sábado, 21 de enero de 2023

«Pasaje a la India», de David Lean o la mirada anticolonial.

El espectáculo exótico de India frente al colonialismo tóxico británico.

Título original: A Passage to India

Año: 1984

Duración: 163 min.

País: Reino Unido

Dirección: David Lean

Guion: David Lean. Novela: E. M. Forster. Obra: Santha Rama Rau

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Ernest Day

Reparto:  Judy Davis; Victor Banerjee; Peggy Ashcroft; James Fox;

Art Malik; Alec Guinness; Nigel Havers; Richard Wilson; Antonia Pemberton;

Roshan Seth; Saeed Jaffrey; Michael Culver; Clive Swift; Ann Firbank; Rashid Karapiet;

Dina Pathak.

 

         A pesar de tener un referente de contrastada calidad, como E.M. Forster, autor de quien James Ivory cuajó una adaptación de altísima calidad en Una habitación con vistas, y a pesar de contar con una producción a la altura de sus éxitos precedentes, Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, hay en esta película de Lean algo que nos entibia el entusiasmo con que uno se sienta a verla, quizás por un exceso de expectativas, porque, vista la película en su totalidad, está claro que hay momentos de enorme fuerza cinematográfica que, sin embargo, se pierden en la confusión deliberada del incidente que provoca el agrio enfrentamiento entre un rendido admirador de los británicos que, por esa confusión, ni siquiera malintencionada, se ve en el brete de someterse a un juicio del que puede depender su propia vida.

         El «modelo» seguido para la película ambientada en Italia se sigue en esta que sucede en India, al menos en cuanto al vehículo narrativo que constituyen la señora Moore, madre del juez de la localidad adonde van, y su joven nuera. Ambas viajan en compañía del nuevo Gobernador, con quienes comparten una cena en la que se advierte enseguida el racismo propio de los colonizadores británicos, que consideran a los indios poco menos que como seres netamente inferiores. A ese respecto, la actitud anticolonialista del director no engaña, porque cuando llega el tren que lleva al Gobernador, hay un recibimiento popular entusiasta que contrasta, en un plano calculado, con los rostros serios de un grupo de mujeres que no parecen entender a cuento de qué vienen esas manifestaciones de alegría en el recibimiento. Mrs Moore y su futura nuera, Adela, llegan a India con un espíritu absolutamente romántico, el de los viajeros que buscaban emociones y sensaciones extremas en el contacto con otros pueblos y culturas. No hay diferencia entre los viajeros románticos ingleses que recorrieron España en el siglo XIX y la de las dos mujeres que arden en deseos de entrar en contacto con los «nativos»,a quienes quieren acercarse desde el respeto y la curiosidad. Accidentalmente, el doctor Aziz entra en contacto con la señora Moore, y, a partir de ahí, y a través del Director de la escuela británica, defensor del entendimiento con los indios, se estrecha una relación que permitirá, a las mujeres y a los espectadores, adentrarnos en el conocimiento de una situación social que en nada se diferencia del racismo usamericano respecto de los negros. La figura del profesor, que tiene a su servicio a una suerte de santón hindú, también profesor —encarnado por Sir Alec Guinness de un modo que hoy resultaría denunciado por el wokismo radical como una vejación incalificable—, sirve de intermediario entre el doctor indio que admira a los ingleses y sus traiciones y las dos mujeres. Estas van a aceptar enseguida la propuesta de expedición turística a unas cuevas dignas de verse, y que, anticipadamente, hemos tenido ocasión de ver en la oficina donde Adela está sacando los billetes para el largo viaje a Oriente. La excursión le supone al complaciente doctor una inversión que le obliga a endeudarse, pero su agradecimiento por haber sido «distinguido» por el trato con las dos inglesas, y muy especialmente por la señora Moore, lo lleva a cometer semejante exceso. El espectador lo agradece, sin duda, porque esa parte «turística» de la película, en escenarios naturales grandiosos es un aliciente de primera magnitud. De hecho, el colorido, las costumbres, los adornados elefantes en que las llevan, las propias cuevas en las que los juegos del eco crean una atmósfera intimidadora, casi sobrenatural, forman parte de lo mejor de la película. Lo que sucede, sin embargo, es que la señora Moore sufre un ataque de ansiedad y ha de salir a duras penas de la cueva, dado el cortejo que las acompaña, y, cuando Aziz y Adela deciden subir a la parte alta donde hay otras cuevas dignas de verse, de repente, mientras Aziz busca a la joven, la vemos salir corriendo de una cueva, llena de rasguños inexplicados y correr ladera abajo hasta un coche que la recoge y la devuelve al pueblo, donde es custodiada por dos británicos que la amparan y apoyan su denuncia contra Aziz por violación.

         La película, a partir de ese momento, da un giro espectacular, porque hemos pasado de la visión idílica de la confraternización entre ingleses  y nativos a un enfrentamiento que acaba adquiriendo, dada la popularidad del médico entre sus vecinos, un sesgo político que apreciamos en el desarrollo del juicio.

         Sellada queda mi voz en el relato de los acontecimientos, porque, así que se convoca el juicio, los enfrentamientos se producirán incluso en el seno de la comunidad británica, lo que aporta una brizna de esperanza y permite entrever que, tarde o temprano, un régimen coloquial manu militari tiene los días contados.

         Ha habido momentos de la película en la que me han venido a la memoria imágenes de la prodigiosa película de Jean Renoir, El río, ambientada en India también y llena de un colorido que tiene mucha similitud con el de esta película que, sin alcanzar el virtuosismo de otras obras suyas anteriores, es todo un espectáculo que no desagradará a ningún espectador, por exigente que sea.

 

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