miércoles, 5 de enero de 2022

«El cuarto poder», de Richard Brooks o la nostalgia del verdadero periodismo…

Epicedio del periodismo como «cuarto poder» que fue, antes de subordinarse al poder político como trinchera del sectarismo corrupto y distorsionador de lo real.

 

 

Título original: Deadline - U.S.A.

Año: 1952

Duración: 87 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Richard Brooks

Guion: Richard Brooks

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)

Reparto: Humphrey Bogart, Ethel Barrymore, Kim Hunter, Ed Begley, Warren Stevens, Paul Stewart, Martin Gabel, Joe De Santis, Joyce Mackenzie, Audrey Christie, Fay Baker, Jim Backus.

 

         Por lo que he leído sobre sus dos primeras películas, Crisis y El milagro del cuadro, el salto artístico de Richard Brooks en su tercera película, Deadline- USA, bien puede calificarse como el del aprendizaje a la maestría, porque El cuarto poder , a 70 años de distancia de su estreno, puede ser ya considerado como uno de los títulos que acreditan a Brooks como uno de los grandes directores de todos los tiempos. La pasión por el periodismo, por la libertad y por el compromiso individual y profesional con la verdad tienen en esta película el máximo exponente de veracidad. La historia gira en torno a una cabecera periodística independiente que  no logra sobrevivir al fallecimiento de su creador y será vendida a un grupo que acabará con un espíritu de servicio a la sociedad que determina la razón de ser del periodismo auténtico, ese mismo que forma parte esencial de las señas de identidad de la democracia usamericana. El cuarto poder es, en realidad, un epicedio sobre esa clase de periodismo insobornable sin el cual no se entiende el equilibrio de poderes en una sociedad democrática. Hace poco, The Post, de Spielberg,  nos contaba prácticamente la misma historia, pero con un caso real. The Day es el periódico de El cuarto poder y se inspira de forma clara en un diario, New York Sun, fundado por Benjamin Day, de donde, probablemente, la elección del nombre del diario,  que fue vendido a una cadena en la que se diluyó la idea original del mismo.

         La descripción de la redacción de un periódico clásico, en cuyo mismo edificio está la rotativa que lo imprimirá, alcanza niveles de perfección costumbrista que solo pueden compararse con los de las que veremos en las diferentes versione de The front page o en Todos los hombres del presidente, de Pakula: un dinamismo absoluto, una efervescencia de estar llevando la realidad a las páginas, al servicio de la ciudadanía, que han querido imitar cuantos periódicos se han creado en nuestro país desde la Transición, aunque todos ellos hayan acabado como creadores de realidad en la trastienda del Poder, o de la oposición,  y al servicio de los poderosos que administran o administrarán, cuando les llegue «su turno» las subvenciones. La presencia magnética de Humphrey Bogart, curtido en mil batallas interpretativas, recuerda la de Gene Evans al frente de Park Row, de Samuel Fuller, una encendida loa de la causa social y democrática del periodismo, y sostiene, por sí misma, buena parte de la película. Divorciado, sin haberse enterado, por su dedicación en cuerpo y alma al periódico, solo cuando le comunican la venta del diario hace un intento de regresar con su esposa para casarse de nuevo, aunque es rechazado sin contemplaciones, pero con un desasosiego casi inexplicable. La relación del Editor del diario con los dueños es de complicidad con la viuda del creador y de cortesía distante con las hijas cuya mayoría de capital les da poder para venderlo. La viuda decide ejercer un supuesto derecho de compra, y dos viejos amigos corren en su ayuda financiera, cuando estos ven que en esa adquisición hay cierto peligro, Bogart suelta «la frase» de la película: «Siempre hay cierto peligro en la vida libre y en la prensa libre», para mí muy superior a la reivindicación de la prensa que supone su pugilato particular con el mafioso que controla a los políticos, cuando, frente a sus amenazas respecto de publicar ciertos sucesos oscuros y mafiosos de su vida, Bogart le dice, «es la prensa, baby, y no puede hacer nada al respecto». Ese mafioso, Rienzi de apellido —excepto en la versión italiana, en la que se le puso un nombre polaco…—, está encarnado por un secundario ilustre, Martin Gabel, quien, por recordar un contexto parecido,  el del periodismo, interpretaba a un psiquiatra vienés en Primera plana, de Billy Wilder, una radiografía del periodismo sensacionalista que escuece hoy tanto como cuando se estrenó, hace 58 años.

         Confieso que he visto la película con una emoción singular, porque tenía todita la sensación de que estaba viendo un periodismo hace mucho muerto y sepultado, del mismo modo que, con mucha gracia, ofician, en el bar próximo a la redacción, las exequias de The Day, responsos jocosos incluidos: una secuencia, por cierto, llena de un gusto exquisito por la composición del plano y con un movimiento de cámara que genera un dinamismo muy expresivo y no exento de profundidad sentimental. El periodismo romántico, que hacía de la investigación y de la búsqueda de la noticia en la calle su razón de ser, da sus últimas bocanadas. Y los espectadores asisten a ese derrumbamiento con la esperanza de que el último número del diario, una denuncia fundada de las prácticas mafiosas de Rienzi, sea capaz de resistir el embate de la prensa sensacionalista que acabará con lo que acaba siendo un diario que perdura en el tiempo: una institución. Es entrañable la apología del periodismo que hace la madre de la starlette asesinada por los sicarios de Rienzi: una inmigrante que aprendió a leer y escribir con el periódico, por eso cree que, llegado el momento de colaborar para el esclarecimiento del crimen de su hija, decida dirigirse antes al periódico, ¡que tanto ha significado en su propia vida personal!, que a la policía.

         A título anecdótico, porque el cine también juega con esos detalles prácticos de la vida cotidiana, es digna de resaltar la habilidad con la que Bogart, en una secuencia, mientras despacha los asuntos de la redacción, se compone la corbata de lazo, la tradicional pajarita, para subir a la azotea, al piso superior de los dueños del periódico, con una habilidad sin par. Pequeños detalles realistas que potencian el sentido de veracidad de lo narrado.

         No me explayo sobre el desenlace, porque forma parte de una suerte de perspectiva de thriller de la película que funciona a la perfección. El relativamente escaso metraje de la cinta nos habla en todo momento de un sentido de la economía narrativa que consigue un ritmo realmente trepidante, rara vez interrumpido, salvo por la peripecia matrimonial del Editor y la resaca, junto a la viuda del propietario, de la sentencia judicial que sella el destino de la venta del diario: Ahí emerge Ethel Barrymore con toda sus cualidades interpretativas y compone una secuencia memorable con Bogart, dos viejas glorias, ya, entonces, interpretando de tú a tú el ocaso de una época y el suyo propio.

         Lo dicho, quien tiene aún un bello recuerdo de lo que llegó a ser el periodismo, ha de ver esta película, aunque no pueda retener alguna lágrima en ciertos momentos, como la defensa ante el juez de lo que significa el periódico y el periodismo. ¡No se la pierdan!

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