miércoles, 25 de enero de 2023

«El alucinante mundo de los Ashby», de Freddie Francis o el estilismo del terror.

 

Terror psicológico en depurado blanco y negro con un exquisito estilo más allá del propio género.

 

Título original: Paranoiac

Año: 1963

Duración: 80 min.

País: Reino Unido

Dirección: Freddie Francis

Guion: Jimmy Sangster

Música: Elisabeth Lutyens

Fotografía: Arthur Grant (B&W)

Reparto:   Janette Scott; Oliver Reed; Sheila Burrell; Maurice Denham;  Alexander Davion; Liliane Brousse; Harold Lang.

 

         He vuelto a ver Paranoiac, un título que ya da pistas al espectador, y no ese remedo de anuncio publicitario que es la invención española de la distribuidora, porque, como comprobé enseguida, el último visionado fue anterior a la apertura de este Ojo y, en consecuencia, no había escrito la crítica pertinente. Con esta, pues, son ya tres las películas de Francis que ocupan un destacado lugar en este espacio ocular, abierto a todos los géneros, y también al del terror, que fue uno de mis predilectos en mi adolescencia, cuando veía, absorto, este y otros títulos de la Hammer en los cines de doble sesión.

         Rodada en blanco y negro, con una elegancia absoluta, de la que ya es preludio la primera imagen de un acantilado sobre la que aparecen los títulos de crédito, la película se abre con el servicio religioso con que la familia Ashby honra a los padres muertos en un accidente y al hijo que se suicida tirándose, supuestamente, desde ese acantilado, y cuyo cuerpo no pudo ser encontrado. Una tía de la familia gobierna la casa en la que viven un hijo con inclinaciones alcohólicas y su hermana, trastornada mentalmente, quien, durante el servicio religioso, se desmaya porque cree haber visto en una entrada de la iglesia la figura de su hermano ahogado. Súmesele la joven enfermera contratada por el hermano, y de quien no tardamos en saber que no es enfermera pero sí su amante, lo que despierta los celos de la tía, protectora enamorada de su sobrino, de temperamento algo más que «difícil».        

         La situación es sencilla; el albacea testamentario guarda los dineros de la herencia hasta que se cumpla el plazo en que ha de hacerles entrega de él, según el testamento, a los hijos, y justo en ese ínterin la trama da un giro inesperado, y anunciado en las dos apariciones que sigue viendo la hermana, lo que sirve para avalar la opinión de su trastorno mental que exigirá un internamiento, lo que dejaría la herencia exclusivamente para el hermano: cuando la hermana decide suicidarse tirándose al mar desde el acantilado, el hermano regresado de entre los muertos la rescata del agua y la lleva a casa, identificándose como tal, a pesar de que la tía y su hermano están convencidos de que es un impostor. Este pasa, sin embargo, la prueba hecha por el notario albacea y es admitido en el seno de la familia. No obstante, ese tramo a lo «Martin Guerre» está perfectamente pautado por el guion y nos movemos por la casa, siguiendo los pasos del supuesto impostor, siempre al acecho de que se delate en cualquier momento, lo que añade un misterio de mucha fuerza a la historia. Quien sale ganando con la llegada del hermano desaparecido es la hermana, quien parece haber superado de golpe todos sus malestares psicológicos.

         El desarrollo de la trama me impide revelar más extremos de la trama, pero, aun a riesgo de cometer una torpeza, me voy a atrever con uno que la propia película desvela hacia la mitad, arruinando lo que podría haber constituido el desenlace de la misma, y amparado en ese anticlímax me atrevo yo a revelarlo: el hermano «resucitado» es, realmente, un impostor, y el urdidor de su aparición es el hijo del notario, tan ambicioso como el hermano alcohólico, quien va detrás de la considerable parte de la herencia que le tocará en suerte. Gracias a él sabemos que han sido sus informaciones, porque él ha sido compañero de juegos de los dos hermanos, las que le han permitido pasar el examen del notario con sobresaliente.  El problema surge cuando el impostor, recibido tan cariñosamente por su hermana, y viendo cómo su tía y su hermano quieren trastornarla con innobles fines, se enamora de esta y comienza a dudar de su criminal cometido en la trama. Y ahí lo dejo, porque este saber no es decisivo para la evolución de la trama, que se orientará hacia las tinieblas del trastorno mental y hacia un planteamiento gótico que se compadece plenamente con la casa aristocrática en la que ocurre buena parte de la acción, aunque los exteriores, y recordemos que está filmada en cinemascope,  son de una belleza muy lograda, y no hay más que fijarse en la secuencia del pic-nic y la caída del coche por el acantilado, del que logra salvarse la hermana absolutamente in extremis.

         Llama mucho la atención la sobriedad, la elegancia y el rendimiento que le sacan Francis y su director de fotografía, Arthur Grant, a la puesta en escena y al uso del blanco y negro, una rareza absoluta en las muy coloristas producciones de la Hammer. Recordemos, no obstante,  que Francis fue un excelente director de fotografía, a quien se debe la «factura» de películas tan sobresalientes como Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton o El hombre elefante, de David Lynch. Sin desvelar nada, les pido a los posibles espectadores que estén atentos, hacia el final,  a un asesinato rodado con una exquisitez y una imaginación que lo acreditan como uno de los más líricos y sugestivos de que yo guarde memoria. Solo por esa secuencia, ya hubiera dado yo por bueno el visionado de la película, pero, por suerte para los espectadores, toda la historia está llena de secuencias así. ¡Y todo ello en solo 80 minutos! Tal condensación permite hablar de un guion perfectamente desarrollado, a partir de una novela de Josephine Tey (Elizabeth Mackintosh), de quien Hitchcock llevara a la pantalla Inocencia y Juventud, en su época británica.

         Las actuaciones son de una calidad altísima y las relaciones entre los distintos personajes son muy convincentes, no hay más que pensar en la reacción de desprecio de sí misma de la hermana tras el beso apasionado  a quien ella cree que es su hermano regresado,  antes de que este la saque del error y le  diga que es un impostor. Oliver Reed brilla convincentemente, desde que, fumando, se nos presenta como el organista de la iglesia en el servicio de homenaje a sus padres y hermano.

         Lo cierto es que las claustrofóbicas relaciones familiares van degenerando hacia un final que nos deja una sensación agridulce que no altera sustancialmente, sin embargo, el buen gusto que nos deja el visionado de la película. ¿Qué película de terror hay a la que no se le pueda poner un pero? Pues dicho queda.

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