sábado, 29 de enero de 2022

«Siempre estoy sola», de Jack Clayton, un retrato de la insatisfacción.

 

Una brillantísima interpretación de Anne Bancroft en el estilizado  retrato de la crisis de pareja de un matrimonio fuera de lo corriente.

 

Título original:  The Pumpkin Eater

Año: 1964

Duración: 118 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Jack Clayton

Guion: Harold Pinter. Novela: Penelope Mortimer

Música: Georges Delerue

Fotografía: Oswald Morris (B&W)

Reparto: Anne Bancroft, Peter Finch, James Mason, Cedric Hardwicke, Rosalind Atkinson, Maggie Smith, Eric Porter, Richard Johnson.

 

 

Peter, Peter pumpkin eater,

Had a wife but couldn't keep her;

He put her in a pumpkin shell

And there he kept her very well.

Peter, Peter pumpkin eater,

Had another and didn't love her;

Peter learned to read and spell,

And then he loved her very well.

 

 

         Esclava y seductora,  se tituló en Argentina, la que aquí titularon Estoy siempre sola, dos muestras del horror intitulador que suele generar la absurda necesidad de traducir títulos para los que habría que  buscar un equivalente en español, no una «recreación» que, casi siempre, acaba cayendo en el mayor de los ridículos. He encabezado la crítica con la canción de parvulario en la que se inspira el título inglés, la cual es, además, una clave para entender el desarrollo de una historia  que no es, como pareciera, ficción, sino dura y cruda realidad vivida por la autora de la obra que adaptó Harold Pinter, Penelope Mortimer. La obra empieza in medias res, con la protagonista ya sumida en una profunda depresión a la que no ha sabido escapar, en parte porque no ha sido capaz de encontrar «su lugar en el mundo» ni en su propio tercer matrimonio, al margen de dedicarse a una inmensa prole que parece robarle todo su tiempo y su atención, de lo que se resiente  ese tercer marido con el que se casa tras enamorarse por un flechazo que no evitará que, con el ascenso a la fama del marido, guionista de cine, surjan las inevitables aventuras extramatrimoniales que la llevan al desquiciamiento, a un fortísimo desequilibrio emocional que la somete a una presión muy difícil de soportar, porque ni ella misma es capaz de entenderse a sí misma ni tiene más vida que la vida de los otros, la de sus hijos, la de sus padres, la de su marido…, mientras ella no es más que «la que está en casa», una suerte de diosa del hogar incapaz de conservar el culto de su único feligrés.

         Lo primero que llama la atención de The pumpkin Eater, otra película extraordinaria de Jack Clayton, tras dos obras maestras como Un lugar en la cumbre y Suspense, es la fotografía en blanco y negro del maestro Oswald Morris, de una calidez y una textura sobre la que parecen dibujarse o esculpirse, según la toma, los muy diferentes rostros de la protagonista, una Anne Bancroft de prodigiosa versatilidad y profunda capacidad expresiva, capaz de «soportar» la agresiva intimidación de primerísimos planos a través de los que es capaz de comunicar una auténtica sinfonía de estados de ánimo, no siempre fáciles de componer, a esa distancia de la cámara. ¿Una película deudora del expresionismo, de Bergman, de Dreyer o de Antonioni? Cuatro veces sí es la respuesta. Lo segundo es el uso clasicista del movimiento de cámara de Clayton, muy en la línea, al menos al inicio de la película, del gran maestro de la descripción: Max Ophüls. Si añadimos la música intimista de Gearges Delerue, un maestro del acompañamiento de ciertos estados próximos a la melancolía, tenemos todas las papeletas para ver lo que, en términos narrativo, llamamos un «estudio de un carácter». Jo, la protagonista, es una mujer vital, entregada a la cría de sus hijos, quienes, sin ella darse cuenta, van invadiendo todos los espacios de la vida de la pareja, el dormitorio incluido, lo que conducirá a un deterioro de su vida sexual. Al mismo tiempo, el marido progresa profesionalmente, lo que lo abre a un sinfín de relaciones que levantan las suspicacias de su mujer.

         De algún modo, la película es una descripción pormenorizada de las conflictivas relaciones de pareja, muy en la línea de lo que hoy sería Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, por ejemplo, o de lo que fue ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols, pero el modo tan estilizado de contar la historia me parece que acerca más esta obra de Clayton a lo que supuso el cine de Antonioni para reflejar la vida de pareja y los desengaños correspondiente, aunque Clayton le da un giro psicoanalítico muy poderoso que enriquece la historia. Luego están esos momentos climáticos cumbre que reflejan a la perfección el calvario mental que está viviendo la protagonista, en parte, insisto, por el vacío existencial que la define y que es incapaz de reconocer y menos aún de aceptar en esos momentos en que se queda sola o se entrevista con el marido de la amante de su marido, quien, vilmente, ¡un tan extraordinario como repulsivo James Mason!, se venga en ella de la infidelidad de su esposa, que incluye haberla dejada embarazada, cuando ella, para complacer a su marido, ha abortado de su segundo hijo con él. La entrevista entre ella y Mason en el zoo es totalmente antológica, con uso primerísimos planos ultraagresivos que acaban desquiciando a la protagonista. En esos momentos, los sonidos agudos y chirriantes de los chimpancés en su jaula se suman a la tortura que le inflige el marido despechado.

         A pesar del papelazo de Bancroft, ha de consignarse cierta endeblez argumental y un cierto desdibujamiento de la figura masculina, sostenida por Peter Finch con una profesionalidad a prueba de bombas, pero es evidente que, tras el flechazo y el matrimonio, no hay chispa ni química ni física alguna entre ellos. Me ha llamado la atención, eso sí, la presentación del futuro marido a los padres de ella, porque es la mar de chocante que esos afligidos padres que «contemplan» y financian la proletaria vida amorosa de su hija se desvivan por convencer al guionista de que no se case con ella, porque lo lamentará. ¿La solución? Financiar el internado de los hijos mayores para que el futuro marido no se agobie con tanta criatura. Se ha de decir que todos los comienzos son felices, y que el marido logra trabajar en ese ambiente caótico de las criaturas de aquí para allá siempre en danza permanente. Pero cuando llegan los malos tiempos y ella adopta la pose sentida de mujer insultada, menospreciada, burlada y engañada sexualmente, la acción deriva incluso hacia la violencia física. El estallido de la crisis emocional se produce, curiosamente, en los almacenes Harrods, en la sección de frigoríficos,  algo que ha de leerse metafóricamente, por supuesto. Una escena conmovedora. Del mismo modo que será perturbadora una escena en la peluquería en la que una mujer desquiciada, fantásticamente interpretada por la que se haría famosísima en España interpretando a la mujer de Los Roper, Yootha Joyce, interpela a la protagonista diciéndole que su marido ni la toca ni la desea, aunque ella presume de ser una mujer deseable y atractiva. Reconoce a la mujer por haberla visto en las revistas y acaba preguntándole si su marido, el célebre guionista, la encontraría atractiva. Es un momento de tensión espectacular, como lo será, también, la comunicación del psiquiatra de que estará dos semanas sin verla porque se va a hacer esquí náutico a Tenerife. Esa sesión, sin embargo, tiene la virtud de plantearle a ella si es capa de desear la sexualidad sin el afán reproductivo o no. Una pregunta que la remueve por dentro, porque parece que los embarazos sean un pretexto para impedir dichas relaciones, con el consiguiente deterioro de la vida de pareja.

         No es una película fácil, porque el torbellino de sensaciones y sentimientos que vive la protagonista, siempre en la duda de si su marido le miente o no, como cuando metieron en casa a una joven amiga de una amiga con quien acaba teniendo una aventura, una joven interpretada nada menos que por Maggie Smith, quien al año siguiente, daría un salto espectacular en su carrera al rodar con Ford y Cardiff El soñador rebelde, no cesa a lo largo de todo el metraje, y ni siquiera el final implica un final definitivo. La crudeza de la situación, con todo, llega fácilmente a la empatía de los espectadores, quienes acompañan ese proceso traumático con benevolencia, aunque en parte pesarosos por las pocas claves desde las que acabar entendiendo a esa mujer de clase media alta encerrada en su propia trampa familiar. La cámara de Clayton actúa, eso sí, como el clásico escalpelo del cirujano, porque disecciona a la perfección el mal de la insatisfacción poderosa de la mujer. Anne Bancroft, con una fotogenia deslumbrante, se lo facilita enormemente, desde luego. Y aunque todos nos enamoramos de ella, de jóvenes, en El graduado, de Micke Nichols, esta interpretación y la soberbia, a fuer de perfecta, de El milagro de Ana Sullivan atestiguan la talla de tan gran actriz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario