Las heridas
psicológicas que el arte supremo no cura, sino ensancha…
Título original: Seven Veils
Año: 2023
Duración: 109 min.
País: Canadá
Dirección: Atom Egoyan
Guion: Atom Egoyan
Reparto: Amanda Seyfried; Rebecca Liddiard; Douglas Smith; Mark O'Brien;
Vinessa Antoine; Maia Bastidas; Lanette Ware; Maya Misaljevic; Tara
Nicodemo; Aliya Kanani; Ambur Braid; Michael Schade; Michael Kupfer-Radecky; Karita
Mattila; Siobhan Richardson.
Música: Mychael Danna
Fotografía: Paul Sarossy.
Invitado de
honor ya fue una obra compleja e inquietante, que giraba en torno a la culpa
y las deterioradas relaciones familiares, con no pocos aspectos de carácter entre
onírico y simbólico que complicaban la interpretación de una historia en la que
ciertas informaciones son escamoteadas como una invitación a que el espectador
cierre el círculo de significados de la obra En Seven Veils, no
estrenada en las pantallas españolas, sino directamente en la plataforma
Filmin, como Invitado de honor, lo cual indica la normalidad de esa distorsión,
casi irreversible, del ciclo fílmico: realización y estreno en pantalla grande
de una sala de cine. No pierden su condición de películas, ciertamente, pero se
trata de una visión diferente, la el espectador. Con todo, llevamos ya muchos años
de decadencia de las salas como para continuar con la queja patética. Si he de
juzgar por mí, que veo tantas películas en el móvil mientras corro en la cinta,
verlas en televisión ya me parece estar ante una pantalla grande.
El título, Seven
Veils, es una referencia explícita a la famosa danza de los siete velos que
ejecutó Salomé ante Herodes, quien, extasiado ante el erotismo danzarín de su joven y hermosa
hijastra, le prometió la recompensa que ella quisiera. Guiada por su madre,
pidió la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja de plata, lo que e fue
concedido. Esa danza, una pieza de la ópera en un acto de Strauss, Salomé,
que con frecuencia se ejecuta de forma aislada en las salas de conciertos, nos
habla ya de que la historia va a girar en torno a la producción, ensayos y
estreno de dicha ópera de Strauss. El espectador, por lo tanto, va a tener la
posibilidad de introducirse en el mundo de la ópera por dentro, en esas fases
de montaje y ensayos en los que se cuece a fuego lento y no sin extremas
tensiones, un estreno. La protagonista es una directora de escena que va a
reeditar un montaje diseñado por su mentor, aunque introduciendo algunos
cambios que, a lo largo de la historia, veremos que tiene estrecha y
desasosegante relación con su vida privada íntima familiar, porque de esa directora
de escena vamos a ir conociendo no solo la compleja relación con su mentor, a
quien enmienda la plana de su montaje —ante el horror del patronato del teatro
donde se estrenará— sino, principalmente, con su padre, con quien se insinúa una
relación incestuosa. De hecho, la filmación de la hija bailando en el bosque
fue el motivo escenográfico que usó su mentor para su montaje de la ópera, algo
que se va a convertir en un motivo recurrente de gran hermosura, porque se ha
de reconocer que uno de los valores máximos de la película, incluso frente a la
excelente interpretación de Amanda Seyfried, es el proceso de montaje y ensayos
de la obra de Strauss, cuyos fragmentos suenan en pantalla con un poder que,
desgraciadamente, interrumpe muy a menudo la perturbación emocional de la directora
de escena, con demandas interpretativas que, literalmente, no solo apabullan a
los intérpretes, sino que alarman a los miembros del patronato directivo, hasta
el punto de plantearse incluso el despido o la suspensión de la obra.
De forma
paralela, una trama en torno a la creación de la copia de la cabeza del
intérprete del Bautista deriva hacia un intento de acoso sexual que va a sumir
a la escultora en una cuestión moral sobre si denunciarlo o no que acaba involucrando
a la dirección, dos mujeres, quienes, sutilmente, le dejan caer a la artesana
lo que significaría, en términos de suspensión, su denuncia. Pensemos, además,
que la compañera es una cantante a quien ella quiere buscar acomodo en la
función.
El mundo de obsesiones
traumáticas de la directora de escena es tan intenso que acaba repercutiendo
incluso en la relación con su pareja actual, aunque es la turbia relación con
el padre, y con una madre perdida en la niebla del olvido, lo que irá tensionándola
a medida que la identifique con la sucesión de escenas del desarrollo operístico.
No es nueva,
está claro, esta relación entre el arte y la vida, pero, para los amantes de la
ópera, la película tiene un gran aliciente, porque la puesta en escena de
Salomé, moderna y muy atrevida, con unos efectos de sombras espectaculares, amén
de la excelencia de las voces, es un auténtico «valor añadido».
Atom Egoyan ha
seguido una carrera un tanto ondulante, éxitos espectaculares como la
tristísima El dulce porvenir, Exótica e incluso la muy necesaria Ararat,
y películas siempre con un nivel muy aceptable como esta misma o algunas de las
precedentes: Cautivos o Remember, estas dos últimas criticadas en
este Ojo. Lo que siempre puede admirarse en su obra, sin embargo, es una
factura técnica y artística de un nivel muy alto, aunque siempre se queda como
a las puertas de firmar la película absolutamente redonda que le granjee el
éxito conjunto de crítica y público y que atraiga a buena parte de este a la
revisión de sus obras, porque, en conjunto, la filmografía de Egoyan es muy
digna de ser vista, y rara vez decepciona. Imagino que muy otros serán quienes,
en su día, aclamaron El dulce porvenir, tan premiada.
Como
aficionado a la ópera, durante la proyección he tenido la sensación de que una
filmación pura y dura de la misma, con ese atrevido montaje, acaso me hubiera
satisfecho más que el relato de los traumas que tanto condicionan a la
directora de escena; pero en ningún caso ese conflicto no descrito explícitamente
llega al punto de desinteresar al espectador de cuanto ocurre en pantalla, por
más que ciertos episodios paralelos pequen de pagar demasiado tributo a los tótems
de la corrección política de nuestro tiempo.