El arriesgado elogio de la comedia de “evasión” y los peligros sorteados de la comedia alocada.
Título original: Sullivan's
Travels
Año: 1941
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Preston Sturges
Guion: Preston Sturges
Música: Leo Shuken, Charles
Bradshaw
Fotografía: John F. Seitz
(B&W)
Reparto: Joel McCrea, Veronica Lake, Robert Warwick, William Demarest,
Franklin Pangborn, Porter Hall, Eric Blore, Robert Greig, Jimmy Conlin, Ray
Milland.
Título original: The Miracle of Morgan's Creek
Año: 1944
Duración: 98 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Preston Sturges
Guion: Preston Sturges
Música: Leo Shuken, Charles
Bradshaw
Fotografía: John F. Seitz
(B&W)
Reparto: Eddie Bracken, Betty Hutton, Diana Lynn, William Demarest,
Porter Hall, Emory Parnell, Al Bridge, Julius Tannen, Victor Potel, Brian
Donlevy, Akim Tamiroff, Joe Devlin, Nora Cecil, Eddie Hall, Georgia Caine,
Esther Howard, Hal Craig.
Preston Sturges, a pesar de su
relativamente corta obra, es uno de los grandes creadores de la comedia
usamericana junto a autores como Capra o Wilder, más jóvenes que él. Sturges
era un guionista de éxito, muy cotizado, que pasó al campo de la dirección para
que no le estropearan sus guiones, precediendo a autores como Wilder o Huston.
Y así comenzó una carrera de éxitos entre los cuales figuran estas dos películas
sobre las que escribo hoy, pero todas sus obras tienen un marchamo de calidad
que las equipara y hace inconfundiblemente suyas desde la primera que dirigió: El
gran McGinty, en la que la crítica social y política tiene un peso
decisivo. Sturges tenía predilección por lo que se llama la screwball comedy,
la comedia alocada, uno de cuyos máximos exponentes es La fiera de mi niña,
de otro gran genio de la comedia: Howard Hawks. Los viajes de Sullivan podría
entenderse, al viejo estilo hermenéutico, como una “película de tesis”
ejemplarmente desarrollada: Un autor de comedias sufre una crisis de
responsabilidad social y decide dirigir una película en que se muestre el
sufrimiento humano para conmover a los espectadores y lograr cambiar la
sociedad para conseguir un mundo mejor. ¿Qué sabe él, sin embargo, del sufrimiento
de los pobres? Nada. ¿Solución? Hacerse pasar por uno de ellos, convivir con
ellos, empaparse de sus desgracias y narrar, después, desde la experiencia. Los
compromisos con los estudios lo obligan a admitir ciertas condiciones que desnaturalizan totalmente su “noble” intento,
caricaturizándolo de un modo cruel y esperpéntico. La acidez crítica de
Sturges, perfectamente entendido por un actor, Joel McCrea, en estado de
gracia, consigue que un a idea disparatada se convierta en un perfecto retrato
de las miserias humanas. En esas idas y venidas al y del mundo de la miseria,
volverá en una de ellas, con una aspirante a actriz, la consagración de Veronica
Lake, con quien acaba formando un dúo de vagabundos de opereta que redobla el
interés de la infatuada aventura del director: un experto en hacer reír
reconvertido en un aspirante a hacer llorar… La trama estállenla de episodios
magníficos que acabarán llevando al protagonista a un severo penal donde,
reprimido por el alcaide con la mano dura del terror de sus castigos, acabará
enterándose de que “se ha suicidado”… Es un clásico, pero como es en blanco y
negro imagino que miles de jóvenes han rechazado asomarse a la pantalla para,
siquiera por curiosidad, saber de qué va una de las grandes comedias del cine.
Ahí les estará esperando con un humor irreverente y unos gags magníficos que en
modo alguno pueden ni siquiera compararse con las bobadas que, hoy en día,
quieren hacernos pasar por comedias. La obra es, en el fondo, una apología de
la comedia, y creo que la mejor que se haya rodado nunca, porque lo que era una
película de tesis, confirma esta de modo irrefragable. Las interpretaciones son
vitales para poder transmitir la carga corrosiva, y a menudo ingenua, que hay
en el guion. Por ello, Sturges recurre a secundarios que aparecen una y otra
vez en sus películas, porque le «garantizan» la comicidad con unos recursos
tradicionales ya en las películas mudas. Es el caso, por ejemplo de William
Demarest, que tiene en El milagro de Morgan Creek un protagonismo
evidente y magnífico.
El milagro de Morgan Creek es un
ejercicio de cine funambulista, típico de un autor que roza constantemente la inverosimilitud
para construir una historia en la que, a fuera de disparates argumentales,
acaba dando forma a una crítica del cinismo social muy considerable, por más
que se manifieste, como digo, en pequeños detalles. El motivo dinámico de la
narración es la salida nocturna de una joven empleada en una tienda de discos
para despedir a los jóvenes soldados que marchan al frente al día siguiente. La
complicidad de su joven enamorado, quien sabe que no puede competir con nadie
por el amor de la protagonista, de quien está enamorado desde que ambos eran niños,
permite la salida, burlando el control de un padre policía que vela por la «integridad»
de su hija, a pesar de que la sabihonda hermana pequeña es una convincente
aliada de la mayor contra su doble «autoridad». El caso es, y así arranca la película,
que la joven queda embarazada y casada sin que se sepa quién es el marido y
padre de la futura criatura. El título mismo de la película, con la inclusión
de la palabra «milagro» para referirse a una concepción «sin padre conocido»
era, en 1944, un atrevimiento transgresor descomunal. Es decir, que la película
se ha de ver teniendo presentes los estándares morales de aquellos años, no los
actuales, porque, desde estos, el edificio entero de la película se derrumba
como una «tontería» infumable. Construir, por lo tanto, con esos delicados
mimbres una historia en la que prime el buen humor es un desafío muy notable.
Reconozco que algunos de los recursos slapsticks de la película, por
manidos, ni nos inmutan, pero otros, de más calado, como la flojera de piernas
del “soldado” novio de la chica ante el juez que los casa o el del regreso de
la fiesta de la joven, tras haberle abollado el coche a su cómplice, son
estupendos. El contraste de las hermanas y la relación de ambas con el severo
padre autoritario depara también muy buenos momentos, sobre todo por la
excelente interpretación de la hermana menor, Diana Lynn, de exitosa carrera
posterior. La puesta en escena de estudio, en un pequeño pueblo perdido en el inmenso «continente»
usamericano, facilita mucho la labor de recreación de ese «microcosmos» que se
altera cuando la noticia de lo sucedido alcanza una difusión nacional y se
convierte en un «imperativo ético» camuflar socialmente la situación. He de reconocer que el
protagonista, Eddie Bracken, contribuye notablemente a que el disparate
argumental se encauce por unos terrenos realistas que les permitan a los
espectadores seguir con interés la trama en busca del desenlace; pero no es
menos cierto que representa un papel que Jerry Lewis hizo suyo con muchos
mejores recursos. Aquí da la talla, desde luego, porque ser el indesmayable
enamorado de quien ni siquiera se percata de tu presencia es algo ciertamente difícil,
y él lo escenifica a la perfección. De hecho, Jerry Lewis, como ya dije en la crítica
de Yo soy el padre y la madre, representa ese papel en la versión muy libre
y musical que hizo Frank Tashlin de esta historia de Sturges. Con sus enormes
aciertos y sus mínimas debilidades, es este un programa doble que satisfará a
cualesquiera espectadores dispuestos a disfrutar con los primeros y a ser
tolerante con las segundas.
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