domingo, 1 de noviembre de 2020

«El extraño amor de Martha Ivers», de Lewis Milestone, la filigrana del melodrama «noir».

Una crónica despiadada de las relaciones de dominio y sumisión o la mentira es el más frágil fundamento de cualquier obra humana. 

Título original:  The Strange Love of Martha Ivers

Año: 1946

Duración: 116 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lewis Milestone

Guion: Robert Rossen (Historia: John Patrick)

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: Victor Milner (B&W)

Reparto: Barbara Stanwyck, Van Heflin, Lizabeth Scott, Kirk Douglas, Judith Anderson, Roman Bohnen, Darryl Hickman, Janis Wilson, Ann Doran, Frank Orth, James Flavin, Mickey Kuhn, Charles D. Brown.

 

         El más que versátil Lewis Milestone, antibelicista en Sin novedad en el frente, épico en Rebelión a bordo o cáustico en su adaptaciçon de The front Page, Un gran reportaje, filmó con cuatro de los grandes actores de Hollywood -aunque fuera el primer trabajo protagonista de Kirk Douglas- un melodrama con estética de thriller que cautiva a cuantos espectadores se dejan llevar por un esquema antiguo como las primeras narraciones y que Calvino llevó al título de una de sus novelas: Si una noche de invierno un viajero… En este caso, ese viajero salió de Iverstown cuando adolescente y no regresa sino dieciocho años después, llevando como acompañante a un marinero a quien ha recogido en la carretera y que es un cameo del entonces casi desconocido Blake Edwards, no acreditado. Se separan y lleva el coche a arreglar, porque ha chocado contra un poste mientras observaba el cartel que anunciaba la ciudad donde nació. Sin salir del taller se pone al día del destino de quienes fueron sus amigos en la adolescencia: Martha Ivers, sobrina de la dueña de la empresa Ivers y Walter O’Neil, el hijo del profesor de Martha, quien aspira a conseguir que la tía financie los estudios universitarios de su brillante hijo. Martha ha sido rescatada de un vagón de tren en el que pensaba fugarse con Sam Masterson y llevada a la fuerza a casa de su tía. Una noche de tormenta, no en la que llega el viajero, que es plácida y serena, la tía, que padece de ailurofobia, sube por la escalera y se tropieza con el gato de su sobrina, al que comienza a golpear con su bastón. La sobrina se asoma a la escalera, baja, le arrebata el bastón a su tía -la magnífica Judith Anderson, espléndida también en la Rebeca de Hitchcock- y la golpea hasta que esta pierde pie, rueda por ella y acaba muerta. El tutor se convierte en encubridor y escribe, a partir de ese momento, buena parte e la historia de la sobrina y de su hijo; ella, al frente de la empresa Ivers; él, fiscal del distrito y aspirante a gobernador; ambos, casados.

         En día de elección, sin rival que le haga sombra, llega el adolescente del que estaba enamorado Martha. De forma rocambolesca, entra en contacto con una joven que, fracasada en Iverstown, decide volver a su ciudad natal. Al final, perdido el autobús, acaba compartiendo hotel con Masterson, quien siente por ella la más comprensible de las inclinaciones, porque Lizabeth Scott es algo así como la femme fatale por excelencia, bella hasta el delirio y con una voz ronca que acompañaba, en insólito maridaje, una mirada fulminadora. A través del diálogo de dos almas solitarias y fracasadas, él es un jugador que va buscándose la vida, el protagonista, un habitualmente soso Van Heflin que aquí hasta alardea de una expresividad inusual en él, decide irrumpir sin anunciarse en la vida de sus antiguos «camaradas» y ver no solo el efecto que tiene en ellos dicha aparición, sino, también, qué se le ha perdido a él en esa ciudad de su niñez y adolescencia. De hecho, la casa donde se cruza con Lizabeth Scott era la casa donde él nació. Ella lo anima a bucear en su pasado, pero de ese pasado a él solo parece interesarle su pareja de amigos, ahora casados y con un presente en el que la discordia y la distancia son un presente desolador.

         A medida que la presencia del viejo conocido se va volviendo una amenaza, el peligro y la violencia acechan al recién llegado, de quien la pareja, sobre todo él, un fiscal alcoholizado para suplir su falta de coraje y su impotencia frente a la mano firme de una mujer siempre resuelta y decidida a todo, teme que acabe revelando lo que verdaderamente pasó la noche de la muerte de la tía. Mientras él intenta que el recién llegado no remueva el pasado, su mujer se acerca a él con una franca atracción por el hombre que es y el buen recuerdo que aún guarda del adolescente que fue. Se inicia, por lo tanto, un conato de romance que llenará a Sam Masterson de dudas, tantas que incluso provoca que Toni Marachek, Lizabeth Scott, decida dejarle el camino libre hacia la gran dama, con quien se encuentra en las habitaciones contiguas del hotel donde están ella y Sam hospedados.

         Es difícil pensar en un buen aficionado al cine que no la haya visto, pero, si se da el caso, hasta lo anterior me sería permitido destripar el argumento. No así, que la película explora todas y cada una de las psicologías retratadas con un mimo excepcional, y de cada una de ellas nos permite tener una visión suficiente para emitir un juicio. Si a ello sumamos la puesta en esfena y una fotografía deudora de las mejores iluminaciones contrastadas del cine negro, sacaremos en claro un disfrute fílmico de primera magnitud. Los caracteres fuertes, como el que representa la Stanwyck, se nos ofrece en su total complejidad: dueña y señora de su destino desde que era una adolescente fantasiosa que deseaba huir de la égida implacable de su tía. Kirk Douglas sorprende en su primer papel protagonista como un ser débil, sumiso y sin capacidad para imponerse en la lucha constante con esa mujer fuerte con la que se ha casado, pero con quien convive exclusivamente por el interés mutuo del que se aprovechan cada cual: dinero e influencia. Todas estas personalidades acabarán desvelándose hasta sus últimas consecuencias en uno de esos finales que ennoblecen una película, aunque su desarrollo haya sido flojo, pero en este caso sucede al revés, corona una trama soberbia que mantiene en vilo al espectador hasta ese desenlace. Un clásico.

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