Salir de la cárcel a un mundo en cambio constante y con la ambición del gran golpe jubilar…
Título original: Mélodie en
sous-sol
Año: 1963
Duración: 118 min.
País: Francia
Dirección: Henri Verneuil
Guion: Albert Simonin, Michel Audiard. Novela: Zekial Marko
Música: Michel Magne
Fotografía: Louis Page
(B&W)
Reparto: Jean Gabin; Alain
Delon; Claude Cerval; Viviane Romance; Henri Virlojeux;
Jean Carmet; José Luis de Vilallonga;
Georges Wilson; Rita Cadillac; Carla Marlier; Dora Doll; Dominique Davray; Germaine
Montero; Maurice Biraud; Pierre Collet.
Si hace poco La
vaca y el prisionero me dejó un excelente sabor de boca y con la sensación
de haber visto lo más cercano a un clásico, antibelicista y ecológico, el
aparente entretenimiento que propone el horroroso título en español, Gran
jugada en la Costa Azul, es un polar con unas virtudes que lo llevan más allá
de la simple aventura en la que los ladrones de guante blanco quieren dejar en
ridículo a la policía, y ahí está el padre del afamado director Jacques
Audiard, Michel Audiard, para garantizárnoslo.
El rico contexto de la película nos muestra la creación de un barrio dormitorio en París en el que Charles, recién salido de la cárcel, busca su calle y su casa. Nadie ha oído hablar de la calle Théophile Gautier porque en el remodelado barrio ahora vive en la calle Henri Bergson —y el cambio de nombre viene a ser algo así cono pasar del XIX al XX—, pero su vieja casa de planta sigue en pie, rodeada de altos edificios despersonalizados.
La enterada en
casa y el primer contacto con su mujer es de una frialdad protocolaria tan
curiosa como propio es el reencuentro de quienes, tras haber pasado él dos
temporadas en prisión que suman ocho años, casi son unos desconocidos. La
sorpresa de ver un aparato de televisión como ultimísimo signo de modernidad,
se suma a la propuesta que, durante la fase de insomnio de él, ella le plantea:
vender la casa a la inmobiliaria, irse al sur, a la costa y montar un
restaurante aprovechando el despegue de una nueva industria poderosa: el
turismo. La mujer de Charles (Gabin), una mujer nada sentimental, pero de terne
fidelidad a su marido, aspira a que este se retire de una actividad que, de
reincidir, pudiera llevarlo a la cárcel hasta su muerte. Charles, sin embargo,
prefiere dar su último golpe, ¡el definitivo!, y después huir a Australia.
El contacto con
un amigo de andanzas, ahora convertido en un saco de enfermedades gobernado por
una mujer que le obligó a montar un negocio de spa a medio camino entre
la salud y la prostitución —otro nuevo signo de modernidad que habla de la
nueva sociedad a la que se enfrenta Charles tras salir de la cárcel— supone el
empujón definitivo para lanzarse a la aventura.
Por si la
presencia icónica de Jean Gabin no fuera bastante, el joven compañero al que ha
conocido en la cárcel es Alain Delon, un
apuesto joven ocioso y seductor que aún vive en casa de su madre, a la que, también
aún, le sablea dinero para sus gastos, como a un mecánico amigo suyo que, como
conductor, se unirá al trío de asaltadores de un fortín inexpugnable: El casino
de Cannes.
Apenas nada
sabemos del plan, porque lo vamos a ir conociendo poco a poco, a medida que se
desarrolle, si bien lo esencial consiste en acceder a la cámara acorazada donde
se guardan los dineros de un casino siempre lleno y en el que la gente se deja
verdaderas fortunas. El joven tarambana y conquistador dejará la imagen de un
joven rico y frívolo que, llegado el momento, se convertirá en un «gato» —escenas
rodadas sin doble…— capaz de hazañas que
beben en la fuente por excelencia de los golpes perfectos: Rififi, de
Jules Dassin, una obra maestra en cuya estela se sube esta de Verneuil con notable
mérito y con un desenlace que forma parte de la historia de las mejores
secuencias finales del cine.
Recién
concluido el festival de Cannes, la película es una oportunidad de retroceder
en el tiempo para acercarnos a los inicios el desarrollo turístico de una
ciudad emblemática para el cine. La película se entra, obviamente, en la zona
del casino, pero la gran bahía del lujo tiene planos espectaculares, lo mismo
que los nocturnos de la salida de Francis (Delon) con la bailarina del ballet
del casino, a la que seduce para convertirse en figura «habitual» de un espacio
por donde ha de transitar para la realización del golpe.
Como en cualquier
plan perfecto, son los «tropiezos» de última hora los que ponen en peligro el
éxito de la empresa, y entre ellos, el principal, la aparición de Francis en
primer plano en la foto del casino que ilustra la noticia del gran robo que
acapara la atención pública inmediatamente.
Hay no poco de
gran comedia de altura en el desenlace de la película, una auténtica obra de
arte. En él, como previamente en el atraco, el siempre elegante actor español
José Luis de Vilallonga tiene un papel muy destacado; pero lo mejor es correr
el tupido velo en esta crítica para que los espectadores abran muy bien los
ojos en ese tercio final magistral de un polar con más interés del que supone
la anécdota argumental del robo al casino. Hay críticos que piensan en esta película
como en el antecedente de Ocean’sEleven, de Steven Soderbergh, pero hay una diferencia abismal, sobre todo en
la construcción de los personajes y en su extrañamiento del contexto en el que
no parece ya pintara nada. Ilustrativo, a este respecto, es la conversación en
la que Charles y su esposa comentan lo que se decía o dejaba de decir en la
vecindad sobre su encarcelamiento. Y llama la atención que, para evitar
habladurías, ella no viva del botín que le confió el marido, sino que se ponga
a trabajar de peluquera para no darles gusto a las lenguas viperinas. La delincuencia
de medio pelo, así pues, pretende subírseles a las barbas a los grandes «ganadores»,
los de toda la vida.
Una película a
la altura del mejor cine de Verneuil, quien, de forma paralela, también fue un
prolífico director de películas muy populares, claramente en las antípodas de
rigurosos ejercicios de estilo como el de la presente. ¡Que la disfruten!
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