lunes, 2 de noviembre de 2020

«La bahía de los ángeles», de Jacques Demy o el claroscuro luminoso de la ludopatía…

 

La tentación del juego en dos almas gemelas especulares o la dificultad del amor para vencer a la ruleta…

 

Título original: La Baie des anges

Año: 1963

Duración: 89 min.

País: Francia

Dirección: Jacques Demy

Guion: Jacques Demy

Música: Michel Legrand

Fotografía: Jean Rabier (B&W)

Reparto: Jeanne Moreau, Claude Mann, Paul Guers, Henri Nassiet, André Certes, Nicole Chollet, Georges Alban, Conchita Parodi, Jacques Moreau, André Canter, Jean-Pierre Lorrain.

 

         Segunda película de Jacques Demy, después de un debut espectacular con Lola (accesible en YouTube), una película de notabilísima influencia usamericana que Demy dedicó, sin embargo, a Max Ophüls como una declaración de principios que nunca ha abandonado en su carrera cinematográfica que lo llevó al triunfo universal con Los paraguas de Cherburgo, una joya del cine y del género musical, con una de las partituras más bellas de la Historia del cine, a cargo de Michel Legrand, con quien colaboró siempre, del mismo modo que colaboró, Legrand, con su mujer, Agnès Varda, incluso como actor en Cléo de 5 a 7, otra película cuyo estilismo guarda no poca relación con el muy cuidado de su marido.

         Si la primera película tenía un aire de cuento de hadas con cabaretera abandonada y final feliz -quien la embarazó del hijo y partió a hacer las américas vuelve rico a buscarla-, no deja de girar en torno a un personaje nihilista, desorientado, aburrido de todos, y de sí mismo el primero,  incapaz de dirigir su propia vida en algún sentido y que, al final, acepta un encargo mafioso hacia el que parte como quien se entrega a los brazos de Azar para que este dios sin poder escriba tu destino.

         En La bahía de los ángeles, el hermoso frente marítimo de la ciudad de Niza, siete quilómetros de bahía esplendorosa en la que se ubica su casino, vamos a encontrarnos con dos personajes que retoman, de alguna manera, aquel de la primera película de Demy: dos personajes que han abandonado el cómodo mundo de la rutina cotidiana, la insulsez de lo eternamente repetido y han lanzado sus vidas a la vorágine del azar fijado en su representación fetiche: la ruleta. Sí, la película, de historia modesta, pero de realización e interpretación soberbias, se centra en la pasión por el juego desde el punto de vista de una veterana y un debutante: una “dama de casino”, entrada en años, que ha abandonado a su hijo y a su marido, por esa vida de ruletas y fortunas ganadas y perdidas en un mismo día, que vive al día con un optimismo que puede parece de opereta, pero que es real: su amor al juego por el juego, no por la ganancia, o su terrible confesión al compañero con quien intima: “estoy contigo porque me das suerte”, son señales inequívocas de una ludopatía absoluta a la que dedica su vida con un estilo y un aplomo que nos deja de piedra, porque parece excluir cualquier tentación de ceder al más mínimo sentimiento humano que la aparte de esa ludopatía. Él, por su parte, a punto de entrar en la treintena, aburrido trabajador de banca, se va de casa de su padre, con quien vivía, porque este no quiere en ella “un jugador” que, indefectiblemente, acaban convertidos en sablista. Y así ocurre. Va a Niza, se instala en una pensión y en el  casino descubre a quien, de refilón, había visto en su primera experiencia con el juego, guiado por un amigo, que era expulsada del casino donde él fue. El espectador sabe que es la protagonista porque el cartel anunciador nos presenta el inusual look de Jeanne Moreau de rubia platino, vestida con un traje blanco precioso de Pierre Cardin. Es decir, cuando se encuentran, él ya conoce la peor cara de la protagonista: ser expulsada como una apestada de su “templo”, pero no tardará en ver la mejor, la de una vitalista insobornable capaz de hacer frente con la mejor de las sonrisas a la suerte más adversa: arruinarse, fundamentalmente.

         La película arranca con un travelín hacia atrás que arranca del primer plano de la protagonista  y recorre, con los títulos de crédito, buena parte de esa Bahía de los ángeles donde van a encontrarse los personajes y van a construir una relación extraña. Es verano. Moreau va de blanco inmaculado. El sol es cegador. Un brillo extraordinario inunda los fotogramas. El rostro de la protagonista emerge entre la melena rubio platina que parece una continuación del vestido. Todo parece sonreírle. Su inconsciencia y volubilidad atraen al joven. En el casino forman un auténtico equipo, dispuesto a desentrañar las leyes del azar. Y así va discurriendo una película en la que la presencia del amor parece ser la del huésped inoportuno e importuno, el jamás deseado. Al espectador de un país en el que estaba prohibido el juego, salvo el bingo en las fiestas nocturnas de los oficiales, como viví yo de niño, por fuerza le habrían llamado la atención las escenas de jugadores de mediodía en el casino, satisfaciendo una afición que, desde que aquí se autorizó el juego, tras la Dictadura, parece asociarse más con la noche que con el día.

         La película actúa, también, como un documental, en parte, porque el guion está muy atento a los automatismos de los trabajadores y el modo como, por ejemplo,  cambian los dineros por fichas que despliegan como una maniobra de prestidigitación ante los ojos de los jugadores una y otra vez, siempre que acuden a su cita con la pasión por el “descenso” de la bolita al número intuido, momento, por cierto, en que los jugadores “miran para otro lado”, como si su mirada pudiera “desviar” el impulso benéfico de la bolita. La película explora las psicologías de esas dos almas solitarias que se encuentran y las sigue con espíritu notarial. Observa sus evoluciones, las idas y venidas de su acercamiento y su rechazo a perder su libertad con un compromiso cuyo futuro aún es más ignoto que los propios “descensos” de la bolita. El carácter de ella lo arrolla, pero él se deja llevar, entre admirado, sorprendido y arrebatado, como si estuviera teniendo la oportunidad de ver la vida en su más acabada manifestación. No revelo el final porque la película ha de verse sin que se sepa hacia dónde se resuelve el conflicto de pasiones que se plantea. Lo que sí revelaré es un hermosísimo travelín de la protagonista que se va reflejando en una sucesión de espejos de una forma muy fugaz en cada uno de ellos, componiendo una suerte de destello luminoso dinámico muy hermoso. Tengo para mí que Demy lo tomó de ese juego de reflejos tan original que se produce en las calles de la ciudad con la protagonista de Cléo de 5 a 7. Una historia muy sencilla para una realización estilizada y brillantísima. Y si la cinta tiene tanta entidad ello se debe al impecable trabajo de dos actores que representan dos caracteres tan opuestos como los de los personajes protagonistas: Moreau deslumbra con su sociabilidad chispeante y Claude Mann enamora con su timidez y circunspección que no excluyen ni la pasión ni la serenidad de la razón que no acaba de dejarse arrastrar del todo por la ludopatía, como el pasa a su compañera. Una química total que el espectador agradece y reconoce.

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