lunes, 17 de febrero de 2020

«Obsesión», de Edward Dmytryk, o la explosiva mezcla de los celos y la inteligencia.



Una visión muy particular sobre la teoría del crimen perfecto: Obsesión o la vanidosa ebriedad de la superioridad mental.

Título original: Obsession (The Hidden Room)
Año: 1949
Duración: 96 min.
País: Reino Unido
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: Alec Coppel (Novela: Alec Coppel)
Música: Nino Rota
Fotografía: C.M. Pennington-Richards (B&W)
Reparto: Robert Newton, Phil Brown, Sally Gray, Naunton Wayne, Olga Lindo, Betty Cooper, James Harcourt, Michael Balfour, Ronald Adam, Roddy Hughes, Allan Jeayes, Russell Waters, Lyonel Watts, Sam Kydd, Stanley Baker.

         Cuando Edward Dmytryk huyó a Inglaterra durante la caza de brujas, después de haber delatado a antiguos compañeros comunistas, poniendo tierra de por medio con una situación tan difícil para tanta gente, rodó en Inglaterra una película cuya existencia desconocía hasta que la descubrí en esas exploraciones que suelo hacer en la cinta de correr en el gimnasio, y he de reconocer que me causó una impresión estupenda, no solo porque es un tipo de cine que mezcla el thriller con el análisis de las pasiones, sino porque, más allá de pretender ser uno de esos ejemplos de película de «crimen perfecto», como las hay de «atracos perfectos» o de «evasiones carcelarias perfectas», hay un planteamiento perverso que está además tratado con un humor muy británico y sutil que gustará a cuantos la vean.
Hay una conexión sutil entre la presente película y El coleccionista, de William Wyler, y también, en cierta manera, con Crimen perfecto, de Hitchcock,   pero eso es mejor que lo descubra el espectador por sí mismo, pues podrá recordar algunas otras que cubren ese espectro de películas entre las que incluso tendría cabida An Inspector Calls, de Guy Hamilton.
La película arranca en un típico club británico solo para hombres en el que varios contertulios disertan con esa facilidad de dichos miembros para la charla ociosa. Cuando otro miembro del club se va, uno de los contertulios vigila estrechamente que quien se prepara para irse no se confunda de abrigo a la hora de escogerlo, lo cual nos sobresalta, más aún cuando nada sucede y ese mismo contertulio toma la decisión de retirarse y la cámara enfoca mediante un zoom calculado el ignoto contenido del bolsillo del abrigo que, ahora sí, escogerá su dueño para marcharse. Planteada ya la intriga tan sabiamente, el resto de la película va a discurrir, sin embargo, con cierta placidez, por lo que a los sustos imprevistos se refiere, aunque con un crescendo muy medido, tanto que nos lleva hasta el final de una manera tan enlazada y casi sin sobresaltos que incluso nos parece que no es tan terrible la situación angustiosa que vive el personaje del amante.
Ah, salió la palabra que define la patología del protagonista: los celos de su hermosísima mujer, con quien, se ignora por qué -¡acaso la terrible frialdad británica tópica!-, no ha sabido construir un matrimonio que no implique, primero el distanciamiento de los cónyuges y, después, una cierta vida licenciosa de la esposa que, por lo que se insinúa en el guion, tampoco se diría que constituye una suerte de rosario de adulterios a espaldas del marido.
Decidido, pues, a establecer la verdadera jerarquía en el hogar, el macho inteligente que domina desde una posición de poder la situación de su esposa, decide torturarla de una manera refinada, mediante la desaparición de su amante, ¡un joven usamericano, para más INRI!, de la que dan noticia los diarios a los pocos días.
Secuestrado por el doctor en un edificio destruido sin duda por la guerra y abandonado, el joven está atado con una cadena con un radio de acción perfectamente delimitado por una raya blanca que marca el límite hasta el que el doctor -sí, hablamos de un doctor maléfico, ¡otro más!, que planea una desaparición ¡científica! del amante para no dejar rastro de su existencia- puede acercarse para dejarle el alimento y la bebida que lo mantienen con vida. La relación entre captor y cautivo es uno de los dos ejes básicos de la película. El otro es, y quizás me adelanto algo, la relación entre el detective de Scotland Yard y el protagonista, una auténtica delicia para los enamorados de la sutileza inglesa en el floreo verbal.
¿Por qué aparece el inspector? Pues porque el perro de la familia se escapa del lazo de la correa de la mujer y acaba llegando, por el olor del marido, hasta el escondite donde tiene secuestrado al amante. Y ahí mantienen ambos la primera lucha: por la posesión del perro, que acaba siéndolo del cautivo, para desazón del doctor, quien no ve más remedio que sacrificar al perro en aras de su plan, para culminarlo con éxito y garantizarle a su mujer la supremacía del intelecto -que ella no parece saber apreciar- frente a la belleza, la de su mujer, arma tan seductora.
La aparición de Scotland Yard le da todo un giro a la trama y, a partir de entonces, el doctor ve esa intrusión como un nuevo reto que se añade al ya trazado de antemano: vengarse de su mujer con la desaparición del amante. Poco a poco, el doctor cae en una espiral de autosuficiencia que lo lleva a no calcular adecuadamente ni los riesgos ni los pasos en falso que pueda dar.
Es obvio que no puedo desentrañar nada de la trama, porque sería aguársela a los futuros espectadores que espero y deseo que tenga esta estupenda película, en la que, tal vez, se echa mucho de menos la figura de Dirk Bogarde como protagonista, y no porque Robert Newton no dé el papel con un rigor y un desempeño estupendos, sino porque durante toda la película no dejé de verlo a él para ese papel. Manías de crítico, imagino. En todo caso, el reparto está hiperajustado a cada personaje y el tono general es espléndido. Como se trata, además, de una obra con muy pocos personajes, todos ellos saben crear el suyo de tal manera que la acción se beneficia enormemente de esa compenetración entre todos ellos.
Decía que no quería cometer ningún desliz a la hora de no revelar la trama, pero no me resisto, por parte del inspector a reseñar el modo como es capaz de inferir que el secuestrado usamericano aún está vivo, de momento: porque, paseando por el parque oye a tres marineros usamericanos hablando entre ellos y percibe que uno a otro lo llama pal, «colega, camarada» en inglés, un uso que le extrañó en el vocabulario del británico doctor, razón por la cual solo podría habérsele pegado de un trato continuado con el amante de la esposa.
Sí, sí, ahí lo dejo, ¡faltaba más! Hay un buen número de escenas que hará disfrutar a los amantes del cine de detectives, y esta es una película que, en ese aspecto, no les va a defraudar. Empeño mi palabra.


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