Una brava película sobre el racismo a partir de una mulata demasiado «clara»: Pinky o un melodrama sureño con reivindicación racial.
Título original: Pinky
Año: 1949
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Elia Kazan
Guion: Philip Dunne, Dudley Nichols (Novela: Cid Ricketts Summer)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
(B&W)
Reparto: Jeanne Crain, Ethel Barrymore, Ethel Waters, William Lundigan.
Que un productor como Darryl F.
Zanuck despida a John Ford tras visionar el metraje grabado en una semana me
parece, se mire como se mire, un exceso de soberbia que me deja totalmente
confundido, aunque ya se sabe que el mundo del cine es territorio abonado.
Habiendo sabido el dato, además, ya no se me va de la cabeza lo que podría
haber hecho Ford con una trama que se le ajustaba como un guante, porque su
sensibilidad para con la minoría negra hubiera garantizado una película tan
combativa como la de Kazan, quien, a pesar de los pesares, hace suya la
película y la convierte en una continuación, con otros personajes, de su
película anterior, La barrera invisible, sobre el antisemitismo en
amplios círculos de la sociedad usamericana, un tema no excesivamente tratado
en el cine, pero existente, aunque no en el grado del racismo contra los
negros, por supuesto. Era conocida, sin embargo, la “visión” del productor
Zanuck para decidir si tal o cual película, producida por él, podía o no ser un
éxito, y más aún su intervencionismo en los proyectos que producía. Que conste
que a Ford le produjo unas siete películas…, y entre ellas la excepcional Las
uvas de la ira…
La trama es
simple: una chica mulata, pero de piel clarísima -tan clara en el caso de la
excelente protagonista, la bella y expresiva Jeanne Crain, que cuesta no poco
aceptar que sea mulata- vuelve a casa de su abuela tras haberse graduado como
enfermera. Como un doctor que ignoraba su condición racial se enamoró de ella,
no quiere quedarse en el arrabal negro donde vive con su abuela y quiere
marcharse lejos. La tensión con la abuela se produce cuando ella le dice que la
necesita, después de haberla ayudado a graduarse trabajando duramente, día y
noche. Le pide que cuide a una mujer enferma a cuyo servicio ella ha estado
muchos años, una Ethel Barrymore inconmensurable, dueña de unos registros de
voz y gesticulación, miradas sobre todo, que valen por toda la película. Al
principio no se entienden de ninguna de las maneras, porque la protagonista odia
repetir lo que ya hizo su abuela, estar a sus órdenes un si es no es despóticas.
La relación progresa hacia el entendimiento a la que ambas respetan la
independencia de cada cual y se “reconocen”. En calidad de habitante del
arrabal, la protagonista incluso sufre un conato de agresión sexual del que
logra zafarse con no poca dificultad. El doctor enamorado, como no podía ser de
otra manera, llega al arrabal para pedirle que e case con él y abandone ese lugar
que “no es su sitio”, momento en el que otra nueva tensión, la de su pertenencia
a una u otra raza, se erige con el protagonismo que continuará hasta el final.
La muerte de la anciana que cambia su testamente para dejarle el palacete y la
casa donde ha vivido, desentierra el hacha de guerra de una prima suya que se
cree con derecho a la herencia y que la acusa de no ser “legal” un testamento
que alteraba el que la fallecida ya había hecho. La escena en que la prima
llega a la tienda donde la “negra” está siendo atendida, exigiendo que dejen de
atenderla, “si es que aún se trata en ella a los “blancos” como se debe” es una
de las mejores de la película, porque, a pesar de que las dos Ethel, Barrymore
y Waters, esta última la abuela de la protagonista, compiten en excelencia,
Evelyn Varden nos demuestra el poder sin techo de los “secundarios” los “actores
de carácter”, como ya la vimos en Llama un desconocido, de Jean Negulesco.
El juicio no
responde a la expectativa creada, porque se “despacha” con relativa rapidez,
desaprovechando una tradición genérica usamericana que tan buenas películas nos
ha deparado. Ahí está el de Matar a un ruiseñor, de Mulligan, por
ejemplo, el de Sargento Negro, de Ford o Doce hombres sin piedad,
de Lumet; pero se queda en la retina del espectador el cartel que se enfoca en
el que se anuncia el juicio “Pinky (colored)”, reza, "versus Wooley", que es la
prima de la fallecida.
Elia Kazan ha
buscado la recreación de un arrabal negro de marcado carácter realista, en el
que emergen ciertos personajes con un grado muy notable de verismo, lo que
contribuye a darle a la película una perspectiva casi neorrealista que podemos
relacionar con películas de Ford como Tobacco Road, por ejemplo.
Hay una suerte de aceptación fatalista del dominio blanco y de la subordinación
negra que se superponen al conflicto íntimo, de clase y de raza, de la
protagonista, que es el que, al cabo, acaba dominando, sobre todo tras la
aparición de su prometido, quien promete ayudarla, sin juzgarla, hasta que ella
tome una decisión, pero eso ya pertenece al desenlace que cada espectador ha de
juzgar por sí mismo.
La película fue
controvertida en su momento, y se le reprochó al productor, Darryl F. Zanuck
que no hubiera escogido a una mulata auténtica para hacer el papel. Elia Kazan consiguió
arrancar de Jeanne Crain una interpretación emocionante y conmovedora que le
valió una nominación al Oscar a la mejor actriz, a pesar de que Kazan no asumió
el relevo de Ford con mucha convicción, dada la elección de la actriz; pero la
profesionalidad de la actriz acabó convenciéndolo de sus bondades
interpretativas. La cuestión racial aún era tabú en el cine, y la película
llegó a estar prohibida en algunos estados. De entonces acá ha llovido mucho y
hemos visto verdaderas maravillas sobre el tema en el cine, pero bien conviene
tener memoria de la valentía con que abrieron paso películas pioneras como esta
de Kazan y, sobre todo, del productor, Zanuck, factótum de la Fox durante prácticamente toda su vida, con un nivel de intervencionismo
en “sus” películas que bien le acreditan como cocreador de todas ellas.
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