La tentación
del juego en dos almas gemelas especulares o la dificultad del amor para
vencer a la ruleta…
Título original: La Baie des
anges
Año: 1963
Duración: 89 min.
País: Francia
Dirección: Jacques Demy
Guion: Jacques Demy
Música: Michel Legrand
Fotografía: Jean Rabier
(B&W)
Reparto: Jeanne Moreau,
Claude Mann, Paul Guers, Henri Nassiet, André Certes, Nicole Chollet, Georges
Alban, Conchita Parodi, Jacques Moreau, André Canter, Jean-Pierre Lorrain.
Segunda película
de Jacques Demy, después de un debut espectacular con Lola (accesible en
YouTube), una película de notabilísima influencia usamericana que Demy dedicó,
sin embargo, a Max Ophüls como una declaración de principios que nunca ha
abandonado en su carrera cinematográfica que lo llevó al triunfo universal con Los
paraguas de Cherburgo, una joya del cine y del género musical, con una de
las partituras más bellas de la Historia del cine, a cargo de Michel Legrand,
con quien colaboró siempre, del mismo modo que colaboró, Legrand, con su mujer,
Agnès Varda, incluso como actor en Cléo de 5 a 7, otra película cuyo
estilismo guarda no poca relación con el muy cuidado de su marido.
Si la primera
película tenía un aire de cuento de hadas con cabaretera abandonada y final
feliz -quien la embarazó del hijo y partió a hacer las américas vuelve rico a
buscarla-, no deja de girar en torno a un personaje nihilista, desorientado,
aburrido de todos, y de sí mismo el primero, incapaz de dirigir su propia vida en algún
sentido y que, al final, acepta un encargo mafioso hacia el que parte como
quien se entrega a los brazos de Azar para que este dios sin poder escriba tu
destino.
En La bahía
de los ángeles, el hermoso frente marítimo de la ciudad de Niza, siete quilómetros
de bahía esplendorosa en la que se ubica su casino, vamos a encontrarnos con
dos personajes que retoman, de alguna manera, aquel de la primera película de Demy:
dos personajes que han abandonado el cómodo mundo de la rutina cotidiana, la
insulsez de lo eternamente repetido y han lanzado sus vidas a la vorágine del
azar fijado en su representación fetiche: la ruleta. Sí, la película, de
historia modesta, pero de realización e interpretación soberbias, se centra en
la pasión por el juego desde el punto de vista de una veterana y un debutante:
una “dama de casino”, entrada en años, que ha abandonado a su hijo y a su
marido, por esa vida de ruletas y fortunas ganadas y perdidas en un mismo día,
que vive al día con un optimismo que puede parece de opereta, pero que es real:
su amor al juego por el juego, no por la ganancia, o su terrible confesión al
compañero con quien intima: “estoy contigo porque me das suerte”, son señales
inequívocas de una ludopatía absoluta a la que dedica su vida con un estilo y
un aplomo que nos deja de piedra, porque parece excluir cualquier tentación de
ceder al más mínimo sentimiento humano que la aparte de esa ludopatía. Él, por
su parte, a punto de entrar en la treintena, aburrido trabajador de banca, se
va de casa de su padre, con quien vivía, porque este no quiere en ella “un
jugador” que, indefectiblemente, acaban convertidos en sablista. Y así ocurre.
Va a Niza, se instala en una pensión y en el casino descubre a quien, de refilón, había
visto en su primera experiencia con el juego, guiado por un amigo, que era
expulsada del casino donde él fue. El espectador sabe que es la protagonista
porque el cartel anunciador nos presenta el inusual look de Jeanne Moreau de
rubia platino, vestida con un traje blanco precioso de Pierre Cardin. Es decir,
cuando se encuentran, él ya conoce la peor cara de la protagonista: ser
expulsada como una apestada de su “templo”, pero no tardará en ver la mejor, la
de una vitalista insobornable capaz de hacer frente con la mejor de las
sonrisas a la suerte más adversa: arruinarse, fundamentalmente.
La película
arranca con un travelín hacia atrás que arranca del primer plano de la
protagonista y recorre, con los títulos
de crédito, buena parte de esa Bahía de los ángeles donde van a encontrarse los
personajes y van a construir una relación extraña. Es verano. Moreau va de
blanco inmaculado. El sol es cegador. Un brillo extraordinario inunda los
fotogramas. El rostro de la protagonista emerge entre la melena rubio platina
que parece una continuación del vestido. Todo parece sonreírle. Su
inconsciencia y volubilidad atraen al joven. En el casino forman un auténtico
equipo, dispuesto a desentrañar las leyes del azar. Y así va discurriendo una película
en la que la presencia del amor parece ser la del huésped inoportuno e
importuno, el jamás deseado. Al espectador de un país en el que estaba
prohibido el juego, salvo el bingo en las fiestas nocturnas de los oficiales,
como viví yo de niño, por fuerza le habrían llamado la atención las escenas de
jugadores de mediodía en el casino, satisfaciendo una afición que, desde que
aquí se autorizó el juego, tras la Dictadura, parece asociarse más con la noche
que con el día.
La película
actúa, también, como un documental, en parte, porque el guion está muy atento a
los automatismos de los trabajadores y el modo como, por ejemplo, cambian los dineros por fichas que despliegan
como una maniobra de prestidigitación ante los ojos de los jugadores una y otra
vez, siempre que acuden a su cita con la pasión por el “descenso” de la bolita
al número intuido, momento, por cierto, en que los jugadores “miran para otro
lado”, como si su mirada pudiera “desviar” el impulso benéfico de la bolita. La
película explora las psicologías de esas dos almas solitarias que se encuentran
y las sigue con espíritu notarial. Observa sus evoluciones, las idas y venidas
de su acercamiento y su rechazo a perder su libertad con un compromiso cuyo
futuro aún es más ignoto que los propios “descensos” de la bolita. El carácter
de ella lo arrolla, pero él se deja llevar, entre admirado, sorprendido y
arrebatado, como si estuviera teniendo la oportunidad de ver la vida en su más
acabada manifestación. No revelo el final porque la película ha de verse sin
que se sepa hacia dónde se resuelve el conflicto de pasiones que se plantea. Lo
que sí revelaré es un hermosísimo travelín de la protagonista que se va
reflejando en una sucesión de espejos de una forma muy fugaz en cada uno de
ellos, componiendo una suerte de destello luminoso dinámico muy hermoso. Tengo
para mí que Demy lo tomó de ese juego de reflejos tan original que se produce
en las calles de la ciudad con la protagonista de Cléo de 5 a 7. Una
historia muy sencilla para una realización estilizada y brillantísima. Y si la
cinta tiene tanta entidad ello se debe al impecable trabajo de dos actores que representan
dos caracteres tan opuestos como los de los personajes protagonistas: Moreau
deslumbra con su sociabilidad chispeante y Claude Mann enamora con su timidez y
circunspección que no excluyen ni la pasión ni la serenidad de la razón que no
acaba de dejarse arrastrar del todo por la ludopatía, como el pasa a su
compañera. Una química total que el espectador agradece y reconoce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario