Un melodrama perfecto con uno de los más emotivos finales de la Historia del Cine: directa al corazón, sin intermediarios…
Título original: Random Harvest
Año: 1942
Duración; 125 min.
País: Estados Unidos Estados
Unidos
Dirección: Mervyn LeRoy
Guion: George Froeschel, Arthur Wimperis, Claudine West (Novela: James
Hilton)
Música: Herbert Stothart
Fotografía: Joseph Ruttenberg (B&W)
Reparto: Ronald Colman, Greer Garson, Philip Dorn, Susan Peters, Henry
Travers, Reginald Owen, Bramwell Fletcher, Rhys Williams, Una O'Connor, Aubrey
Mather, Margaret Wycherly, Arthur Margetson, Melville Cooper, Alan Napier, Jill
Esmond, Marta Linden, Ann Richards, Norma Varden, David Cavendish, Ivan
Simpson, Marie De Becker, Charles Waldron, Elisabeth Risdon, Peter Lawford.
La he visto tres veces, con
esta, y en ninguna de las tres ocasiones ha dejado de emocionarme de un modo
que consigue sacarme las lágrimas de lo más profundo y genuino de la emoción.
Durante mucho tiempo olvidé el título e incluso los actores, pero cuando la «recuperé»
ya se me quedó grabada como una de las películas que conmueven las entretelas
del alma. A muy distinto nivel, pero con idéntica reacción, me sucedió lo mismo
que con otros clásicos excelsos muy particulares en mi biografía de aficionado al
cine: El momento de la resurrección en Ordet, de Dreyer o el momento en
que, en la fuente, Helen Keller asocia palabra y cosa en El milagro de Ana
Sullivan, de Penn. Son auténticos «momentos mágicos» y, como esos, ya digo
que cada cual en nivel, mi vida está salpicada de ellos, forman parte de mi *emocionografía,
si se me permite el barbarismo. Yo lo llame arte verdadero, porque hay, en
efecto una catarsis como la que la primitiva tragedia griega buscaba conseguir
en el espectador.
De un libro de
éxito, del autor de Adiós, Mr. Chips, James Hilton, llevado con éxito a
la pantalla por Sam Wood con idéntico título y misma protagonista femenina que
en esta, Greer Garson, Mervyn LeRoy, tomándose no pocas licencias respecto del
original de Hilton, «reconstruye», podríamos decir, una historia cuyo interés da un salto
espectacular hacia la mitad de la película y que ya no abandonará, en un
crescendo emocionante, hasta ese soberbio final. La película va camino de ser
octogenaria, pero , aun así, me abstendré de revelar el final, dada la
importancia que tiene.
En lo que si
voy a hacer hincapié es en la soberbia construcción del guion y en la realización
de un autor cuya obra, a medida que voy «cubriéndola», me parece propia de uno
de los grandes del cine, por más que a muchos aún les siga pareciendo la
excelencia del «artesano». En esta ocasión, sin embargo, una obra
fundamentalmente de estudio, consigue unos planos, una iluminación y unas
secuencias que agigantan la película. He de confesar que la elección de Ronald
Colman, a pesar de su magnífico quehacer, no es, sin duda, para mi gusto, la mejor
opción posible, porque con 51 años, y aun a pesar de ser un oficial, se lleva
demasiados años con la coprotagonista, una joven cuya súbita atracción por un
hombre envejecido y aquejado de amnesia por el fuego enemigo en la Primera
Guerra Mundial resulta no inverosímil, pero sí algo difícil de aceptar. Con
todo, reconozco que la química que hay entre ambos funciona estupendamente y
consiguen hacer creíbles sus papeles y su historia, porque, de otro modo, la
película no podría apelar, con tanta convicción a tocar la fibra sensible del
espectador.
Tras haberse
escapado del hospital donde esta recluido, sumido en una amnesia que impide su
identificación, es “recogido” en la fiesta de celebración del final de la
contienda por una actriz de variedades que lo «acoge», lo ampara y se acaba
encargando de él, hasta que logran crear una vida en común, llegada de un hijo
incluida, después del matrimonio preceptivo, claro, y construida sobre la
dedicación literaria del protagonista, a quien le ofrecen un puesto de trabajo
fijo en un diario en Liverpool. Al ir a entrevistarse con el editor, es
atropellado por un vehículo y, por efecto del golpe, recobra instantáneamente
la memoria. Ello lo lleva, ignorando qué diablos podría estar haciendo en
Liverpool, a regresar a su antigua casa familiar, en la que el padre acaba de fallecer
y los hermanos lo reciben, con no poca suspicacia, inicialmente, pues aparece
justo cuando se va a dar lectura pública al testamento. Instalado en «su» casa
de siempre, decide tomar las riendas del negocio familiar y ahí es cuando la
película da ese cambio espectacular que deja boquiabiertos a los espectadores:
el magnate llama a su secretaria para despachar un asunto y en ese momento
entra su mujer, con quien había tenido un hijo. Se hablan y despachan el asunto
como lo que son: extraños el uno para el otro; por más que en la retina del espectador
las imágenes anteriores a ese encuentro sean las de un matrimonio feliz que se
despide porque él va en busca de un trabajo estable y una mejora económica. El impacto
psicológico es descomunal, porque te revela, con total y dramática normalidad,
lo que significa la amnesia, un asunto que, particularmente, siempre me ha
resultado muy atractivo y con una potencia dramática y narrativa de primer
orden. Tanto en la humilde casa donde vivía la pareja, como en el caserón donde
se instala tras recobrar la memoria, LeRoy ha optado por unos encuadres muy
físicos, en los que los protagonistas parecen tocar el objetivo de la cámara,
haciéndonos partícipes de su intimidad, porque esa es la sensación que los
planos medios consiguen en esta película: involucrarnos casi físicamente en esa
intimidad en la que la mujer lleva la voz cantante frente a una personalidad
solo definida por la amnesia y que se va perfilando poco a poco. De hecho, el
protagonista abandonó los estudios literarios por la guerra, y, en vez de retomarlos,
algo que la edad real del actor desaconseja para no tener que rodar con el
personaje de espaldas en la universidad, como hubo de hacer John Ford con él en
Dr. Arrowsmith.
Volverla a ver
me ha permitido fijarme en la puesta en escena, con una leve influencia expresionista
que se advierte en la toma del despacho del doctor en el manicomio donde está
internado, en la que un ventanal de dimensiones
infinitas junto a una austera mesa parece irrealizar la escena, dotándola de
una perturbación espacial que simboliza la perturbación mental del protagonista,
hasta que la cámara se va acercando y reequilibrando los elementos del plano
para devolvernos al realismo tradicional. Hay, en la relación matrimonial con
la actriz algo de feérico, y esa es la impresión que nos produce el lirismo
acentuadísimo de la casa donde se instalan al lado de un riachuelo sobre el que
se tiende un puente por el que discurre la carretera. La relación con otros
miembros de la comunidad tiene ese aire «capriano» de comunidad pequeña y bien
avenida que contribuye a crear esa ambientación como «de cuento» del que la
protagonista «despierta» al conseguir colocarse como secretaria de su exmarido
a quien incluso contribuye a dar por muerto, tras haber pasado los años
preceptivos de su desaparición, de modo que el protagonista pueda «rehacer» su
vida. Lo que nunca abandona al protagonista es el contacto con la llave que
llevaba en el bolsillo y que acaba llevando siempre con él, como si intuyera
que alguna vez esa llave abrirá una puerta por la que vuelva el pasado que ha
olvidado. Diez candados pongo en mis dedos en este momento y dejo solos a los
espectadores con este melodrama que deseo que les emocione como consigue
emocionarme a mí cada vez que, con años entremedias, lo vuelvo a ver.
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