La poderosa
elocuencia de las imágenes mudas: un melodrama arrebatado con un desenlace
«bestial»… Imprescindible.
Título original: He Who Gets
Slapped
Año: 1924
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Victor Sjöström
Guion: Victor Sjöström,
Carey Wilson. Obra: Leonid Andreyev
Música: Versión restaurada:
William Axt (Película muda)
Fotografía: Milton Moore
(B&W)
Reparto: Lon Chaney; Norma
Shearer; John Gilbert; Tully Marshall; Marc
McDermott;
Ford Sterling; Bela Lugosi; Ruth King.
¡Vaya, vaya, qué escondidita
estaba esta maravilla de Victor Sjöström en la estantería virtual de Filmin!
Menos mal que de tanto en tanto hago arqueo lento de las existencias y acabo descubriendo
joyas que desconocía. Rodada en Usamérica, Él, que recibe los bofetones,
es una mezcla extraña de melodrama expresionista y tragedia existencialista,
protagonizados por un portentoso Lon
Chaney, impecable en sus dos papeles, el de pobre científico al que la mujer y
su amante, un barón, le roban sus grandes descubrimientos científicos, y un
payaso que se convierte en una estrella del circo tras hacer de su ridículo
virtud, porque cuando el barón lo desprecia y le abofetea de tal manera que ni
siquiera la traición de la mujer puede superar la humillación de quien, desde
el poder de la riqueza y el título, lo ha escarnecido de tal modo, se percata
de que las risas de los miembros de la Academia ante quienes el barón le roba
descaradamente sus hallazgos son el coro paradójicamente trágico de su caída definitiva
en la ciénaga del oprobio. Reducido de la alta cumbre científica a la humilde
condición de payaso de circo, Él, único nombre con que se presenta al público y
a la sociedad —de ahí que haya corregido la traducción que me ofrecía Filmin, El
que recibe el bofetón, porque lo despersonalizaba totalmente— inicia una
carrera profesional que lo lleva a la cúspide de una profesión muy distinta, ajustándose
al tópico tradicional del payaso triste, tan exitoso.
Tras el prólogo de la traición
consumada por su mujer y por su mejor amigo y mecenas, y tras unos interludios
en que, muy al modo expresionista, Él hace rodar un globo y un grupo de payasos se sientan en los
anillos de Júpiter, como si fuera el coro de la tragedia griega, la acción se
centra en el circo y en la historia de amor entre el caballista y Consuelo, la
hija de un aristócrata empobrecido que, más adelante, intentará hacer negocio
con el casamiento de su hija con el barón, tras encapricharse de ella. El rival
de Él asiste a una de las funciones y se divierte de lo lindo con su antiguo
protegido, quien, fuera de la pista, le
gasta alguna broma personalmente para cerciorarse de que, en efecto, no lo ha
reconocido. De quien se prenda perdidamente es de la compañera del caballista,
Consuelo, algo que va a aprovechar su padre para escribir, a espaldas de ella, un
terrible destino… Lo que ella no sabe, ni el caballista, ni el barón, ni el
padre, es que es Él quien más profundamente enamorado está de Consuelo. La trama,
sin embargo, sigue el camino del enamoramiento de los dos jóvenes en el
escenario bucólico de una comida campestre de la que dan cuenta… las hormigas; los
enamorados, como mandan los cánones, no tienen hambre sino de besos y abrazos.
Muy puesta en su lugar la aparición de un labrador que contempla esos amores y
que decide complementar con la imitación del canto del cuco, señal de buen
augurio primaveral para ambos amantes; ¡y qué sutileza, la del guion, de
hacerlo retroceder su camino para no entorpecer la idílica estampa
costumbrista!
Las tramas sentimentales en el circo
son una constante en el cine propiamente desde sus inicios. Que las primeras
películas se proyectaran en recintos de feria en los que a veces también había
una carpa de circo, ha establecido un nexo que ha dado frutos extraordinarios,
desde La parada de los monstruos, de Tod Browning, hasta, por poner un
ejemplo magno, El callejón de las almas perdidas, de Edmund Goulding o
la nada conocida Doble coartada, de Alfred Travers, con un destacado
Herbert Lom como protagonista.
La presencia de un neón animado junto a la carpa del circo en el
que Él recibe una bofetada nos indica la dimensión popular de su éxito, pero lo
cierto es que la coreografía de payasos que acompaña sus números es una
auténtica y nutrida maravilla estética que se supera en el número del desenlace.
No es necesario insistir en la capacidad mímica de Lon Chaney, más aún con un
maquillaje exquisito que lo transforma respecto del papel de científico, un
arte auxiliar, el del maquillaje, que el propio actor dominaba. Recordemos que
el apelativo por el que se conocía a Lon Chaney era «el hombre de las mil caras».
Aunque la historia nos puede parecer sencilla, la interpretación de Chaney les
da una dimensión profunda «a sus personajes» que diríase que los hechos parecen
programados por el destino para que se cumpla la venganza que clamaba aquella
traición inicial, y no diré nada al respecto porque es de una sutileza y de un
refinamiento magistrales. Sí quisiera destacar, sin embargo, el poderío
fotográfico de la película, que linda con las técnicas del cercano
expresionismo y con los subrayados narrativos que pretenden convencernos de que
estamos asistiendo a la farsa más antigua de la humanidad. El uso del primer
plano, sobre todo de Chaney, tan expresivo, es una magnifica oportunidad para
adentrarnos en los complejos sentimientos del hombre humillado y triunfador,
usando para triunfar el mismo método que sirvió para humillarlo: recibir el
bofetón. Es el más viejo arte de la payasería andante, y satisface a
todos los públicos, pero el giro de esos golpes hacia el drama y la consumación
de la tragedia por una noble causa eleva la película a una calidad a la que no
siempre las películas circenses acceden.
Victor Sjöström también fue un
consumado actor, y todo el mundo lo recordará en el papel del viejo profesor
Isak Borg en Fresas salvajes, de Ingmar Bergman.
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