miércoles, 4 de enero de 2023

«Él, que recibe el bofetón», de Victor Sjöström, la quintaesencia del cine.

 

La poderosa elocuencia de las imágenes mudas: un melodrama arrebatado con un desenlace «bestial»… Imprescindible.

 

Título original:  He Who Gets Slapped

Año: 1924

Duración: 83 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Victor Sjöström

Guion: Victor Sjöström, Carey Wilson. Obra: Leonid Andreyev

Música: Versión restaurada: William Axt (Película muda)

Fotografía: Milton Moore (B&W)

Reparto:  Lon Chaney; Norma Shearer;  John Gilbert; Tully Marshall; Marc McDermott;

Ford Sterling; Bela Lugosi; Ruth King.

 

         ¡Vaya, vaya, qué escondidita estaba esta maravilla de Victor Sjöström en la estantería virtual de Filmin! Menos mal que de tanto en tanto hago arqueo lento de las existencias y acabo descubriendo joyas que desconocía. Rodada en Usamérica, Él, que recibe los bofetones, es una mezcla extraña de melodrama expresionista y tragedia existencialista, protagonizados por  un portentoso Lon Chaney, impecable en sus dos papeles, el de pobre científico al que la mujer y su amante, un barón, le roban sus grandes descubrimientos científicos, y un payaso que se convierte en una estrella del circo tras hacer de su ridículo virtud, porque cuando el barón lo desprecia y le abofetea de tal manera que ni siquiera la traición de la mujer puede superar la humillación de quien, desde el poder de la riqueza y el título, lo ha escarnecido de tal modo, se percata de que las risas de los miembros de la Academia ante quienes el barón le roba descaradamente sus hallazgos son el coro paradójicamente trágico de su caída definitiva en la ciénaga del oprobio. Reducido de la alta cumbre científica a la humilde condición de payaso de circo, Él, único nombre con que se presenta al público y a la sociedad —de ahí que haya corregido la traducción que me ofrecía Filmin, El que recibe el bofetón, porque lo despersonalizaba totalmente— inicia una carrera profesional que lo lleva a la cúspide de una profesión muy distinta, ajustándose al tópico tradicional del payaso triste, tan exitoso.

         Tras el prólogo de la traición consumada por su mujer y por su mejor amigo y mecenas, y tras unos interludios en que, muy al modo expresionista, Él hace rodar un globo y un grupo de payasos se sientan en los anillos de Júpiter, como si fuera el coro de la tragedia griega, la acción se centra en el circo y en la historia de amor entre el caballista y Consuelo, la hija de un aristócrata empobrecido que, más adelante, intentará hacer negocio con el casamiento de su hija con el barón, tras encapricharse de ella. El rival de Él asiste a una de las funciones y se divierte de lo lindo con su antiguo protegido, quien,  fuera de la pista, le gasta alguna broma personalmente para cerciorarse de que, en efecto, no lo ha reconocido. De quien se prenda perdidamente es de la compañera del caballista, Consuelo, algo que va a aprovechar su padre para escribir, a espaldas de ella, un terrible destino… Lo que ella no sabe, ni el caballista, ni el barón, ni el padre, es que es Él quien más profundamente enamorado está de Consuelo. La trama, sin embargo, sigue el camino del enamoramiento de los dos jóvenes en el escenario bucólico de una comida campestre de la que dan cuenta… las hormigas; los enamorados, como mandan los cánones, no tienen hambre sino de besos y abrazos. Muy puesta en su lugar la aparición de un labrador que contempla esos amores y que decide complementar con la imitación del canto del cuco, señal de buen augurio primaveral para ambos amantes; ¡y qué sutileza, la del guion, de hacerlo retroceder su camino para no entorpecer la idílica estampa costumbrista!

         Las tramas sentimentales en el circo son una constante en el cine propiamente desde sus inicios. Que las primeras películas se proyectaran en recintos de feria en los que a veces también había una carpa de circo, ha establecido un nexo que ha dado frutos extraordinarios, desde La parada de los monstruos, de Tod Browning, hasta, por poner un ejemplo magno, El callejón de las almas perdidas, de Edmund Goulding o la nada conocida Doble coartada, de Alfred Travers, con un destacado Herbert Lom como protagonista.

         La presencia de un neón animado junto a la carpa del circo en el que Él recibe una bofetada nos indica la dimensión popular de su éxito, pero lo cierto es que la coreografía de payasos que acompaña sus números es una auténtica y nutrida maravilla estética que se supera en el número del desenlace. No es necesario insistir en la capacidad mímica de Lon Chaney, más aún con un maquillaje exquisito que lo transforma respecto del papel de científico, un arte auxiliar, el del maquillaje, que el propio actor dominaba. Recordemos que el apelativo por el que se conocía a Lon Chaney era «el hombre de las mil caras». Aunque la historia nos puede parecer sencilla, la interpretación de Chaney les da una dimensión profunda «a sus personajes» que diríase que los hechos parecen programados por el destino para que se cumpla la venganza que clamaba aquella traición inicial, y no diré nada al respecto porque es de una sutileza y de un refinamiento magistrales. Sí quisiera destacar, sin embargo, el poderío fotográfico de la película, que linda con las técnicas del cercano expresionismo y con los subrayados narrativos que pretenden convencernos de que estamos asistiendo a la farsa más antigua de la humanidad. El uso del primer plano, sobre todo de Chaney, tan expresivo, es una magnifica oportunidad para adentrarnos en los complejos sentimientos del hombre humillado y triunfador, usando para triunfar el mismo método que sirvió para humillarlo: recibir el bofetón. Es el más viejo arte de la payasería andante, y satisface a todos los públicos, pero el giro de esos golpes hacia el drama y la consumación de la tragedia por una noble causa eleva la película a una calidad a la que no siempre las películas circenses acceden.

         Victor Sjöström también fue un consumado actor, y todo el mundo lo recordará en el papel del viejo profesor Isak Borg en Fresas salvajes, de Ingmar Bergman.

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