jueves, 26 de enero de 2023

«Exterior noche», de Marco Bellocchio, que vuelve, con total lucidez, sobre Aldo Moro.

 

La mejor vena del cine político italiano acerca de la extraña omertá trágica sobre el «sacrificio» de Aldo Moro al dios Estado.

Título original:  Esterno notte

Año; 2022

Duración: 300 min.

País:  Italia

Dirección: Marco Bellocchio

Guion: Marco Bellocchio, Stefano Bises, Ludovica Rampoldi, Davide Serino

Música: Fabio Massimo Capogrosso

Fotografía: Francesco Di Giacomo

Reparto: Fabrizio Gifuni; Margherita Buy; Toni Servillo; Fausto Russo Alesi; Daniela Marra; Gabriel Montesi; Bebo Storti; Federico Torre; Mattia Bisonni; Fabrizio Conti; Francesco Rossini; Gloria Carovana; Davide Mancini; Emmanuele Aita; Lidia Vitale; Jacopo Relucenti; Mattia Napoli.

 

         ¡Quién quiere enemigos, si tiene compañeros de partido? Así podría resumirse, muy sintéticamente, el desgraciado caso del secuestro y muerte del presidente de la Democracia Cristiana Italiana Aldo Moro, a cargo de las Brigadas Rojas. Acerca de ese hecho hay, hasta donde he visto, tres obras imprescindibles: Buenos días, noche, del propio Marco Bellochio; Il Divo, de Paolo Sorrentino y la presente serie, que bien puede verse y enjuiciarse críticamente como lo que es, una película extremadamente larga, pero totalmente unitaria, por más que en cada película se centre la acción en un personaje distinto de los pocos que componen esta tragedia: una pareja terrorista, Pablo VI, Francesco Cossiga, Giulio Andreotti, la mujer de Aldo Moro, Eleonora, y, por supuesto, el propio Aldo Moro.

         La película deja claro que hay hechos y personajes que responden a la realidad y que cualquier parecido es deseado, pero, igualmente, los guionistas han rellenado buena parte de los flecos de misterio que dejó el trágico suceso. Así pues, podemos y debemos de hablar de una serie de ficción que se basa en lo verosímil, además de en los hechos incontrovertibles. Lo excepcional es, en todo caso, que en ningún momento tengamos la impresión de que el congtexto de los sucesos no se desarrollara como vemos en la serie. Tiene tal alto grado de veracidad el desarrollo de los diálogos y de las emociones y reflexiones que nos ofrecen los personajes, que diríase que han hecho un pacto con el diablo para saber qué diablos, en efecto, pasó durante esos larguísimos cincuenta y cinco días de cautiverio, y qué se dijo en todos los escenarios en los que se vivió un secuestro que acabó, como es bien sabido, en tragedia, aunque, muy hábilmente, la narración juega con la ficción de un rescate con vida del secuestrado, para sorpresa y contrariedad de sus «afligidos» compañeros de partido.

         El parecido muy logrado del actor protagonista, y una descripción familiar de su vida, repartida entre su amor distante por la familia y especialmente por su nieto, su devoción religiosa y su alta responsabilidad política como forjador de la primera coalición de gobierno entre la DC y el PCI de Enrico Beringuer, frustrada por el secuestro, son una pieza fundamental de la verosimilitud de la historia, así como una visión muy ajustada de una personalidad concreta, la de Aldo Moro, un político sin responsabilidades ejecutivas, pero destacado y arriesgado ideólogo de una renovación de la estancada política italiana, llena de vetos en los que también interviene el Estado vecino, el Vaticano. Que Toni Servillo haya sido escogido por Bellocchio para representar a Paulo VI en vez de repetir su magna interpretación de Andreotti en la película de Sorrentino ya nos pone en la pista de la función complementaria de las otras dos películas que he mencionado que concede Bellocchio a esta serie. Si en su propia película la acción se centraba en el cometido de los terroristas, aquí el foco se desvía a la particular figura de Moro, quien aparece en facetas «privadas» de su vida, como la docente y la familiar, que trazan un perfil, diríamos, «inédito» para el gran público, poco conocedor, como yo mismo, de su peripecia vital íntima. Una persona ordenada hasta la manía, propensa al insomnio, de maneras suaves y afectuosas, cristiano «de base», esto es, un católico practicante y comulgante, un hombre previsor que incluso poco antes de su secuestro ha adquirido un panteón donde serán enterrados, si así lo desean, todos los miembros de su familia.

         La serie nos es bien familiar a los espectadores españoles por la descripción descarnada de la locura terrorista de las Brigadas Rojas que aquí adquirió la forma de un nacionalismo etnicista de orígenes más integristas que marxistas, por lo que la voluntad de incidir en el juego político italiano de aquellos jóvenes asesinos los distingue del objetivo independentista de la organización ETA. No otra explicación hay para que se alargara tanto el secuestro como la «necesidad» estratégica de una victoria política como la de sentar a negociar un intercambio de rehenes entre los terroristas y el Estado, algo a lo que se niegan los correligionarios de Aldo Moro, encabezados, sin duda, por la calculada estrategia del maquiavélico Giulio Andreotti, de quien se sospechaban inicuas relaciones con la delincuencia organizada y a quien nunca judicialmente se le probó nada. Otro punto fuerte de la película es el retrato de quien, desbancando a Andreotti, se convertiría en jefe del gobierno, Francesco Cossiga, de quien Aldo Moro habla como de un «bipolar» impredecible, a pesar del afecto paternal que le tiene. Su figura como Ministro del Interior es clave en aquellos días en que la seguridad del Estado está totalmente desorientada respecto del posible paradero de Moro, algo que le afecta de un modo incluso físico: la secuencia de su retiro a un cuarto oscuro donde poder permanecer aislado, en total silencio y oscuridad no sé si es un invento de los guionistas, pero es todo un acierto.

         La serie tiene una capacidad de evocar los escenarios políticos y religiosos con una fidelidad que nos hace sentirnos auténticos mirones e intrusos en sitios donde, teóricamente, nunca entran las miradas de los profanos. Léase la reunión del comité ejecutivo de la DC con el extraño resultado de que quien se opone radicalmente a la entrada del PCI acaba aplaudiendo fervorosamente a su Presidente, Aldo Moro, cuando, sin nombrarlos, habla del coraje de gobernar al servicio de los demás y salir de los círculos viciosos por lo que ha discurrido la política italiana hasta ese momento. Pasa lo mismo con Pablo VI, a quien se nos muestra como, hasta que se murió, nunca lo había visto mientras vivió: delicado como los papas actuales, Juan Pablo II, el emérito recién fallecido y el actual, que va camino, también, de la dimisión. ¡Impagable, la elección de la cruz para el Vía Crucis! Es realmente impactante la visión, encima de una amplia mesa, de los millones de liras que el Vaticano está dispuesto a pagar a los terroristas para liberar al «caro»  hermano Moro. La imagen nos trae a la memoria, por extraña asociación, el cubo inmenso de dinero que Walter White se ve obligado a guardar en un garaje porque ya no sabe ni dónde meterlo. Están a punto de abonar el dinero, pero sospechan seriamente de que hábiles estafadores quieren aprovecharse de la situación y desde el Vaticano se ordena inmediatamente detener la entrega del dinero.  En la revisión de las dependencias estatales, destaca la red de escuchas del Ministerio del Interior, que Cossiga sigue atentamente, a la espera de un hallazgo que les permita detener a los secuestradores, algo que no consiguen hasta casi un año después del asesinato.

         Una visión humana, muy humana, es la de la familia de Moro, convencida de que el partido de su marido ha decidido abandonarlo a su aciaga suerte, de que no van a mover ni un dedo para salvarlo. Ese lado del caso eminentemente político nos deja, conmovidos, ante una esposa que, en confesión —lo cual prueba la calidad de los guionistas—, expresa su lamento por el matrimonio desigual que le ha tocado en suerte, porque ser esposa de un político dedicado a tiempo total a su «vocación» no es una bicoca ni romántica ni social. Es el caso desgraciadamente habitual de los esposos «ausentes», tan propios de nuestra sociedad de adictos al trabajo. El peso de la casa, de los hijos, la soledad propia… ; todo se le vuelve amarga a Eleonora, y de ahí el desahogo. Algo parecido le ocurrirá a Moro en su última confesión, pero mejor no lo adelanto, para que se aprecie lo que significa para un auténtico cristiano un conflicto entre sus deseos y sus creencias, perfectamente representados en ese acto último que precede a su vil asesinato. Que, antes de su muerte, el único desplazamiento familiar conjunto haya sido al cementerio para ir a conocer el panteón familiar, añade un levísimo humor que, con diferentes tonalidades, también aparece en la película, como cuando el insomne Moro se empeña en querer hablar con su mujer, que pretende dormir.

         La conexión norteamericana en el caso aparece muy de refilón, porque tampoco se trataba de hacer una serie que tratara exhaustivamente un asesinato que conmovió a todo un país, aunque la familia, tras el desenlace fatal, no quiso un funeral de Estado que sí se le dedico, pero sin el féretro de Moro, una ausencia que se convirtió en el más absoluto desprecio, en la más elocuente recriminación  hacia quienes se conchabaron con la «razón de Estado» para abortar los nuevos caminos de la reconciliación y la cogobernabilidad con el eurocomunismo que auspiciaba Aldo Moro y que, en España, años después facilitaría la Transición a la democracia.

         La producción de la serie, cuidada hasta el más mínimo detalle, aporta un valor casi documental a los hechos que no opaca la brillante imaginación de los guionistas para adentrarnos en los entresijos lamentables de los poderes, en plural, los políticos, los militares y los religiosos, así como en la ebriedad violenta de unos jóvenes sanguinarios que, mediante la extorsión y el asesinato, pretendían conseguir una Italia «nueva». Hoy, en las ruinas de aquella demencia criminal, gobierna un partido de inspiración mussoliniana. Y en España también cuecen habas coligadas…

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