domingo, 22 de enero de 2023

«El hombre de la torre Eiffel», de Burgess Meredith, una curiosa rareza.

Un «Simenon» siempre es un «Simenon», y si además hay un homenaje a París de por medio y un plantel de intérpretes tan exquisito como en esta película, la ocasión hace al pecador.

 

Título original: The Man on the Eiffel Tower

Año: 1949

Duración: 97 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Burgess Meredith

Guion: Harry Brown. Novela: Georges Simenon

Música: Michel Michelet

Fotografía: Stanley Cortez

Reparto: Charles Laughton; Franchot Tone; Burgess Meredith;

Robert Hutton: Jean Wallace; Patricia Roc; Belita; George Thorpe; William Phipps;  William Cottrell; Howard Vernon.

 

         Todo en eta película suena a homenaje a París y al creador de Maigret, Georges Simenon, por parte del mundo anglosajón. El hecho de que Laughton encarne un Maigret que obviamente se expresa en inglés, pero que actúa muy muy en francés, de acuerdo con lo que todos conocemos del personaje, leído y releído, confirma esa voluntad tributaria. En los títulos de crédito se convierte a la ciudad de París en un personaje más de la historia, y no se trata de retórica, sino de un hecho verificable.  No me refiero a la omnipresencia del símbolo por excelencia de París, la torre Eiffel, sino a la infinidad de toma de la ciudad, puentes, plazas, el Sena, panaderías y, por supuesto, sus famosos cafés, como Les Deux Magots, convertido aquí, ¡váyase a saber por qué extrañas negociaciones de la producción!, en Aux 2 Magots, lugar privilegiado en la trama, porque  en él arranca la historia y se sella la alianza criminal para «aliviar» los problemas económicos de un ocioso galán con la desaparición de su rica tía, de la que él es único heredero. La escena inicial, muy de Simenon, nos muestra al heredero entre sus dos mujeres, a la que quiere dar puerta y de la que está enamorado, justo cuando la segunda le sugiere que le comunique a la primera cuál es la nueva situación. Una nota, caída en el suelo, que le facilita un camarero, le indica un contacto para «realizar» su pensamiento homicida.

         Justo antes de entrar, una escena costumbrista nos muestra a un afilador a quien su joven mujer le exige que lleve dinero a casa de una vez por todas. El azar quiere que el afilador cegato entre a robar en la casa señorial donde va a tropezar con el cadáver de la tía y de su criada. Cuando sale a duras penas, el asesino no solo le endosa las muertes, sino que se ofrece a llevarlo a su casa, porque no ve tres en un burro, y, posteriormente, a sacarlo de la cárcel. Así que la noticia llega a los diarios, entra en acción el inspector Maigret, junto con su auxiliar, Janvier, y no tardan en capturar a Heurtin, el afilador, a través del resto de las gafas que le ha roto el asesino. Maigret no ve otra solución que permitir la «huida» de Heurtin para seguirle los pasos y que les conduzca hasta el verdadero responsable.

         Maigret vuelve al café para ver qué ocurre, y entonces contempla una escena provocada por el asesino para, al darse a conocer, desafiarlo. Radek, un estudiante de medicina sin posibles, protagonizado por un ajustado Franchot Tone, quien fue también productor, y a quien aún le aguardaba una de sus mejores interpretaciones en Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, entabla un duelo de inteligencias con Maigret, convencido de que puede acabar con la reputación del inspector y precipitar su caída.

         La historia se desarrolla según el canon de las que le hemos leído decenas de veces a Simenon, con un Maigret que, literalmente, parece que no hace nada, pero que, a espaldas de los protagonistas, reúne evidencias que es un contento. No tardamos en saber que Radek es un maniaco-depresivo que tan pronto está eufórico como derrotado, lo que hace más difícil el trabajo de Maigret, quien ha de estar atento a que el asesino, al que no puede detener por falta de pruebas, dé un paso en falso. La labor policial consiste, básicamente, en la educación de la paciencia, algo que distingue, como todos los lectores saben, al Maigret de Simenon.

         Aún no he hablado del extraño color que se «inventó» Stanley Cortez para la ocasión, Ansco Color, un color lleno de ocres y con una luminosidad tan marcada que nos recuerda  los primeros ensayos del color o los documentales bélicos coloreados. En cualquier caso, a mí me ha gustado mucho: y, de hecho, me ha recordado el color que usa Jacques Tati en Mon Oncle para la descripción lírica del París tradicional, opuesto al «moderno» que describe a continuación y que tanto regocijo depara a los espectadores. La vida de las calles, de los parques y de los cafés, escenarios en los que siempre aparecen parejas besándose, como otro homenaje al tópico de «la ciudad del amor», tiene una verdad que lo acerca al documental en ciertos momentos, como ciertas tomas panorámicas en las que se distingue a Maigret atravesando un puente, recorriendo algunas calles o en la hermosamente fotografiada persecución a través de los tejados de París, un acierto singular. Más estándares son los planos de la Torre Eiffel y desde ella, porque también hay una persecución escalofriante a través de la estructura de hierro que se sigue con notable angustia, sobre todos los que padecemos de acrofobia. Recordemos, si acaso, que para su única y extraordinaria película, La noche del cazador, Charles Laughton trabajó con Stanley Cortez.

         Hay algo más que hace de esta película una rareza: tuvo tres directores. Irving Allen fue el primero, pero a las pocas secuencias, Laughton amenazó con desentenderse del proyecto si no lo dirigía Meredith, quien aceptó, pero cuando este actuaba, fue Laughton el encargado de la dirección, aunque el peso de la película recae básicamente sobre Burgess Meredith, un extraordinario actor que solo dirigió dos películas, esta y otra totalmente estrafalaria llamada El yin y el yan del Dr. Go, de cuyos cinco primeros minutos no he podido pasar… En esta, sin embargo, vemos cómo domina los resortes del cine policiaco y sabe salir con bien del «embolado» en que lo metió la impericia de Allen. No son pocas las adaptaciones de obras de Simenon a la pantalla, y todas tienen, solo por el autor, interés; pero esta tiene un encanto especial, además de actuaciones francamente notables y momentos a los que podríamos calificar de «espectaculares».

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