sábado, 22 de enero de 2022

«Un condenado a muerte se ha escapado», de Robert Bresson, cinematografista.

 

Un poema religioso que, a los enamorados del Cántico espiritual, nos trae a la memoria la huida de la cárcel de Juan de la Cruz.

 

Título original: Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut

Año: 1956

Duración: 99 min.

País:  Francia

Dirección: Robert Bresson

Guion: Robert Bresson. Autobiografía: André Devigny

Música: Wolfgang Amadeus Mozart

Fotografía: Léonce-Henri Burel (B&W)

Reparto: François Leterrier, Roland Monod, Charles Le Clainche, Maurice Beerblock, Jacques Ertaud.

 

         Poco a poco voy completando las escasas catorce películas que Robert Bresson dirigió a lo largo de su vida. Un director como él está reñido, obviamente, con la prolijidad, y en modo alguno podía haber sido prolífico para quien cada película era una experiencia en la que intuía cómo entraba, pero ignoraba cómo saldría. Para bien o para mal —lo digo para los impacientes incapaces de «soportar» las claves poéticas de las películas de Bresson— Un condenado a muerte se ha escapado tiene todas las virtudes del cine del autor, que se aquilatarían aún más en su siguiente película, Pickpocket, y, para esos deseantes de las 48 imágenes por segundo…, todos sus defectos. Como, ¡gracias a Méliès!, yo me encuentro del lado de los admiradores incondicionales del director francés, nada más fácil que entonar la loa de una película que se ha de vivir, hasta donde las maneras antinaturalistas y tendentes a la abstracción de Bresson nos dejan, por supuesto, porque no es fácil ejercitar la empatía con un personaje que no parece responder a la espontaneidad, sino, y más en su caso, un aspirante a prófugo para evitar la muerte ya sentenciada, al cálculo preciso, riguroso, exacto, matemático. Ignoro si el autor del libro autobiográfico en que está basada la película se sintió identificado con ese militar místico que aspira a burlar la muerte, pero mucho me temo que debió salir del cine tan desconcertado como un fan de Bruce Willis o de Chuck Norris a los que hubieran «engañado» para meterlos en el cine y asistir a la proyección.

         Decir de Bresson que es un autor «de manual» significa exactamente que se atiene a los preceptos estéticos que vertió en sus Notas sobre el cinematógrafo, sobre las que me extendí aquí, adonde remito al espectador interesado en desentrañar una manera tan peculiar de hacer cine, de crear realidad, sin reproducirla torpemente para crear un «calco» de la misma. En cualquier película de Bresson sabemos que estamos ante una obra de arte que responde a sus propias reglas y exigencias. Este afán de crear una realidad que no haya existido antes en la propia realidad se advierte en el carácter casi geométrico en que se manifiesta la acción de la película. Si unimos a esa geometría espacial —elementos del decorado que interseccionan en el plano y crean una suerte de red de direcciones a las que se suman las hileras de los prisioneros repitiendo desfiles rituales y rutinarios, o aseándose en los baños, sin que sea agobiante la presencia de los guardianes armados, a pesar de haberlos, por supuesto— la austeridad emocional propia de los relatos de Kafka, a mi entender una de las grandes inspiraciones de Bresson, estaremos, creo yo, bien pertrechados para entrar en ese mundo hermético y religioso del director francés.

         Dentro de sus propias «normas», Bresson rueda siempre con actores no profesionales y ello le garantiza la ausencia de la afectación y la impostación. El vídeo que compré, que ofrece la película remasterizada, añade, además, un extenso documental en el que se entrevista al protagonista, a colaboradores de Bresson y a algunos directores, todas esas declaraciones nos permiten obtener una valiosa información del casi enfermizo proceso de realización de las películas de Bresson. El colmo de los colmos, sobre todo para el montador, algo que, extrañamente, Bresson dejaba en manos de otros profesionales, me pareció el hecho de que, para una misma frase, disponiendo de seis o siete tomas, ¡Bresson escogiera una toma diferente para cada una de las palabras de la frase…! Está claro que no andamos lejos de la manía platónica, una suerte de singular perversión de la cuarta de ellas que describe Platón, pero Bresson era muy consciente de que su norte estético era alejarse de la realidad tal como la vivimos, de modo que pudiera rehacerla según su visión de la historia que narra. Sorprende la condición de militar de un joven cuyos movimientos y miradas más lo acercan al místico que al guerrero, si no es que Bresson ha querido revivir aquel ideal del monje guerrero que fueron los templarios.

         La película puede encuadrarse en el género específico de las fugas carcelarias, en el que todos recordarán aquel prodigio que fue, en su día, El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer, un autor por el que siento especial predilección. Ahora bien, si el sigilo, el disimulo y la discreción son parte fundamental de esa «noble» tarea, cuando se lleva a cabo en una situación histórica tan insufrible como la dominación alemana de Francia, en esta película de Bresson el plan de la evasión está descrito tan minuciosamente que cada uno de los mínimos gestos de los actos del protagonista adquieren un relieve sustancial, aunque el personaje en modo alguno trasparente nada que pueda traicionar su objetivo. La aparición de un soldado desertor en su celda genera una tensión sobreañadida, porque se pregunta —la voz en off del protagonista es un recurso valioso para no quebrar la composición silente del personaje— si está ante un arrepentido o ante un infiltrado que busca averiguar sus intenciones para delatarlo ante el alcaide y las autoridades alemanas. La filmación de los detalles, como en el inicio de la película su intento de fuga del coche en el que lo llevan detenido, pero no esposado, y que acaba fracasando, es otra de las singularidades del cine de Bresson: esa atención mayúscula a lo minúsculo rompe en mil pedazos la ficción de la naturalidad y nos devuelve constantemente al artificio de la construcción deliberada y antinaturalista de lo real. En ese sentido hemos de entender la mayoría de los movimientos del personaje, sus miradas y sus escasas y átonas palabras, sin apenas inflexiones que traduzcan  sentimientos comunes, su experiencia interior. El protagonista confesaba que Bresson, a diferencia de otros directores, jamás le dio ninguna indicación de cómo debía interpretar o hablar, aunque para ciertos gestos exigía una suerte de ritual que no se apartara ni un jeme de sus indicaciones, sobre todo a la hora de mover un objeto, comer, desplazar algo material en el espacio, etc. Es increíble la concentración del protagonista en cada una de sus acciones, salvo en aquella escena hermética en la que gira una esquina y alza los brazos como un poseso para regresar de inmediato con la misma circunspección que lo acompaña incluso en los momentos decisivos de la huida, junto a su compañero de celda. A mí, particularmente, me ha recordado, también, el famoso poema de San Juan, La noche oscura:  «En una noche oscura,/con ansias, en amores inflamada,/¡oh dichosa ventura!,/salí sin ser notada/estando ya mi casa sosegada./ A oscuras y segura,/por la secreta escala, disfrazada,/¡oh dichosa ventura!,/a oscuras y en celada,/estando ya mi casa sosegada».

         No hay película de tema carcelario que no incluya una fuerte dosis de suspense, un temor, que acompaña permanentemente a los protagonistas, a ser descubiertos, lo que acarrearía, en el caso del militar condenado, el fusilamiento inmediato. Durante la preparación de su plan, son frecuentes los fusilamientos; pero no son los únicos ruidos que, en la reconstrucción de la realidad de Bresson, adquieren una entidad propia en la película, y esa es otra característica de su cine, poco dado a la inclusión de la música como un elemento de la narración, aunque en este caso la música de Mozart se convierte en un marco indispensable para el desarrollo de la narración: mezcla a partes iguales el sentimiento religioso y el sentimiento épico.

         Ninguna película de Bresson deja indiferente a los espectadores, y esta menos que ninguna, dada la austeridad esencial con que se narra una historia, como él quería siempre, que no incluyera grandes pasiones, sino fragmentos de vida corriente que él se encarga de rehacer otorgándole una complejidad espiritual no siempre fácil de seguir o de aceptar por quienes suelen estar más apegados a la narrativa tradicional. Con todo, es una película muy atenta a los detalles en un marco de actividades rutinarias, mecánicas, y gracias a ellos se trasciende la trivialidad de lo narrado. La expresividad de François Leterrier, tan recatada, obra maravillas, y Bresson aprovecha todo el caudal metafórico que puede extraer de esa interpretación entre mística, alucinada y matemática. Sea como fuere, y con el eco permanente de otros autores como Dreyer en la memoria de la contemplación fílmica, esta película se hace muy valedora de todos los elogios que ha despertado entre los críticos desde que se filmó. Pasen y vean, pasen y vean…

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