jueves, 11 de agosto de 2022

«Inocencia y juventud», de Alfred Hitchcock o la intriga, el romance y la comedia…

 

Un excelente muestrario de los mejores recursos de Hitchcock poco antes de saltar el charco… 

Título original: Young and Innocent (The Girl Was Young)

Año: 1937

Duración: 82 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Charles Bennett, Edwin Greenwood, Anthony Armstrong. Novela: Joséphine Tey

Música: Louis Levy

Fotografía: Bernard Knowles (B&W)

Reparto: Derrick De Marney, Nova Pilbeam, Percy Marmont, Edward Rigby, Mary Clare, John Longden, George Curzon, Basil Radford.

 

 

         Penúltima película antes de iniciar su etapa Usamericana, Inocencia y juventud es un compendio de las virtudes y algunas de las debilidades de las películas de Hitchcock, a quien poco le importaba, todo sea dicho de paso, atentar contra la verosimilitud si conseguía crear una atmósfera, un suspense, una intriga o, sobre todo, la necesidad constante del espectador de no apartar los ojos de la pantalla para no perderse ni un segundo de una acción en la que nunca se sabía qué podría ocurrir, como el momento exacto de su cameo en la pantalla. Por cierto, en su aparición en esta película, como un fotógrafo a las puertas del tribunal de justicia, hay un momento en el que incluso parece que Hitchcock musita, más que pronuncia, algo parecido a unas palabras, contrariamente a sus apariciones mudas tradicionales.

         Está claro que la diferencia de medios entre sus producciones británicas y las usamericanas, además del uso del blanco y negro en las primeras, invita a considerar la etapa insular como una suerte de «preparación» para sus grandes obras, las que, al margen de los gustos del público, le fueron labrando una reputación entre la crítica que acabó elevándolo a los altares de los grandísimos directores, allá donde solo se tolera la compañía de Dreyer, Ford, Kurosawa, Renoir, Lang, Ophuls, Eisensstein, Griffith, Welles, en fin, un puñadito granado de artistas cuyas obras han engrandecido el Séptimo Arte mucho más allá de su inequívoca naturaleza industrial. Pero tras haber visto buena parte de esa obra inglesa, me parece injusto no considerarla como expresión acabada de su genio realizador. Valga, por ejemplo, Inocencia y Juventud, en la que se advierten, de forma madura, buena parte de sus «constantes».

         A un asesinato en el que se identifica al homicida por un tic facial fácilmente reconocible, el cadáver de una actriz aparece en una playa. Un joven lo divisa, baja, comprueba que ya lo es, cadáver, y sube el acantilado, de vuelta, en busca de la policía. Mientras lo hace, dos jóvenes entran en la playa, ven el cuerpo y a él supuestamente «huyendo», aunque haya vuelto al supuesto lugar del crimen trayendo con él a la policía. Resulta que el joven, un proyecto de autor literario, conoció a la actriz algo más de lo protocolario a juzgar por la herencia que ella le ha dejado en su testamento, lo que lo convierte, inmediatamente, en primer sospechoso del asesinato.

         Estamos en un pequeño pueblo costero. La vida provinciana, con sus personajes a medio camino entre lo cómico y lo estrafalario, como el abogado al que le roba las gafas de veinte dioptrías para poder salir de la sala de vistas camuflado entre la gente, una vez que, al entrar en ella, ha conseguido escabullirse de la vigilancia policial, nos marca, desde el comienzo, el humor que va a presidir la película; un humor, por cierto, en el que advierto un notable parecido con el modo como lo enfoca John Ford en sus películas, y que consiguen, más allá de ciertas inverosimilitudes de la acción del protagonista, una encantadora sensación de realismo costumbrista amable y cordial. Antes, por cierto, la irrupción de la hija del jefe de policía del pueblo, que consigue reanimar al joven, quien se desmayó en el interrogatorio al saber que era el «heredero» de trece mil libras, ya nos ha puesto en antecedentes de ese humor cordial y popular, así como de la súbita atracción mutua que nace entre los jóvenes protagonistas. Ella, Nova Pilbeam, una joven estrella de apenas 17 años, de quien Hitchcock consigue primeros planos espectaculares, fue tentada por O’Selznick para hacer el papel de Rebeca, con un contrato de cinco años, pero lo rechazó; y él, Derrick de Marney, de discreta carrera posterior, está aquí sencillamente encantador, dueño de la situación en todo momento y forjando unos estrechos lazos emocionales con la joven que van a permitirles a ambos vivir «su gran aventura».

         El protagonismo de la joven en la película, quien no tarda en darse cuenta de que se ha convertido en «cómplice» de un fugitivo, ¡siendo ella hija del jefe de policía de la localidad!, adquiere una dimensión que confirma la predilección de don Alfred por un tipo de mujer que se irá repitiendo a lo largo de sus películas y que acabará encontrando en Grace Kelly su actriz fetiche. Pilbeam es guapa, expresiva y con notables recursos interpretativos, pero he de reconocer que me recordaba «excesivamente» a nuestra presidenta del Congreso, Meritxell Batet, lo que me ha significado un «ruido» perturbador, pero no me ha impedido disfrutar enormemente de las peripecias de los jóvenes, hundimiento del coche en la mina incluido, cuando se repite el juego de las manos que no se encuentran para salvar a la heroína o a la malvada de una caída al vacío, como en Con la muerte en los talones o Atrapa a un ladrón, por ejemplo.

         La película, itinerante, va recorriendo los pasos que nos llevan en busca de una gabardina y un cinturón que pueden probar que el joven no es el responsable de la muerte de la actriz. Lo inconcebible es la chiripa por la cual la investigación de los jóvenes ha dado con la pista cierta que les permita acercarse al responsable del asesinato. A ese respecto, una vez que las pesquisas los llevan al hotel donde  trabaja el asesino, en la banda que ameniza los bailes de un hotel, es un trávelin notabilísimo que arranca del vestíbulo del hotel y va recorriendo el espacio hasta entrar en la sala de baile, en la que va descendiendo desde las alturas hasta un primerísimo plano de la cara del asesino, sin evitar siquiera el difuminado y reajuste de la cámara, quien, pintado de negro, como el resto de los miembros de la orquesta, no sé si como un discreto homenaje a El cantor de jazz, de Aland Crosland, con Al Jolson en su papel protagonista, resulta irreconocible para el vagabundo al que le regaló la gabardina en cuestión.

         La composición de las escenas, y la puesta en escena de las mismas, marca de la casa, son tan variadas como magistrales, desde la casa abandonada en la que parece que vayamos a ver una película de terror gótico, y lo mismo puede decirse de la mina abandonada, hasta la casa de la familiar del jefe de policía que lo avisa de que su hija va en compañía sospechosa de un joven «¡váyase a saber con qué intenciones, pero ninguna agua clara…!», una mansión donde se celebra una fiesta de cumpleaños y de la que la anfitriona no les deja salir, hasta que el marido, comprensivo, les echa una manita a los jóvenes, en una escena muy propia de ese mundo bienhumorado de las relaciones sociales según Hitchcock, muy propia de su cine británico, aunque no de todo él, por supuesto.

         En conclusión, Hitchcock ya era Hitchcock mucho antes de que los estudios de Hollywood le abrieran sus puertas de par en par y consiguiera atemorizar a todo un país con una película, Psicosis, que figura en los puestos de honor de los anales del Séptimo Arte, junto a tantas otras como Vértigo —que juega la liga de «la mejor película de la Historia del cine», junto a Ordet, Ciudadano Kane, El nacimiento de una nación, Ikiru, La Strada, y tantas otras…— , Los pájaros o Marnie, la ladrona, por poner algunos ejemplos al azar…

         Hitchcock es inagotable, y cualquier nueva oportunidad de acercarse a sus películas nos permite descubrir algo que se nos había pasado por alto en otros visionados. Por eso estoy deseando volver a Pero… ¿quién mató a Harry?, una de sus mejores humoradas, con una Shirley MacLaine en estado de gracia…

         Disfruten.

        

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