Título original: The Strange Love
of Martha Ivers
Año: 1946
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Milestone
Guion: Robert Rossen (Historia: John Patrick)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Victor Milner
(B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck, Van Heflin, Lizabeth Scott, Kirk Douglas,
Judith Anderson, Roman Bohnen, Darryl Hickman, Janis Wilson, Ann Doran, Frank
Orth, James Flavin, Mickey Kuhn, Charles D. Brown.
El más que versátil Lewis Milestone,
antibelicista en Sin novedad en el frente, épico en Rebelión a bordo
o cáustico en su adaptaciçon de The front Page, Un gran reportaje,
filmó con cuatro de los grandes actores de Hollywood -aunque fuera el primer
trabajo protagonista de Kirk Douglas- un melodrama con estética de thriller que
cautiva a cuantos espectadores se dejan llevar por un esquema antiguo como las
primeras narraciones y que Calvino llevó al título de una de sus novelas: Si
una noche de invierno un viajero… En este caso, ese viajero salió de Iverstown
cuando adolescente y no regresa sino dieciocho años después, llevando como
acompañante a un marinero a quien ha recogido en la carretera y que es un cameo
del entonces casi desconocido Blake Edwards, no acreditado. Se separan y lleva el
coche a arreglar, porque ha chocado contra un poste mientras observaba el
cartel que anunciaba la ciudad donde nació. Sin salir del taller se pone al día
del destino de quienes fueron sus amigos en la adolescencia: Martha Ivers,
sobrina de la dueña de la empresa Ivers y Walter O’Neil, el hijo del profesor
de Martha, quien aspira a conseguir que la tía financie los estudios
universitarios de su brillante hijo. Martha ha sido rescatada de un vagón de
tren en el que pensaba fugarse con Sam Masterson y llevada a la fuerza a casa
de su tía. Una noche de tormenta, no en la que llega el viajero, que es plácida
y serena, la tía, que padece de ailurofobia, sube por la escalera y se tropieza
con el gato de su sobrina, al que comienza a golpear con su bastón. La sobrina
se asoma a la escalera, baja, le arrebata el bastón a su tía -la magnífica
Judith Anderson, espléndida también en la Rebeca de Hitchcock- y la golpea
hasta que esta pierde pie, rueda por ella y acaba muerta. El tutor se convierte
en encubridor y escribe, a partir de ese momento, buena parte e la historia de
la sobrina y de su hijo; ella, al frente de la empresa Ivers; él, fiscal del
distrito y aspirante a gobernador; ambos, casados.
En día de
elección, sin rival que le haga sombra, llega el adolescente del que estaba
enamorado Martha. De forma rocambolesca, entra en contacto con una joven que,
fracasada en Iverstown, decide volver a su ciudad natal. Al final, perdido el
autobús, acaba compartiendo hotel con Masterson, quien siente por ella la más
comprensible de las inclinaciones, porque Lizabeth Scott es algo así como la
femme fatale por excelencia, bella hasta el delirio y con una voz ronca que
acompañaba, en insólito maridaje, una mirada fulminadora. A través del diálogo
de dos almas solitarias y fracasadas, él es un jugador que va buscándose la
vida, el protagonista, un habitualmente soso Van Heflin que aquí hasta alardea
de una expresividad inusual en él, decide irrumpir sin anunciarse en la vida de
sus antiguos «camaradas» y ver no solo el efecto que tiene en ellos dicha
aparición, sino, también, qué se le ha perdido a él en esa ciudad de su niñez y
adolescencia. De hecho, la casa donde se cruza con Lizabeth Scott era la casa
donde él nació. Ella lo anima a bucear en su pasado, pero de ese pasado a él
solo parece interesarle su pareja de amigos, ahora casados y con un presente en
el que la discordia y la distancia son un presente desolador.
A medida que la
presencia del viejo conocido se va volviendo una amenaza, el peligro y la
violencia acechan al recién llegado, de quien la pareja, sobre todo él, un
fiscal alcoholizado para suplir su falta de coraje y su impotencia frente a la
mano firme de una mujer siempre resuelta y decidida a todo, teme que acabe
revelando lo que verdaderamente pasó la noche de la muerte de la tía. Mientras
él intenta que el recién llegado no remueva el pasado, su mujer se acerca a él
con una franca atracción por el hombre que es y el buen recuerdo que aún guarda
del adolescente que fue. Se inicia, por lo tanto, un conato de romance que
llenará a Sam Masterson de dudas, tantas que incluso provoca que Toni Marachek,
Lizabeth Scott, decida dejarle el camino libre hacia la gran dama, con quien se
encuentra en las habitaciones contiguas del hotel donde están ella y Sam
hospedados.
Es difícil pensar
en un buen aficionado al cine que no la haya visto, pero, si se da el caso,
hasta lo anterior me sería permitido destripar el argumento. No así, que la
película explora todas y cada una de las psicologías retratadas con un mimo
excepcional, y de cada una de ellas nos permite tener una visión suficiente
para emitir un juicio. Si a ello sumamos la puesta en esfena y una fotografía deudora
de las mejores iluminaciones contrastadas del cine negro, sacaremos en claro un
disfrute fílmico de primera magnitud. Los caracteres fuertes, como el que
representa la Stanwyck, se nos ofrece en su total complejidad: dueña y señora
de su destino desde que era una adolescente fantasiosa que deseaba huir de la égida
implacable de su tía. Kirk Douglas sorprende en su primer papel protagonista como
un ser débil, sumiso y sin capacidad para imponerse en la lucha constante con
esa mujer fuerte con la que se ha casado, pero con quien convive exclusivamente
por el interés mutuo del que se aprovechan cada cual: dinero e influencia. Todas
estas personalidades acabarán desvelándose hasta sus últimas consecuencias en
uno de esos finales que ennoblecen una película, aunque su desarrollo haya sido
flojo, pero en este caso sucede al revés, corona una trama soberbia que
mantiene en vilo al espectador hasta ese desenlace. Un clásico.
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