domingo, 8 de noviembre de 2020

«París nos pertenece», de Jacques Rivette, entre la conjura fantástica y la «nouvelle vague»…


 

Una realización impecable para una trama insoportable, a fuer de pretenciosa.

 

Título original:  Paris nous appartient

Año: 1961

Duración: 141 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Rivette

Guion: Jean Gruault, Jacques Rivette

Música: Philippe Arthuys

Fotografía: Charles L. Bitsch (B&W)

Reparto: Betty Schneider, Giani Esposito, Françoise Prévost, Daniel Crohem, Jean-Claude Brialy, François Maistre, Brigitte Juslin, Noëlle Leiris, Monique Le Porrier, Malka Ribowska, Louison Roblin, Anne Zamire, Paul Bisciglia, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard.

 

         Primera película que veo de Jacques Rivette, una de esas «asignaturas pendientes» que todos tenemos con la Historia del Cine, porque una vida no basta para ver todo lo imprescindible que se ha rodado, desde luego. Y si uno llega tarde no a la afición, sino a la devoción, el asunto se complica, porque el tiempo apremia. No creo que exista arte en el que se hayan producido tantísimas obras de interés como en el del cine. Estoy tentado de decir, aunque sin fundamento, que ni en la música, que ya es decir… Se trata de su primer largo, aunque decir «largo» de una cinta de dos horas y veinte minutos para quien las ha realizado de 13 no deja de parecer una ironía…

         Rivette pertenece a la Nouvelle Vague, y fue amigo y colaborador, en Cahiers du Cinéma,  de Truffaut y de Jean-Luc Godard, quien en esta película interpreta un pequeño papel, muy de su agrado, imagino, porque la trama de la película tiene algo de su propio mundo. Ya en el título he dejado huella de mi juicio sobre la película: una trama infumable y una realización exquisita, aunque ajustada a unos medios mínimos. Rivette no es director de grandes presupuestos, sino de mucha imaginación, lo que significa que exprime de forma inteligente todos los recursos que permiten sacar adelante sus obras sin un gasto excesivo. Rodar en exteriores es uno de ellos, sin duda, y forma parte, además, del ideal del movimiento al que pertenece. Sin embargo, mientras otros directores recogen la calle en su verdadera dimensión de realidad cotidiana, Rivette la usa más como puesta en escena para sus personajes atormentados, conjurados o endemoniados. Le gusta rodar encuentros en la ciudad con pocos «extras» entrando o saliendo del plano. De hecho, cuando un taxi recorre la ciudad  con una protagonista angustiada por creerse inductora del suicidio del protagonista, diríase que París lo hubieran cerrado para poder filmar una ciudad desierta.

         La película arranca con una reunión de intelectuales existencialistas en la que se suceden diversas tensiones que estallan en la figura de un “exiliado” del macartismo que lamenta el suicidio de un artista español también exiliado, Juan, un virtuoso de la guitarra, cuya desaparición va a convertirse en el eje temático alrededor del cual girarán los personajes, sobre todo la hermana de un personaje secundario con una relación extraña con ese mundo de intelectuales, de pose estirada y altivo gesto trascendente que está en el secreto de una realidad misteriosa a la que los simples mortales no tienen acceso. La hermana acabará entrando en relación con un director de teatro, Gerard, que acabará invitándola a participar en su aventura de representar el Pericles de William Shakespeare. Esa parte de la trama irá apoderándose de la atención de los espectadores, porque Rivette fue, sobre todo, y antes que nada, un hombre de teatro, el cual, como sucede en la película-documento Out 1, de casi 13 horas de duración que recogen la aventura del montaje de las obras de Esquilo: Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado, y que, parcialmente, tiene una relación inequívoca con la presente, porque en Out 1 también se intenta descubrir la existencia de una sociedad secreta como la que persigue a los atormentados protagonistas de la película, que recuerda, por momentos, la muy lograda de Hugo Santiago, Invasión, escrita por Borges y Bioy Casares.

En París nos pertenece, el Pericles, adaptado por Gerard, se ensaya donde buenamente pueden, porque el grupo no dispone de local, y algún ensayo incluso se hace en un auditorio en un parque. La novia del escritor usamericano, Terry, es ahora la principal impulsora del montaje del hombre de teatro, otro «genio» como la fuera Juan; pero no tardaremos en saber, o mejor dicho, sí que tardaremos, porque se descubre casi al final,  que ambos están al corriente de la existencia de esa conjura dispuesta a acabar con nuestra civilización occidental, y que, para entendernos, ha sido la responsable del suicidio de Juan y busca, también, el exterminio del novelista usameriano y, más tarde, el  de Terry, de Gerard y, en un rizo final, el del propio hermano de la protagonista, Anne, cuyo inextinguible candor encarnado en una casi adolescente roza lo naíf. y del propio director.  La labor de indagación de la joven ingenua, cuya dedicación académica queda en suspenso por la atracción que ejerce sobre ella el mundo adulto misterioso que va conociendo, lleva al espectador de unos a otros personajes, hieráticos la mayor parte de ellos, que nos ofrecen un «retrato» de la inquietud artística e intelectual del principios de los 60 en París muy lejana de la colorista, exaltada y festiva que, a la vuelta de muy pocos años, se convertirá en la Revolución del 68, que tanto impresionó a Godard, hasta el punto de significar un punto de inflexión en su cinematografía, auspiciada, desde entonces, pero por corto tiempo, por el espíritu del cine colectivo, llevado a la práctica bajo el nombre artístico del documentalista ruso Dziga Vertov.

No está clara la filiación social o política de la amenaza exterminadora a la que hacen frente los «señalados», para su mal, pero suena a algo así como al rearme del nazismo, infiltrado en los mecanismo de poder de las sociedades que lo vencieron, lo cual se suma al «pavor» social que en aquellos años despertó la creación de las bombas nucleares, contra las que se articuló una defensa cívica que tuvo un importante papel social en Inglaterra. En aquellos años, el temor a un cruce de explosiones de bombas nucleares generó un miedo social que provocó no pocas ansiedades e incluso algún suicidio. Ese es, imagino, el caldo de cultivo que alimenta el miedo de los protagonistas de la película y que los obliga, hasta cierto punto, a vivir en una alerta perpetua y muy próximos a la clandestinidad. Es tan abstracta la amenaza, sin embargo, que al espectador le cuesta tanto creerla como le hubiera costado, en los años 20, comulgar con la famosa conjura de los Protocolos de los sabios de Sion

Con todo, lo que no tiene desperdicio es el festival imaginativo de Rivette, con unos enfoques muy singulares, entre ellos el paseo de Gerard por el techo del teatro donde, finalmente, van a representar su Pericles, del que acabará «desertando» porque se lo modifican todo, desde una «instancia superior», la del  productor que ordena y manda desde el palco, y unos planos estudiadísimos con unos juegos de profundidad extraídos de un espacio tan exiguo que no parece permitirlos o el paseo nocturno con los dos protagonistas de la escena iluminados de forma uniforme y permanente… Es difícil resistirse al poder de esas imágenes, que nos dicen mucho más de las bondades de la película que una trama muy anticuada y casi disparatada, a fuer de imprimirle una perspectiva dramática que solo los personajes viven, si hacérsela vivir a los espectadores.

Que conste que, antes de acometer esta crítica y para «empaparme» algo de Rivette, me quedaron ganas como para ver en Youtube La bella mentirosa, cuatro horas «inmortales» con Emmanuelle Béart en el apogeo de la belleza física del cuerpo de mujer y Michel Piccoli, tan extraordinario comme d’habitude… Una película emparentada con El sol del membrillo, de Víctor Erice, ¡una joya!, con El artista y la modelo, de Fernando Trueba y con Final Portrait: El arte de la amistad, de Stanley Tucci, sobre Giacometti. La bella mentirosa  es una delicatessen no apta para todos los paladares, porque se trata de una búsqueda, casi en tiempo real, de algo tan inalcanzable como la «obra perfecta», una película inspirada en el famoso relato breve de Balzac, tenido, precisamente, por una de sus obras maestras. No puedo alargarme aquí y ahora sobre ella, en un espacio dedicado a París nos pertenece, pero le auguro a los cinéfilos y amantes del arte y de la lucha agónica por la expresión que padecen los artistas, que no les va a defraudar…

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