosa; ningún reparto tan ajustado a la trama y tan eficaz
como el incomensurable Dennis Hopper, el ingenuo y enigmático Bruno Ganz o los
dos cameos extensos de lo que en aquel momento debían de ser dos dioses de la
realización para Wenders, Ray y Fuller, con quienes, después de una carrera
espectacular, ha conseguido compartir plaza en el Olimpo. Me queda una duda, pero no tiene que ver con El amigo americano. Me gustó tanto esta
película cuando la vi de joven como me decepcionó hasta la irritación, seis
años más tarde, París-Texas. Siempre
he albergado la duda de si fui yo quien, por la razón que sea, no conectó con
la película o si, por el contrario, la película se pasó de pose rompedora. No
sé, ya digo. Si cayera en mis manos en ese almacén de sueños que es Tallers 79,
seguro que le daba una segunda oportunidad.
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