sábado, 4 de abril de 2020

«Lejos de los árboles», de Jacinto Esteva: el documental antropológico.



Un auténtico desafío a la maquilladora censura franquista que impidió su título original: Este país de todos los demonios, un verso de Jaime Gil de Biedma

Título original: Lejos de los árboles
Año: 1972
Duración: 100 min.
País:  España
Dirección: Jacinto Esteva
Guion: Jacinto Esteva
Música: Johnny Galvao, Carlos Maleras, Marco Rossi
Fotografía: Juan Amorós, Juan Julio Baena, Luis Cuadrado, Francisco Marín, Milton Stefani (B&W)
Reparto: Documentary, Antonio Borrero "Chamaco", Antonio Gades, Curra Jiménez, «Calderas de Salamanca» .

Quien haya visto la magnífica exposición fotográfica de Cristina García Rodero, La España oculta, está más que preparado para simpatizar con una visión de la realidad española del tardofranquismo que, a pesar de los aires aperturistas del Régimen, le supuso al autor todo un calvario de realización, producción y exhibición. De hecho, se considera una obra «maldita», no en el sentido elitista del término, las transgresiones morales de las élites, sino en el literal, porque pareció haber caído sobre ella una maldición que obligó a extender el rodaje a lo largo de seis años. Se trata, en definitiva, de una película a la que solo le ha sido dada una gran audiencia al ser proyectado no hace mucho en el ciclo sobre la Historia del Cine español de La 2, aunque sería curioso saber cuál fue realmente su audiencia. Yo la acabo de ver en Filmin y he de reconocer que, aficionado como lo soy al documental antropológico, me he llevado una gratísima sorpresa. Bien, si se comprueba la nómina de directores de fotografía que han participado en el proyecto, observaremos que está la flor y nata del cine español. Ello ha garantizado la obtención de unos planos y secuencias no solo de un  muy poderoso blanco y negro, cercano al expresionismo, por más que nunca se ha buscado una realización esteticista, sino realista.
Lo que sucede es que la materia de la película, un conjunto de tradiciones bárbaras en todos los rincones de la geografía española, lleva implícito tan alto grado de salvajismo, alienación y primitivismo que la sola captación de las imágenes reales, dada esas dimensiones que acabo de enumerar, nos las acercan a una ficción que bien podría lindar con los esperpentos de Valle-Inclán o las horripilantes atracciones teratológicas de feria ambulante, como Freaks, de Tod Browning. No solo Cristina Rodero debió de conocer esta película tan inspiradora para ella, sino que sus escalofriantes imágenes de la Romería del Rocío debieron de inspirar sin duda, aunque esto no deja de ser una mera presunción, a Fernando Ruiz Vergara para dirigir su Rocío, en 1980. Fue esta la primera película de la era democrática en la que se abordaba una suerte de ajuste de cuentas de la memoria histórica, con acusaciones «personales» a algunos autores de la represión franquista en Almonte. Una denuncia interpuesta por los hijos de uno de los «acusados» llevó a que se prohibiera la exhibición de la película en varias provincias, después en Andalucía y, finalmente, en todo el territorio nacional. El Tribunal Supremo ratificó la condena al realizador, quien jamás volvió a rodar una película. El documental puede verse actualmente, sin censura, en YouTube.
Es decir, que Lejos de los árboles que no dejan ver el bosque tiene algo de película seminal que a buen seguro ha inspirado muchos movimientos de protesta de los defensores de los animales contra el maltrato evidente que recoge, en toda su crudeza, la cámara de Esteva: desde los asnos lanzados al vacío desde los muros de un castillo, hasta los novillos de infinitas fiestas patronales, incluyendo los toros de fuego y la peregrina y cruelísima carrera de los asnos lentos, a los que se priva de alimento tiempo antes de la carrera para que «fenezcan» en ella con el dueño a horcajadas de él.
Particularmente impactantes son las imágenes de Galicia en las que aparecen los endemoniados, que nada tienen que envidiar a las muy famosas de Friedkin en El exorcista. Y excepcionales son, sin duda, las de la Rapa das bestas, de Sabucedo, con la cámara en el interior del recinto donde los caballos salvajes luchan a veces entre ellos a puras dentelladas que a veces alcanzan a alguno de los mozos que, de forma aguerrida, maniatan a los caballos, solo con sus brazos, para cortarles las crines, antes de devolverlos a los montes donde viven como los cimarrones que son.
La película tiene una introducción y cierre que enmarcan los documentos, acaso demasiado «trascendentes», pero resueltos visualmente con un gran acierto. El comienzo, desde un presente «rockanrollizado» en una fiesta en la que los danzantes  llegan a extremos de trance extático que parecen querernos indicar que  nuestro presente, en cierto modo, está muy condicionado por todas esas costumbres tradicionales que atraviesan de norte a sur y de este a oeste nuestra península ibérica, uniéndonos a todos en un mismo imaginario colectivo, porque todos esos comportamientos que sobrecogen el ánimo van estilizándose en verdadera arte, y ahí está el arte de la tauromaquia y el del baile flamenco, por ejemplo, dos maneras muy nuestras de acercarnos al corazón más íntimo de la pasión, el duende y, en suma, el arte. El seguimiento del ritual del Diestro, Antonio Borrero, «Chamaco» es una verdadera obra de arte, del mismo modo que todo lo que rodea, «espontáneo» incluido, una Fiesta Nacional que a duras penas intenta sobrevivir en estos tiempos democráticos en que se ha girado en su contra la opinión política del populismo paleoizquierdista.
La película, a pesar de lo mucho que intervino en ella la censura, nos ofrece imágenes tan llamativas como las de la fiesta gitana en un bar de Barcelona. Una fiesta en la que varios homosexuales liberan, a través de la danza y gracias a la complicidad transgresora de  la represión de la mayoría de los asistentes, una expresión desinhibida que la cámara sabe captar, en un ejercicio de cámara subjetiva, como una explosión de auténtica libertad, aunque a este crítico la actuación del danzarín homosexual le trajera a la memoria las deprimentes imágenes de la Bodega Bohemia, por donde, en su juventud, pasó como cualquiera que se preciara de conocer su ciudad.
La aparición de Antonio Gades, al final, sube muchísimos enteros la película. Desde la toma lejana de su estudio hasta los planos cortos, olvidados de las piernas, con que sigue la frenética danza salvaje y amorosa del bailarín y su compañera de baile, Curra Jiménez, al ritmo que les marca el cante profundo y perfectamente acompasado de -¡una sorpresa incluso para los aficionados al cante, como yo mismo!- «Calderas de Salamanca», esto es, Antonio Salazar Motos, el hermano mayor de Rafael Farina, ídolo este de multitudes durante muchos años del franquismo,  en competencia con Antonio Molina, en los escenarios y en las pantallas, por cierto, porque ambos rodaron no pocas películas de éxito. Antonio Molina acabó convirtiendo su apellido, gracias a sus hijos, en un apellido cinematográfico muy popular.
         Hemos salido de plano, como quien dice, llevados por el entusiasmo de las participaciones generosas de quienes tanto bueno aportan a esta película que, a no dudar, ha de agradar, aterrorizar, ¡y hasta indignar!, a muchos espectadores. Una cosa está clara, sin embargo: estamos en presencia de un documento valiosísimo sobre nuestra Historia. Quedan invitados. Quizás convenga añadir que Esteva fue el creador y animador de la famosa Escuela de Barcelona, de la que surgieron tan excelentes realizadores.

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