La ópera prima de Fritz Lang y una prefiguración del mundo cinematográfico de un genio indiscutible: Aventuras, mundos subterráneos, conjuras, traficantes, exotismo…
Título original: Die
Spinnen, 1. Teil - Der Goldene See
Año: 1919
Duración: 81 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Fritz Lang
Música: Max Josef Bojakowski
(Película muda)
Fotografía: Karl Freund,
Carl Hoffmann, Emil Schünemann (B&W)
Reparto: Carl de Vogt,
Ressel Orla, Georg John, Lil Dagover, Paul Biensfeldt, Harry Frank, Friedrich
Kühne, Rudolf Lettinger, Meinhart Maur, Paul Morgan.
Título original: Die
Spinnen, 2. Teil - Das Brillantenschiff
Año: 1920
Duración: 69 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Fritz Lang
Fotografía: Karl Freund
(B&W)
Reparto: Carl de Vogt,
Ressel Orla, Georg John, Lil Dagover, Friedrich Kühne, Rudolf Lettinger, Reiner
Steiner, Thea Zander, Edgar Pauly, Meinhart Maur, Paul Morgan, Karl Römer.
Recién visto su
testamento cinematográfico, El tigre de Esnapur y La tumba india,
realizadas tras su regreso a Alemania, bien puede decirse, tras haber visto su
ópera prima, Las arañas, dividida en dos partes que bien podrían haber
sido cuatro, prefigurando las miniseries actuales, que lo del volver a los
orígenes fue, en el caso de Lang, todo menos una frase hecha. Entiendo
perfectamente que más de dos horas de cine mudo, con cambios cromáticos en los
fotogramas, debidos a la deficiente conservación de los originales, con
deficientes iluminaciones, con los intertítulos correspondientes, etc., no es
un desafío cinematográfico a la altura de cualquiera que no esté muy interesado
en la historia del cine, en Fritz Lang o en el género de aventuras, porque hay
algo del moderno Indiana Jones en estas películas de Lang, del mismo modo que
los mundos ocultos subterráneos y las inevitables galerías que o bien se
inundan de agua o de un gas venenoso nos remiten a sus dos penúltimas
películas, a la serie de Mabuse o a las esclavitudes sombrías de Metrópolis.
La ambición
fílmica de Lang se demuestra en esta proyectada tetralogía que, finalmente, se
redujo a las dos presentes películas, una de las cuales se creía perdida y pudo
ser hallada y restaurada. Sin la calidad formal de su obra posterior, Las
arañas tiene muchos puntos de interés y, a mi modesto entender, creo que
aún es un proyecto capaz de sorprender a los espectadores de hoy, siempre y
cuando tengan ese puntito de candor indispensable con que acogen, con los ojos
abiertos, obras como King Kong, de Merian C. Cooper o La mujer y el
monstruo, de Jack Arnold.
Un apuesto
aventurero rivaliza con una mujer que, avanzada la historia, sabremos que es la
cabecilla de una sociedad secreta de amigos de lo ajeno que responden por «Las
arañas», y cuyos mensajes siempre van acompañados de una tarántula decorativa
que les sirve para firmar sus innobles actos. La primera historia gira en torno
al descubrimiento de una tribu heredera de los Incas, aún no descubierta, cuya
existencia llega a manos del aventurero al descubrir un mensaje en una botella,
lanzado por un antropólogo de Harvard que muere justo después de lanzar la
botella al mar. La seria posibilidad de que esa tribu custodie tesoros de
incalculable valor estimula la ambición de «Las arañas» y se proponen
interferir los planes del aventurero para apropiarse de su mapa y dar con
ellas.
Resulta
sorprendente, no tanto que Lang ubique la aventura en Usamérica, cuanto que, en
buena parte del metraje, la película lo tenga todo de un güestern como los que
ya empezaba a rodar John Ford en aquellos años y cuyo género llevó a la
culminación tan pronto como en 1924 con El caballo de hierro. Los
episodios de capturas y huidas del protagonista lo llevan hasta un globo al que
asciende por una cuerda tras galopar en huida desesperada de la jefa de «Las
arañas», una mujer de rompe y rasga, que no ha conseguido atraer al aventurero
a sus filas y a quien, rompiéndole la copa en un brindis en un acto social, lo
desafía abiertamente. Una vez se ha lanzado con paracaídas desde el globo sobre
una antigua ciudad inca, el protagonista descubre a la sacerdotisa de la tribu bañándose
ritualmente hasta que es amenazada por una boa a la que el aventurero fulmina
de tres disparos. Teniendo en cuenta que la película es muda y que los intertítulos
hablan por ellos, ¿por qué iba a chocarles a los espectadores de la época que
la princesa inca y el maduro aventurero se entendieran a la perfección, como si
ambos vivieran antes de la confusión babélica de las lenguas? Pues eso. Por
intrincadas galerías, los enamorados a primera boa…, permítaseme la licencia,
se refugian en el recóndito tesoro de la tribu y de sus antepasados, los mismos
que despertarán la codicia de los secuaces de la jefa de «Las arañas» cuando,
tras desembarcar en tierra firme, no tardan en dar con el acceso al reino de
los herederos de los Incas. Primero es apresada la araña jefe, y, dada la
proximidad de la fiesta del sol, es destinada a ser ofrecida en sacrificio al
dios Sol, acto que ha de realizar la sacerdotisa. Cuando los secuaces irrumpen
a tiro limpio en la ceremonia, el protagonista y la princesa y sacerdotisa
escapan en un cesto bien sellado con el que se lanzan por una catarata para
llegar al mar, donde esperan a ser rescatados, lo que efectivamente ocurre
cuando un barco los avista. La araña jefe también escapa, aunque las elipsis en
estas dos películas se usan con una generosidad que incluso atentan contra la
verosimilitud, como cuando el protagonista ha de huir de un calabozo que se va
inundando y dobla, como si fueran de goma los barrotes de hierro que momentos
antes, en seco, no podía forzar ni un milímetro, pero las «pelis de aventuras»
no van a reparar en minucias, ¿no? Me recuerda lo que se contaba de la narración
encadenada en la que participó Borges: le dejaron al protagonista en un foso «infestado»
de cocodrilos, pero tardó dos segundos en continuar la historia. «Cuando salí
de allí…», dicen que escribió. Pues eso.
Sin contar el
triste desenlace de la primera parte, la segunda se centra en una joya, un
diamante con el rostro de Buda grabado en él que marcará, cuando se recupere,
el inicio de la liberación de Asia del yugo colonial, ¡tal cual! En esta
segunda parte nos movemos ya en un territorio tradicional de las aventuras
exóticas: el mapa de un pirata «consentido» por las autoridades británicas, lo
que llamaban un Privateer Captain,
en el caso del ancestro del magnate que poseyó, en su tiempo, la joya, y que
escondió, como mandan los cánones, permitirá llegar a los rivales a una isla en
la que se resolverá parte de la acción de esta entrega, porque el segundo desenlace
tiene que ver con el secuestro inútil de la hija del supuesto poseedor de la
joya. La evocación del ancestro permite a Lang el rodaje de unas escenas, la de
este dirimiendo con sus secuaces el reparto del botín encontrado, que a fe que
debieron de hacer las delicias del joven soñador con mundos exóticos que fue
Fritz Lang. Una fiebre que supo llevar, después, al género de la ciencia-ficción
con su más que extraordinaria película Una mujer en la luna.
Por no faltar,
para redondear el mundo fantástico de Lang, un yogui a quien logra hipnotizar
un miembro del grupo de «Las arañas» para que le revele el poseedor de la
piedra. Una vez sabido, el yogui muere, como si se hubiera producido una lucha
entre el saber oriental y el occidental, algo muy distinto del factor positivo
con que se nos presenta al yogui en La tumba india. Los poderosos
traficantes en joyas y otros bienes que responden a la secta de «Las arañas» se
reúnen en un sótano cuyo acceso custodia un oriental armado a la más pura
usanza de las películas exóticas que, como Sumurun, de Ernst Lubitsch, con
la entonces rutilante estrella mundial Pola Negri.
La predilección
por las conjuras, las ciudades secretas bajo las ciudades reales, como el doble
subterráneo de Chinatown en Nueva York, lugar al que la posesión de un marfil
grabado le franquea el acceso al protagonista: una trampa de la que ya supimos
líneas arriba cómo salió, forma parte del imaginario colectivo europeo del
periodo de entreguerras y del cine de terror desde sus primeras apariciones. A
pesar de ser Lang medio judío, por parte de madre, si bien esta se convirtió al
catolicismo, en aquellos años de la película, y sobre todo tras la aparición
del partido nazi de Adolf Hitler, hacía auténtico furor un libro tan apocalíptico
como anónimo, Los protocolos de los sabios de Sion en los que se
denunciaba una conjura judía para hacerse con el gobierno del mundo. Dio igual que
desde los mismos años 20 se descubriera que el libro era en realidad una copia,
con algunos añadidos, de una obra de Maurice Joly: Diálogo en el infierno
entre Maquiavelo y Montesquieu, o la política de Maquiavelo en el siglo XIX,
en el que se recogía un complot urdido por Napoleón para adueñarse del mundo. Lo
cierto es que desde las películas sobre Mabuse hasta el Luthor de Gotham,
ciertos saberes prohibidos han alimentado intelectualmente infinitas conjuras.
De hecho, y ello lo reseño a título anecdótico, cuando el protagonista no sabe
cómo acceder al mundo secreto de Las arañas, busca la ayuda de lo que en los
intertítulos se descrito como un bookworm, esto es, nuestro tradicional «ratón
de biblioteca», a fin de que el experto en saberes ocultos lo lleve al
descubrimiento de las amenazas reales.
No niego que en
esta segunda entrega de la serie hay una cierta precipitación en la acción, y
que los saltos narrativos si bien no hacen imposible seguir la trama con
facilidad, no lo ponen fácil. Por cierto, el tesoro pirata se halla en las islas
Malvinas, las Falklands británicas, que aquí aparecen como tales, claro. La
división de la trama en las dos líneas que suponen el secuestro de la hija del
supuesto poseedor y la acción sobre el terreno, en la que se enfrentan, de
nuevo, el aventurero y la intrépida araña-jefe no acaba de estar bien resuelta,
pero el desenlace, aunque muy precipitado deja las cosas en su sitio y dispuesto
todo para una continuación que nunca se filmó. He leído que, por dirigir este proyecto,
no pudo Lang participar en el rodaje de El gabinete del Dr. Caligari, la
película madre del expresionismo alemán, y sorprende, en efecto que fuera leal
a un proyecto tan distante del que acabaría, para su eterna gloria, dirigiendo
Robert Wiene; pero lo que está claro para los aficionados al cine y en especial
a Fritz Lang es que en estas dos películas el director austriaco-alemán-usamericano
es fiel a su mundo creativo, y lo demostró con el rodaje, en sus postrimerías,
de dos títulos que tanto tienen que ver con estos: El tigre de Esnapur y
La tumba india. Por cierto, en el submundo de Chinatown, también hay
tigres en jaulas protegiendo el lugar…
Yo he disfrutado
como un chiquillo, lo reconozco, y creo que las dos películas encierran la
enseñanza profunda del cine: llevarnos a otros mundos, a otras vidas, y
conocerlos y vivirlas intensamente, para salir de esas visiones transformados,
quizá, también purificados por la catarsis correspondiente, pero eso… allá cada
cual con sus emociones.
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