martes, 4 de enero de 2022

«C.R.A.Z.Y», «Café de Flore» y «Dallas Buyers Club», de Jean-Marc Vallée, fallecido en su plenitud creadora.


Título original: C.R.A.Z.Y.

Año: 2005

Duración: 127 min.

País: Canadá

Dirección: Jean-Marc Vallée

Guion: François Boulay

Música: Varios

Fotografía: Pierre Mignot

Reparto: Michel Côté, Danielle Proulx, Marc-André Grondin, Émile Vallée, Pierre-Luc Brillant, Maxime Tremblay, Alex Gravel, Natasha Thompson, Mariloup Wolfe, Johanne Lebrun.

 






Título original: Café de Flore

Año: 2011

Duración: 120 min.

País:  Canadá

Dirección: Jean-Marc Vallée

Guion: Jean-Marc Vallée

Música: Varios

Fotografía: Pierre Cottereau

Reparto: Vanessa Paradis, Kevin Parent, Hélène Florent, Evelyne Brochu, Alice Dubois, Michel Dumont, Linda Smith.

 









Título original: Dallas Buyers Club

Año: 2013

Duración: 117 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jean-Marc Vallée

Guion: Craig Borten, Melisa Wallack

Música: Varios

Fotografía: Yves Bélanger

Reparto: Matthew McConaughey, Jennifer Garner, Jared Leto, Steve Zahn, Dallas Roberts, Denis O'Hare, Griffin Dunne, Kevin Rankin, Lawrence Turner, Michael O'Neill, Deneen Tyler, Donna Duplantier, Ian Casselberry, J.D. Evermore, Noelle Wilcox.







       

Dos visiones íntimas y complejas de las relaciones familiares y un acercamiento biográfico a los comienzos de la pandemia del SIDA a través de un personaje estrafalario y marginal… Cine de muchos quilates y largo aliento…


      Hemos de lamentar, ciertamente, que tan interesante cineasta como Jean-Marc Vallée haya desaparecido prematuramente, justo cuando su potencial creativo parecía acrecentarse con cada nueva película. Conocida su muerte, solo recordaba haber visto dos películas suyas, la muy atractiva C.R.A.Z.Y y La joven reina Victoria, algo así como las dos versiones, íntima y popular, de un director que, aun teniendo historias muy personales que contar, no renunciaba a las poderosas producciones que lo acercaran a los grandes públicos. En cierta manera, Dallas Buyers Club, un cruce entre ambas dimensiones creadoras, fue su gran éxito, una gran producción al servicio de una biografía «transgresora» con dos interpretaciones de mucha altura a cargo de Matthew McConaughey —con una transformación física abracadabrante— y  Jared Leto, espléndido en su papel de transexual.

         C.R.A.Z.Y toma el título de una canción cantada por Patsy Cline, lo que indica, al margen de la historia familiar que se narra, la importancia de la presencia de la música en la vida de los personajes, lo que se repetirá en esa joya narrativa que es Café de Flore. Un hombre especializado en tener solo hijos varones se encariña con el cuarto de la saga, con quien quiere establecer una complicidad que le permita «sobrevivir» frente a los tres mayores, con los que se lleva algunos años de diferencia, si bien aún acabará teniendo otro hermano pequeño. El protagonista, que es al tiempo el narrador de la historia, va a contar sin tapujos una historia realmente dramática: la lucha entre sus confusas inclinaciones sexuales y los recios estándares heterosexuales que el padre le reclama para mantener con él esa relación privilegiada frente a sus hermanos. Será el predilecto de su madre, por supuesto, con quien acaba teniendo una suerte de comunicación telúrica que se mezcla con el reconocimiento del «don» sanador de la criatura, frente al escepticismo del marido, sancionado por una vidente, que, junto con la música, servirá de nexo de unión de esta película con Café de Flore. Todo discurre en el interior de la familia y en las relaciones que el joven confuso y mitómano va añadiendo a su círculo próximo. Las tensas relaciones del jovencito con sus tres hermanos, especialmente con el «descarriado» que cae en la drogadicción, y con quien tiene un duro enfrentamiento en esas reuniones familiares en las que, con cualquier nimio motivo, puede armarse la tremolina, no son nada frente a la evolución de las que tiene con su padre cuando este descubre su homosexualidad manifiesta e intenta a toda costa «corregirlo». Poco a poco, el joven asiste a la transformación de su cuerpo y de sus deseos lleno de una ambigüedad que le cuesta la propia estabilidad mental, razón por la que se aleja de todo para estar más cerca de sí y de quien acabe siendo. La profunda religiosidad de la madre y, protocolaria,  de  toda la familia es un factor importante y justifica el viaje desesperado del joven a Jerusalén –el sueño de siempre de su madre—, donde vive una suerte de «travesía del desierto» tan real como metafórica. Atrás quedaban ya los días de su identificación con el ambiguo David Bowie, de quien remeda una interpretación estupenda de Space Oddity maquillado como Ziggy Stardust, lo que acarrea la reprobación amenazante de sus rudos hermanos heteros. Estamos, pues, ante una vivencia de la sexualidad en los márgenes de la ortodoxia representada por su propia familia, aunque sea la madre quien da el paso de reconocerlo y admitirlo como es, en un diálogo en el que le recuerda al padre que él también ha practicado  el sexo anal con ella, lo que el padre desvía con un «no es lo mismo». Sea como fuere, el padre es también un enamorado de la música de Charles Aznavour, a quien karaokea cada vez que hay una reunión familiar con Emmenez Moi o Hier Encore, aunque sea el disco de Patsy Cline que rompe su hijo el que marca un leitmotiv entrañable y de poderoso valor simbólico en la película. Recordemos que el título de la película responde a las iniciales de cada uno de sus cinco hijos, que replican el título de su canción favorita, un clásico eterno de la música country. ¡Qué poderoso aliento autobiográfico se intuye en la película de Vallée!, por más que no sea, esta apreciación,  sino una especulación sin fundamento.

         El café de Flore es también una película en la que la música tiene una presencia dominante, pero no determinante. La profesión del protagonista, DJ, avala esa presencia, pero, más allá del valor «existencial» que se le concede a la misma, estamos ante un drama amoroso vivido con una intensidad dramática solo explicable desde la perspectiva de la orfandad devastadora de una mujer a la que le han prometido amor eterno, que solo ha vivido para ese único amor y, casi de repente, se ve rechazada por su marido, quien se enamora hasta el tuétano de otra. Hasta aquí estaríamos, al margen de otras consideraciones sobre la intensidad dramática de los sentimientos, en un terreno tópico y hasta cierto punto previsible; pero todo se complica cuando asistimos al desarrollo estrictamente paralelo de una historia que ocurre en el París de los 60, cuando, después de que una madre ha dado a a luz a una criatura con el síndrome de Down y el padre decide abandonarla, porque ella se niega a cederla a un centro de acogida que la dan en adopción a padres que se comprometen a criarla. Horrorizada, la madre no solo se queda con su hijo, sino que convierte su crianza y educación en el único objetivo de su vida, supeditada completamente a la de su hijo. Esa comunión funciona a las mil maravillas, y se consiguen secuencias excepcionales entre Vanessa Paradis y el pequeño Marin Gerriere, afectado por el Síndrome de Down, un actor lleno de recursos y una expresividad altamente emotiva, hasta que en el colegio «no especial» en el que lo han aceptado aparece Veronique, interpretada por la también actriz afectada por el mismo síndrome Alice Dubois, quienes sienten un flechazo inmediato que los lleva a no querer separarse el uno del otro. Esa historia, poco a poco, va imponiéndose a la de la pareja en crisis, y los espectadores no tardan en preguntarse cuál es el nexo de unión entre ambas. La mujer abandonada, que sufre trastornos del sueño y tiene alucinaciones de viajes en los que un pequeño «monstruo» se lanza hacia ella desde el asiento trasero del coche, consulta a una vidente y esta la convence de que está siendo habitada por una historia real del pasado  con la que le une una sutil conexión. Decir más implica desvelar aspectos fundamentales de la trama y, sobre todo, acercarme a un final de película tan sutil como impactante, esos finales que te hacen revivir toda la película para ordenar las piezas del rompecabezas que se te habían ido dando progresivamente de forma dosificada, pero sin contexto. La interpretación de Paradise es mucho más emotiva que la de los propios protagonistas, aunque estos, con la ayuda de los flashbacks de la juventud de la pareja feliz hasta el momento del divorcio, saben trasladar extraordinariamente esa doble situación del hombre vacío, drogadicto y confuso, después de haber sido enormemente feliz, y la mujer abandonada por «otra» que, a su vez, nunca deja de sentir a la anterior demasiado presente en la vida de su nueva pareja. Súmense a esas tensas relaciones las del hijo con unos padres que no entienden su divorcio súbito, no precedido por señal alguna de descomposición del matrimonio, o las de las propias hijas de él compartiendo domicilio con quien ha separado a sus padres, y tendremos un panorama de decepciones, desencuentros, rencores y malos modos que acabarán en un serio conflicto que bordea la violencia. Con todo, ya digo, la historia de Vanessa Paradis, con una puesta en escena que resalta las dificultades económicas de la madre sola en un París de contrastes en el que trabaja como ayudante de peluquera, acaba robándonos el corazón a los admiradores de las voluntades férreas empeñadas en vencer cualesquiera dificultades que la vida nos suele poner delante como muros inexpugnables. La religiosidad de la madre sola, por cierto, emparenta también con la de la madre de C.R.A.Z.Y, un rasgo social y personal de la herencia francesa tradicional en la Canadá francesa actual. En esa pequeña «historia maestra» del hijo con síndrome de Down conviene retener, porque ilustra los diferentes modos de afrontar ese destino adverso para los padres, la diferente extracción social de los dos alumnos que hallan, el uno en el otro, una sintonía y una comunión como no la pueden encontrar con nadie que no sea como ellos. El contraste entre la relativa pobreza de una madre trabajadora en casi el último escalón de los empleos, lavar cabezas en una peluquería, y la opulencia de la familia de la compañera de Laurent, Véronique, marca, además, un debate en el modo como afrontar la educación de esas criaturas tan dotadas para el afecto y la alegría, por cierto.

         Finalmente, Dallas Buyers Club, quizá, de las tres, la más floja, desde mi punto de vista, aunque haya sido la de mayor éxito comercial, supone una incursión en los primeros tiempos de una pandemia que, si no tuvo un carácter global, como la actual, sí que se cebó en dos grupos, los homosexuales y los drogadictos, con resultados escalofriantes, porque el modo como consumía el SIDA los cuerpos nos retrotrae, a todos, a las más terribles imágenes del terror nazi. ¡Quién no recuerda el choque popular que sufrió el mundo cuando contempló la imagen demacrada del otrora sexy symbol Rock Hudson, escuálido, en la fase terminal de su enfermedad! La revelación doble, de su homosexualidad y de su enfermedad, activaron una respuesta política social y farmacéutica como hasta entonces no se había producido. Dallas Buyers Club se basa en la vida real de un pionero de la lucha contra la enfermedad en los albores de la misma, Ron Woodroof , cuando solo un  medicamento, muy tóxico, el AZT, parece oponerle alguna resistencia al Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, aunque los efectos secundarios casi son tan deletéreos como la propia enfermedad. Cuando al homófobo, jugador y pequeño estafador Woodroof, amante de los rodeos y de cuanto se «cuece» a su alrededor, desde las apuestas clandestinas al sexo rápido,  le diagnostican el SIDA, protesta contra la mera posibilidad de que él, un «macho de raza» tenga esa enfermedad que es solo de «maricones», aunque ignoraran que la drogadicción era una vía de contagio tan poderosa o más que la sexual. A partir del diagnóstico, apenas unas semanas de vida, y dado el degradado estado del paciente, Woodroof inicia una suerte de rebelión contra el sistema que lo llevará a informarse a conciencia de cuanto se sabe sobre la enfermedad y a  convertirse poco menos que en una suerte de contrabandista de fármacos no prohibidos estrictamente por la FDA y que él revende en Usamérica para contribuir a paliar los efectos de la enfermedad y detener un proceso de degradación casi fulminante. Quienes hemos tenido algún amigo que pasó por ello no podemos olvidar lo que significa esa fulminación fatal. La película, pues, traslada el foco de interés del caso personal de Woodroof a su batalla legal contra una Administración que comienza a perseguirlo por actividades fraudulentas de importación de sustancias tóxicas y supuestamente ilegales, aunque la FDA aún no se haya pronunciado sobre ellas. Estamos, por lo tanto, ante la lucha individualista usamericana contra el destino que la medicina oficial le ha diagnosticado al protagonista. La estética vaquera de este va más allá del simple vestuario, porque, a lo largo de la película, queda claro que los típicos valores del Far West y de la Conquista del Oeste han forjado la personalidad de Woodroof. Como una suerte de Llanero Solitario, el personaje se acrecienta, ante los ojos de los espectadores, por la fidelidad a una iniciativa individual que no se detiene ante nada para tratar de luchar nada menos que contra su desaparición, una suerte de rebelión vitalista que justifica, desde entonces, su existencia, aunque el hecho de padecer la enfermedad le depare la tradicional discriminación en el ambiente machista en que hasta entonces se movía, lo cual contribuye a ensanchar sus horizontes de tolerancia. La interpretación todopoderosa de un Matthew McConaughey, quien puso en riesgo su propia salud con un adelgazamiento brutal para conseguir la verosimilitud que el papel del protagonista exigía, domina toda la película, hasta que aparece Jared Leto para darle la réplica exacta de tal altura interpretativa. Junto a esos trabajos, la puesta en escena, asociada a la estética casi Kitsch del protagonista, determina una atmósfera ochentera de la película que bien puede considerarse, según y cómo, hasta «feísta», por los ambientes degradados en que se mueve el protagonista, pero las virtudes de la narración se sobreponen a una historia que Jean-Marc Vallée conduce con pulso seguro y hasta con brillante en no pocas de sus secuencias.

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