Título original: Il tempo si
è fermato
Año: 1959
Duración: 83 min.
País: Italia
Dirección: Ermanno Olmi
Guion: Ermanno Olmi
Reparto: Natale Rossi,
Roberto Seveso, Paolo Guadrubbi
Música: Pier Emilio Bassi
Fotografía: Carlo Bellero
(B&W).
Título original: Il villaggio di cartone
Año: 2011
Duración: 87 min.
País: Italia
Dirección: Ermanno Olmi
Guion; Ermanno Olmi
Reparto: Michael Lonsdale; Rutger
Hauer; Massimo De Francovich; Alessandro Haber; Souleymane Sow;
Irma Pino Viney; Heven
Tewelde.
Música: Sofya Gubaydulina
Fotografía: Fabio Olmi.
La primera y
la última película de Ermanno Olmi o el humanismo cristiano
postneoexpresionista.
Ermanno
Olmi llegó a la fama con una película que hablaba de algo muy vinculado a su
biografía: la dura vida de los campesinos en Italia: El árbol de los zuecos,
considerada una obra maestra, aunque también dirigió otra joya que tengo
pendiente de revisión: La leyenda del santo bebedor, adaptación del
texto de Joseph Roth, en parte autobiográfico, en la que Rutger Hauer tuvo uno
de los mejores papeles e su carrera, a pesar de ser famosísimo ya por Blade
Runner, de Ridely Scott y, para los cinéfilos, desde Delicias turcas
y Eric, oficial de la reina, ambas de Paul Verhoeven.
La
última película de Olmi, persona de acendrada religiosidad, se enfrenta a la
más candente de las cuestiones que se debaten hoy mismo en la arena política y
social: la inmigración no sujeta a los procedimientos legales. Y convendría que
a vieran cuantos hacen de ese asunto una cuestión e principios políticos
radicales. Pero antes de acercarnos a «lo que quema», hemos de comenzar por
otra quemadura diametralmente opuesta: la del hielo, la de la nieve, la del
frío, porque los dos protagonistas, tres, en realidad, que interpretan la
historia son los vigilantes de una pera en construcción a 2.500 metros de
altura en la zona alpina italiana.
La
pareja bien avenida que vive en una cabaña provisional y endeble, heredera de
cuanto se construyó la casi totalidad de la presa, pierde uno de sus miembros
por el inminente nacimiento del próximo hijo del vigilante que libra con
permiso para reunirse con su mujer. En su lugar llega un joven frente a quien
el viejo guardián siente inmediatamente un enorme recelo, solo justificado en
el prejuicio ante la insultante juventud del nuevo compañero. Se inicia, pues,
en un lugar cerrado y dominado por rutinas que les dejan, sin embargo, bastante
tiempo libre, un proceso de conocimiento mutuo que prácticamente, al ritmo de
ese «tiempo detenido» del título, se alargara todo lo que resta de película. El
humilde interior de la cabaña y los
exteriores nevados y solemnes, como solo saben serlo las altísimas
montañas que más parecen amenazar que protege a dos seres prácticamente
indefensos en esas alturas, si se da la eventualidad de una enfermedad o un
accidente grave, porque cuando soplan los vientos infernales que provocan
aludes, el teleférico que les une con el llano deja de funcionar, van a
convertirse en la insólita puesta en escena de ese proceso de acercamiento
mutuo: uno, el interior, por la endeblez de la resistencia a los factores
climáticos; los segundos, porque sobrecoge la presencia imponente de las
aguzadas montañas nevadas frente a las que se desarrolla una minúscula anécdota
humana.
Aunque
ronda en ciertos momentos la sombra amarga de un drama, la historia discurre
casi toda ella por los dominios de un costumbrismo casi identitario del cine
italiano. El choque entre generaciones es el motor que dinamiza la relación
entre el viejo hermético y el joven que se siente menospreciado sin que haya
razón aparente que justifique e hermetismo del viejo prejuicioso. Se trata de
un acercamiento muy medido y lleno de lances divertidos que recuerdan, en
cierta manera, al cine de Jacques Tati, como el juego vodevilesco de ambos
personajes leyendo cada uno su libro después de cenar para protegerse, el
viejo, de la comunicación. En un momento dado, cuando el viejo desaparece para
realizar una actividad propia de su menester profesional, el joven aprovecha
para echarle un vistazo al título del libro que lee el viejo; pero mientras el
joven se acerca al dormitorio en busca de algo, el viejo entra en escena
rápidamente y hace lo mismo que el joven, concluyendo la escena con ambos
enfrascados cada uno en su libro. Más adelante sabremos, en uno de los mejores
diálogos de la película, cuando ya se ha roto el hielo entre ambos e
intercambian las confidencias propias entre quienes comparten a soledad a
semejante altura, aislados por la ventisca de nieve que se ha desatado, que la
lectura del viejo es Corazón, de Edmundo de Amicis, uno de los grandes
éxitos de la literatura italiana de todos los tiempos. Lectura que da pie al
hombre mayor para hablar de la crianza de sus hijos y de las relaciones
paternofiliales, un gesto supremo de confianza hacia el joven guarda que este
agradece enormemente, porque, por fin, se rompió el hielo que impedía la cordialidad,
tan cara a los italianos y a los pueblos ribereños del Mediterráneo, hechos a
la hospitalidad.
De
los episodios costumbristas que se suceden en la película, relativas a la
alimentación, a la persecución de una liebre que el viejo intenta cazar con un
dispositivo que la atrape y otras más, llama la atención el viaje por los
«intestinos« de la presa, un ejercicio de cine documental espectacular, que me
ha recordado la tentación de tantos cineastas de abrir sus películas con
procesos industriales o de manufacturación de todo tipo, sea una mina, una
rotativa, una fábrica de embotellado o un matadero. Dada la cantidad de películas
que nutren este Ojo, me es imposible ahora mismo recordar una vieja película de
serie B, con trama de cine negro que tiene el desenlace en el interior de una
presa gigantesca en Usamérica. En esta de la película de Olmi, todo el
itinerario, como en el interior de una mina, está vacío, salvo por la presencia
de los dos guardianes que se adentran en esas entrañas laberínticas y hermosas.
El
pueblo de cartón, ya lo indiqué al principio, se centra en el problema de
la inmigración que no discurre por los cauces legales para ello, Italia ha sido,
y sigue siendo, uno de los principales países afectados por esas oleadas de inmigración
incontrolada que plantean serios problemas
a los dirigentes políticos en el poder en los países adonde llegan, como
está sucediendo en España. Es obvio que la película no entra en el análisis político,
histórico o legal del problema, porque parte de un hecho incontestable: ha
llegado un cayuco a la playa y los ocupantes que han sobrevivido buscan dónde
esconderse. Hallan un lugar que no tardan en okupar. Se trata de una iglesia
que ha abierto la película con unas secuencias del más puro y hermoso cine
imaginable. En un templo de inequívoca factura futurista, de estética más que
discutible, y muy parecido al que visite el pasado verano en Villarcayo, la
Iglesia de Santa Marina, un sacerdote que lleva treinta años al frente de la
parroquia ve entrar en la iglesia una brigada de demolición que, antes de
destruir el templo, ya desacralizado, procede a retirar el cristo colgado sobre
el altar, cuadros y estatuas de la iglesia.
Las tomas que consigue Olmi del sacerdote y de la Iglesia caen del lado
de muchas de las tomas de Dreyer en Dies Irae, por ejemplo. Es más que
soberbia la fusión entre la arquitectura y el dolor de corazón del viejo párroco
expropiado, digámoslo así.
Casi
sin enterarse, en medio de una noche oscura, la iglesia va a ir llenándose de
inmigrantes que buscan escaparse de la redada policial que los busca con la
intención, se entiende, de repatriarlos. Cuando el cura, seriamente enfermo,
quiere darse cuenta, su iglesia se ha convertido en la «ciudad de cartón» del título.
A partir de entones habrá un desarrollo paralelo de los acontecimientos, la
vida del grupo de inmigrantes y a relación del cura con ellos. No nos movemos
en ningún momento del interior del templo condenado, al que Omi arranca planos
muy conseguidos y, en algunos casos, incluso estremecedores, como los de la
angustia y la culpa del cura por no haber sabido oponerse a la decisión de sus
superiores. Esa lucha va a acabar convirtiéndose, en contacto con un médico que
lo visita y que es agnóstico, en una serie crisis de fe que no puede dejar de
verse influida por la situación de las personas que han ocupado el espacio
sagrada en busca de la supervivencia. El trabajo del protagonista, Michael
Lonsdale, es magnífico, y sabe transmitir con un poder de convicción absoluto el
dolor infinito del cura que, en sus postrimerías, es visitado por la duda, y
ello hasta tal punto que, en un momento dado ―y la situación de los perseguidos
en el sagrado de la iglesia influye mucho, creo yo, en esa decisión― llega a
decir que el bien está por encima de la fe, ¡nada menos!
Rizando
el rizo de las comparaciones facilonas, incluso habrá un alumbramiento que, sin
embargo, se resuelve cinematográficamente, con una elipsis, de un plano para
otro, a pesar de la «movida» que significa un parto, y en una iglesia; pero ese
desvío hubiera consumido demasiada película sin aportar ni una brizna de
razonamiento o posicionamiento político al respecto. Con todo lo que pueda
haber de simplicidad narrativa, cercana a una lectura que huye de la
complejidad sociopolítica del asunto, en ese nacimiento, no es menos cierto que
el recitado del Adeste fideles por parte del viejo cura, arrodillado
ante el altar, implicando en ese nacimiento una comparación con la llegada del
Mesías, es un momento que alcanza niveles de emotividad que podemos apreciar
incluso los no creyentes, y valorarlo como uno de los momentos «mágicos» de la
película. La presencia como cuidadora de esa «virgen» de una prostituta «magdaleniense»
redondea lo que la película tiene de alegoría.
No
ha que olvidar que la vida de la comunidad inmigrante discurre ajena a la
presencia del viejo cura y en ella se manifiestan diversas tendencias que el
autor cree necesario destacar para que no lo acusen, acaso, de buenismo
complaciente con las lacras de esas migraciones: aparece un traficante que es
vende viajes, en esa noche los va a recolocar en otro barco con destino a
Francia, los terroristas que pretenden inmolarse con un cinturón de explosivos
para luchar contra los opresores imperialistas y quienes defienden la vía
pacífica y la integración laboral en esos nuevos países a los que llegan con
una carga cultural ancestral que dificultará, sin duda, su aceptación por
amplias capas de población del lugar escogido para emigrar.
Diríase
que el tema sobrepasa al director, quien, eso si, en ningún momento olvida que
esta dirigiendo una película, no tratando de explicar y diagnosticar de forma
irrefragable un asunto tan espinoso. Y desde el punto de vista cinematográfico,
no hay ninguna toma en la película que no sea un homenaje al mejor cine de
todos los tiempo, por más que sea discutible el tratamiento del tema central.
Yo creo que merece ser vista y meditada.


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