Plantada en la
noche de bodas por un heredípeta, en un trasatlántico y sola frente a la locura
de no ser creída: Un tour de force interpretativo de Jeanne Crain.
Título original: Dangerous Crossing
Año: 1953
Duración: 75 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joseph M. Newman
Guion: Leo Townsend (Historia: John Dickson Carr)
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Jeanne Crain, Michael Rennie, Max Showalter, Carl Betz, Mary
Anderson.
Que YouTube es una suerte
de cofre de tesoros para los aficionados al cine solo hay que verlo en la
cantidad de películas que, ignoradas por casi todos, se nos ofrecen como un
terreno virgen en el que explorar rincones poco o nada frecuentados. La
producción usamericana de los 30 y 40
fue tan febril, se trabajaba tan a destajo, que incluso muchos productos de los
filmados “en serie” acaban dándonos, muchos años después, muy gratas sorpresas.
Eso me ha sucedido con esta película en la
que recalé tras haber destacado el trabajo de la protagonista en Pinky,
de Elia Kazan. Llegué a ella y desde la primera toma en la que la cámara baja
rodeando parte del escenario hasta acercarse a la protagonista que espera en el
muelle la llegada de su marido para embarcar en el buque que les lleva, tras su
boda, a su destino, a partir de ahí, tras separarse mínimamente al acceder por
la escalera al interior del buque, el matrimonio se instala en su camarote y él
se acerca al bar donde espera que ella, tras cambiarse, se reúna con él. Ella
llega al bar, pero no encuentra a su marido. Y ya no lo va a encontrar hasta el
desenlace.
En efecto, se trata de una película de
intriga o suspense -según se mire desde el punto de vista del realizador o del
espectador- que obliga a la protagonista a adueñarse de la cinta, porque son muy
pocos los planos en los que ella no está siempre presente, y tratar de superar
lo que acaba intuyendo que pretenden hacer con ella: convencerla de que está
loca y que es una ficción todo lo relativo al marido y a su embarque en el
buque con él. Suerte que la expresión de ciertos rostros, entre conchabadas y
malignas, le permiten al espectador agarrarse a ellas, como a un clavo ardiendo,
para saber que el calvario que va a pasar la protagonista es una obra
concienzuda de expertos y deleznables malhechores que urden toda la trama como
una red en la que la mujer, para su desesperación, ha caído con total inocencia.
A poco de iniciarse la travesía, el buque
entrará en un persistente banco de niebla que convierte las escenas rodadas en
los diferentes exteriores del buque en lo más parecido al fantasmal Londres del
smog, lo cual, unido a la tétrica sirena que alerta de la presencia del buque
en ella y que se convierte poco menos que en un elemento fundamental de la
banda sonora de la película, se logra crear una atmósfera entre el suspense y
el terror muy conseguida. Dada la situación, la mujer no tiene billete ni
pasaporte ni nada que acredite que tiene derecho a estar donde está, aunque al
final sí que se encuentra su equipaje, si bien en un camarote distinto del en que
ella insiste que entró con su marido, antes de que este «desapareciera», el capitán
del buque encarga al doctor, el apuesto secundario Michael Rennie, una cara
popularísima para cualquier espectador, que cuide de la pasajera y que impida
que provoque alguna escena que pueda alterar la vida cotidiana del resto del
pasaje, porque, en efecto, el proceso de enloquecimiento de ella va progresando
poco a poco, pero de manera muy efectiva, a lo largo de la película. En este
sentido, el hecho de transmitir sus pensamientos con voz en off, para
permitirnos seguir el curso de sus pensamientos, nos acerca íntimamente a ese
proceso de enloquecimiento.
Poco más debería contar sobre la película,
porque tengo la impresión de haber contado demasiado. A partir de donde yo dejo
la situación, al espectador le encantarán los primeros planos de Jeanne Crain,
no estoy tan seguro de que le guste el vestuario que va cambiando a menudo, y
le cautivará el poder de sugestión del interior de un gran buque y, sobre todo,
el sobrecogedor ambiente de sus cubiertas inundadas de niebla. Cuando la locura
deviene en una suerte de conato de paranoia, todo se vuelve amenazante para la
protagonista, y ahí es cuando descubrimos la gran lección de Hitchcock sobre cómo
crear una suerte de tejido de sensaciones inquietantes que acorralan a la
protagonista: espacios, caras, pasos, miradas, bastones, y el inocente círculo
con que se juega en cubierta a una especie de Badminton que acerca a la
protagonista al borde de una de las amuras del buque con caída libre al mar, a
poco que el pasajero se descuide. En ese sentido, la película no defraudará a
nadie, porque la trama se va «despejando» con una perfecta dosificación.
Incluso cuando todas las cartas están ya sobre la mesa y el espectador sabe a
qué atenerse, aún le esperan no pocos momentos muy emocionantes.
Un barco en alta mar, aunque sea un trasatlántico
con todas las comodidades, es un espacio cerrado del que un director puede
sacar un provecho como el que sacaba Hitchcock de ciertas casas, por ejemplo.
Por suerte, la trama, centrada en un heredípeta, nos aleja de las novelas de
Agatha Christie, porque el personaje del Dr. tiene las suficientes dosis de
ambigüedad como para mantenernos siempre a la espera del dato que nos confirme
que él está «en el ajo» de cuantos infortunios le acaecen a la recién casada.
En fin, que se trata de una de esas clásicas
películas tan bien realizadas que nos resistimos a dejarla olvidada en la
eximia categoría B y les damos el certificado de excelente producción de serie
A. Para una sobremesa o una velada entretenida, en efecto.
La cadena infernal que lleva de unas películas
a otras, me ha llevado ahora a intentar volver a ver una que tengo muy olvidada
y en la que Michael Rennie tuvo un papel destacado, dirigida por Robert Wise, Ultimátum
a la Tierra, un Robert Wise de quien ayer mismo veía Mujeres culpables,
por cierto…
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