martes, 23 de diciembre de 2025

«El tiempo se ha detenido» y «El pueblo de cartón», de Ermanno Olmi: una visita diacrónica.

 

Título original: Il tempo si è fermato

Año: 1959

Duración: 83 min.

País:  Italia

Dirección: Ermanno Olmi

Guion: Ermanno Olmi

Reparto: Natale Rossi, Roberto Seveso, Paolo Guadrubbi

Música: Pier Emilio Bassi

Fotografía: Carlo Bellero (B&W).

 









Título original: Il villaggio di cartone

Año: 2011

Duración: 87 min.

País: Italia

Dirección: Ermanno Olmi

Guion; Ermanno Olmi

Reparto: Michael Lonsdale; Rutger Hauer; Massimo De Francovich; Alessandro Haber; Souleymane Sow;

Irma Pino Viney; Heven Tewelde.

Música: Sofya Gubaydulina

Fotografía: Fabio Olmi.

 

La primera y la última película de Ermanno Olmi o el humanismo cristiano postneoexpresionista.

 

          Ermanno Olmi llegó a la fama con una película que hablaba de algo muy vinculado a su biografía: la dura vida de los campesinos en Italia: El árbol de los zuecos, considerada una obra maestra, aunque también dirigió otra joya que tengo pendiente de revisión: La leyenda del santo bebedor, adaptación del texto de Joseph Roth, en parte autobiográfico, en la que Rutger Hauer tuvo uno de los mejores papeles e su carrera, a pesar de ser famosísimo ya por Blade Runner, de Ridely Scott y, para los cinéfilos, desde Delicias turcas y Eric, oficial de la reina, ambas de Paul Verhoeven.

          La última película de Olmi, persona de acendrada religiosidad, se enfrenta a la más candente de las cuestiones que se debaten hoy mismo en la arena política y social: la inmigración no sujeta a los procedimientos legales. Y convendría que a vieran cuantos hacen de ese asunto una cuestión e principios políticos radicales. Pero antes de acercarnos a «lo que quema», hemos de comenzar por otra quemadura diametralmente opuesta: la del hielo, la de la nieve, la del frío, porque los dos protagonistas, tres, en realidad, que interpretan la historia son los vigilantes de una pera en construcción a 2.500 metros de altura en la zona alpina italiana.

          La pareja bien avenida que vive en una cabaña provisional y endeble, heredera de cuanto se construyó la casi totalidad de la presa, pierde uno de sus miembros por el inminente nacimiento del próximo hijo del vigilante que libra con permiso para reunirse con su mujer. En su lugar llega un joven frente a quien el viejo guardián siente inmediatamente un enorme recelo, solo justificado en el prejuicio ante la insultante juventud del nuevo compañero. Se inicia, pues, en un lugar cerrado y dominado por rutinas que les dejan, sin embargo, bastante tiempo libre, un proceso de conocimiento mutuo que prácticamente, al ritmo de ese «tiempo detenido» del título, se alargara todo lo que resta de película. El humilde interior de la cabaña y los  exteriores nevados y solemnes, como solo saben serlo las altísimas montañas que más parecen amenazar que protege a dos seres prácticamente indefensos en esas alturas, si se da la eventualidad de una enfermedad o un accidente grave, porque cuando soplan los vientos infernales que provocan aludes, el teleférico que les une con el llano deja de funcionar, van a convertirse en la insólita puesta en escena de ese proceso de acercamiento mutuo: uno, el interior, por la endeblez de la resistencia a los factores climáticos; los segundos, porque sobrecoge la presencia imponente de las aguzadas montañas nevadas frente a las que se desarrolla una minúscula anécdota humana.

          Aunque ronda en ciertos momentos la sombra amarga de un drama, la historia discurre casi toda ella por los dominios de un costumbrismo casi identitario del cine italiano. El choque entre generaciones es el motor que dinamiza la relación entre el viejo hermético y el joven que se siente menospreciado sin que haya razón aparente que justifique e hermetismo del viejo prejuicioso. Se trata de un acercamiento muy medido y lleno de lances divertidos que recuerdan, en cierta manera, al cine de Jacques Tati, como el juego vodevilesco de ambos personajes leyendo cada uno su libro después de cenar para protegerse, el viejo, de la comunicación. En un momento dado, cuando el viejo desaparece para realizar una actividad propia de su menester profesional, el joven aprovecha para echarle un vistazo al título del libro que lee el viejo; pero mientras el joven se acerca al dormitorio en busca de algo, el viejo entra en escena rápidamente y hace lo mismo que el joven, concluyendo la escena con ambos enfrascados cada uno en su libro. Más adelante sabremos, en uno de los mejores diálogos de la película, cuando ya se ha roto el hielo entre ambos e intercambian las confidencias propias entre quienes comparten a soledad a semejante altura, aislados por la ventisca de nieve que se ha desatado, que la lectura del viejo es Corazón, de Edmundo de Amicis, uno de los grandes éxitos de la literatura italiana de todos los tiempos. Lectura que da pie al hombre mayor para hablar de la crianza de sus hijos y de las relaciones paternofiliales, un gesto supremo de confianza hacia el joven guarda que este agradece enormemente, porque, por fin, se rompió el hielo que impedía la cordialidad, tan cara a los italianos y a los pueblos ribereños del Mediterráneo, hechos a la hospitalidad.

          De los episodios costumbristas que se suceden en la película, relativas a la alimentación, a la persecución de una liebre que el viejo intenta cazar con un dispositivo que la atrape y otras más, llama la atención el viaje por los «intestinos« de la presa, un ejercicio de cine documental espectacular, que me ha recordado la tentación de tantos cineastas de abrir sus películas con procesos industriales o de manufacturación de todo tipo, sea una mina, una rotativa, una fábrica de embotellado o un matadero. Dada la cantidad de películas que nutren este Ojo, me es imposible ahora mismo recordar una vieja película de serie B, con trama de cine negro que tiene el desenlace en el interior de una presa gigantesca en Usamérica. En esta de la película de Olmi, todo el itinerario, como en el interior de una mina, está vacío, salvo por la presencia de los dos guardianes que se adentran en esas entrañas laberínticas y hermosas.

          El pueblo de cartón, ya lo indiqué al principio, se centra en el problema de la inmigración que no discurre por los cauces legales para ello, Italia ha sido, y sigue siendo, uno de los principales países afectados por esas oleadas de inmigración incontrolada que plantean serios problemas  a los dirigentes políticos en el poder en los países adonde llegan, como está sucediendo en España. Es obvio que la película no entra en el análisis político, histórico o legal del problema, porque parte de un hecho incontestable: ha llegado un cayuco a la playa y los ocupantes que han sobrevivido buscan dónde esconderse. Hallan un lugar que no tardan en okupar. Se trata de una iglesia que ha abierto la película con unas secuencias del más puro y hermoso cine imaginable. En un templo de inequívoca factura futurista, de estética más que discutible, y muy parecido al que visite el pasado verano en Villarcayo, la Iglesia de Santa Marina, un sacerdote que lleva treinta años al frente de la parroquia ve entrar en la iglesia una brigada de demolición que, antes de destruir el templo, ya desacralizado, procede a retirar el cristo colgado sobre el altar, cuadros y estatuas de la iglesia.  Las tomas que consigue Olmi del sacerdote y de la Iglesia caen del lado de muchas de las tomas de Dreyer en Dies Irae, por ejemplo. Es más que soberbia la fusión entre la arquitectura y el dolor de corazón del viejo párroco expropiado, digámoslo así.

          Casi sin enterarse, en medio de una noche oscura, la iglesia va a ir llenándose de inmigrantes que buscan escaparse de la redada policial que los busca con la intención, se entiende, de repatriarlos. Cuando el cura, seriamente enfermo, quiere darse cuenta, su iglesia se ha convertido en la «ciudad de cartón» del título. A partir de entones habrá un desarrollo paralelo de los acontecimientos, la vida del grupo de inmigrantes y a relación del cura con ellos. No nos movemos en ningún momento del interior del templo condenado, al que Omi arranca planos muy conseguidos y, en algunos casos, incluso estremecedores, como los de la angustia y la culpa del cura por no haber sabido oponerse a la decisión de sus superiores. Esa lucha va a acabar convirtiéndose, en contacto con un médico que lo visita y que es agnóstico, en una serie crisis de fe que no puede dejar de verse influida por la situación de las personas que han ocupado el espacio sagrada en busca de la supervivencia. El trabajo del protagonista, Michael Lonsdale, es magnífico, y sabe transmitir con un poder de convicción absoluto el dolor infinito del cura que, en sus postrimerías, es visitado por la duda, y ello hasta tal punto que, en un momento dado ―y la situación de los perseguidos en el sagrado de la iglesia influye mucho, creo yo, en esa decisión― llega a decir que el bien está por encima de la fe, ¡nada menos!

          Rizando el rizo de las comparaciones facilonas, incluso habrá un alumbramiento que, sin embargo, se resuelve cinematográficamente, con una elipsis, de un plano para otro, a pesar de la «movida» que significa un parto, y en una iglesia; pero ese desvío hubiera consumido demasiada película sin aportar ni una brizna de razonamiento o posicionamiento político al respecto. Con todo lo que pueda haber de simplicidad narrativa, cercana a una lectura que huye de la complejidad sociopolítica del asunto, en ese nacimiento, no es menos cierto que el recitado del Adeste fideles por parte del viejo cura, arrodillado ante el altar, implicando en ese nacimiento una comparación con la llegada del Mesías, es un momento que alcanza niveles de emotividad que podemos apreciar incluso los no creyentes, y valorarlo como uno de los momentos «mágicos» de la película. La presencia como cuidadora de esa «virgen» de una prostituta «magdaleniense» redondea lo que la película tiene de alegoría.

          No ha que olvidar que la vida de la comunidad inmigrante discurre ajena a la presencia del viejo cura y en ella se manifiestan diversas tendencias que el autor cree necesario destacar para que no lo acusen, acaso, de buenismo complaciente con las lacras de esas migraciones: aparece un traficante que es vende viajes, en esa noche los va a recolocar en otro barco con destino a Francia, los terroristas que pretenden inmolarse con un cinturón de explosivos para luchar contra los opresores imperialistas y quienes defienden la vía pacífica y la integración laboral en esos nuevos países a los que llegan con una carga cultural ancestral que dificultará, sin duda, su aceptación por amplias capas de población del lugar escogido para emigrar.

          Diríase que el tema sobrepasa al director, quien, eso si, en ningún momento olvida que esta dirigiendo una película, no tratando de explicar y diagnosticar de forma irrefragable un asunto tan espinoso. Y desde el punto de vista cinematográfico, no hay ninguna toma en la película que no sea un homenaje al mejor cine de todos los tiempo, por más que sea discutible el tratamiento del tema central. Yo creo que merece ser vista y meditada.


 

 

 

 

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