La mejor serie B de un director A: Extraña ilusión
o entre la premonición de Hamlet y los recursos de Tintín…
Título original: Strange
Illusion
Año: 1945
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edgar G. Ulmer
Guion: Adele Comandini (Historia: Fritz Rotter)
Música: Leo Erdody
Fotografía: Philip Tannura, Benjamin H. Kline, Eugen Schüfftan
Reparto: Jimmy Lydon, Warren
William, Sally Eilers, Regis Toomey, Charles Arnt, George Reed, Jayne Hazard.
Arrancar
una película con un sueño premonitorio, como ocurre en Extraña ilusión, da fe
de la vigencia que tuvo el psicoanálisis en la sociedad usamericana y de cómo
dichas teorías influyeron lo suyo en no pocas películas, algunas tan
extraordinarias como Recuerda, de don Alfredo, en colaboración con un surrealista como
Dalí, quienes aparecieron en el mundo del arte como verdaderos abanderados de
la revolución freudiana, devolviéndoles a los sueños el papel cardinal que han
tenido siempre, Nabucodonosor…, en la Historia de la Humanidad.
Edgar
G. Ulmer es autor de Detour, (El desvío), una auténtica joya rodada en
una semana y con un presupuesto raquítico, 20.000$, lo que obligó a usar el
coche del propio director, entre otros ahorros. Ann Savage, la soez femme
fatale de la película marca un ante y un después en ese tipo de personajes,
desde luego, y su sola actuación merece un visionado urgente de la película,
que no defraudará a nadie aficionado al thriller psicológico. Para Extraña Ilusión
se advierte el uso de un presupuesto algo mayor, pero tampoco tanto que permita
«exhibiciones» de serie A. Ulmer plantea una trama basada en el Hamlet de
Shakespeare que aquí tiene un protagonista, a mi entender, más cerca de Tintín,
que del príncipe danés.
El
protagonista, hijo de un juez muerto en un accidente, tiene intensas pesadillas
que adquieren un sesgo premonitorio cuando, al volver a casa, descubre que su
madre ha iniciado una relación con un hombre por quien el joven siente una
instintiva aversión, la cual se intensifica cuando ve que le ha regalado un
brazalete idéntico al que él ha visto en sus pesadillas. Lo cierto es que la
película presenta un serio problema de casting, al elegir a un auténtico «villano»
como Warren William, el primer Perry Mason, por cierto…, que parece llevar
escrito en el rostro su condición. Tan es así, que la película no tarda en mostrárnoslo
a las órdenes de un psiquiatra que quiere vengarse no solo del juez, sino de
toda la familia, para lo cual escoge a un heredípeta reconocido a quien le
exige que consume cuanto antes la boda con la viuda.
Tras
un desvanecimiento del joven protagonista, al oír en labios de la nueva pareja
de su madre las palabras que él ha oído en sus reiteradas pesadillas, el joven
consigue convencer a su tío, médico de la familia, que esa boda inminente es el
presagio de un mal cierto para todos. Como el psiquiatra, a quien el novio introduce
en la familia, insiste en llevar al joven a su clínica para tratar de descubrir
el origen de su frágil condición psíquica, este, de acuerdo con su tío, decide
internarse, como «invitado», no como «paciente», de modo que pueda seguir
investigando para ver si es capaz de descubrir algo de valor para desenmascarar
al pretendiente de su madre.
La
película, así pues, más allá del eco chespiriano, se va convirtiendo, poco a
poco, en una película detectivesca en la que la sólida interpretación juvenil y
desenfadada del hijo nos recuerda, como dije a principio, al intrépido Tintín,
sin Milú. Verlo evolucionar por el recinto «blindado» del sanatorio,
descubriendo implicaciones reveladoras, que no tarda en poner en conocimiento
de su tío, quien, a su vez, se pone en contacto con el Fiscal para investigar
tanto al heredípeta como al inesperado psiquiatra que ha aparecido en la trama,
es recordar inmediatamente al joven detective de Hergé, atento a cualquier detalle
que le permita llegar a conclusiones válidas. A ese respecto, es curioso el
modo como descubre enseguida que el espejo de la habitación es un falso espejo
que permite la visión desde una habitación contigua, gracias a la estrategia de
colgar la chaqueta en él, impidiéndole al psiquiatra el seguimiento de sus
pasos.
He de
reconocer, sí, que, salvo algunos momentos en que la maldad pura insinúa la
inminencia de su malvada aparición para acabar con los dos hermanos, la
película discurre dentro de una lógica investigadora que va poco a poco atando
cabos para llegar a las conclusiones que se le ofrecieron claramente al
espectador a mitad de la película, tras la cruda entrevista de los dos
delincuentes. El principal aliciente, así pues, es cómo el método de investigación
va produciendo las evidencias que permitirán estrechar el cerco sobre los malvados.
Mientras, a lo largo del metraje, no han sido pocas las escenas en las que,
como la de la mirada lasciva del pretendiente a la hija en la piscina, han
servido para ir construyendo el fondo oscuro del personaje ante, eso también
hay que reconocerlo, la excesiva ingenuidad de la madre, que se deja arrastrar
por la admiración de quien solo para ella es algo así como un perfecto
caballero.
La
película fluye con perfecta naturalidad y bien puede decirse que no hay escena
que no esté al servicio de la trama. Ulmer rueda con elegancia la vida de una
familia de clase alta y, aunque rodada básicamente en interiores, la inevitable
persecución automovilística añade un dinamismo a la resolución de la trama que
permite mantener la tensión hasta el último momento. Como no puede ser de otra
manera, toda la película sirve para que, en el desenlace, un nuevo sueño
inducido por el golpe que sufre el hijo, se resuelva la pesadilla en un sueño «dulce»
y reparador.
Insisto,
no es la octava maravilla del mundo, pero Edgar G. Ulmer es un cineasta con una
expresión propia que se consolidó en colaboraciones en Alemania con Lang y
Murnau, entre otros. La mala suerte de hacerle la corte a la mujer de un
productor famoso acabó marginándolo del gran circuito de la serie A, pero desde
la B filmó obras que, como Detour o Ruthless (Traición) le han
granjeado un lugar de honor en la lista de directores imprescindibles.
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