miércoles, 1 de abril de 2020

«Lirios rotos», de D.W. Griffith, la esencia del melodrama y el esplendor de Lillian Gish.



Un drama familiar, un melodrama romántico y una fuerte crítica social en una narración precisa, no exenta de artificio: el grito del cine mudo…

Título original: Broken Blossoms
Año: 1919
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: D.W. Griffith
Guion:D.W. Griffith, Thomas Burke
Música: Película muda
Fotografía: G.W. Bitzer (B&W)
Reparto: Lillian Gish, Richard Barthelmess, Donald Crisp, Arthur Howard, Edward Peil Sr., George Beranger, Norman Selby.

Después de los esfuerzos gigantescos de Nacimiento de una nación y de Intolerancia, Griffith rodó unas cuantas películas de relativo bajo presupuesto y de pocos personajes, retratos íntimos, por así decirlo, con conflictos muy definidos y a los que aplico, sin embargo, su poderoso poder narrativo. La presente, Lirios rotos, rodada en un estudio que recrea muy fielmente un sórdido barrio londinense, Limehouse, contiguo a Pennyfields, el antiguo barrio chino de la ciudad. En esa frontera entre ambos, imagino, se ubica, pues, la acción, tan sucinta como contundente es el tratamiento dramático de la misma por parte de Griffith, quien valoró muy objetivamente de lo que era capaz Lillian Gish en un papel con el que demostró lo que ya era vox pópuli: su magisterio interpretativo indiscutible, algo que supo ver muy bien Charles Laughton cuando la reclutó para esa película singularísima suya que es La noche del cazador.
La historia arranca con la decisión del coprotagonista, Richard barthelmess, un chino budista, de llevar la buena nueva de su pacífica religión sin dios a Occidente, razón por la cual se instala en Londr4es, donde regenta un negocio que le permita sobrevivir y captar prosélitos a los que impartir la doctrina que él profesa. La protagonista, que vive en su vecindario, Lillian Gish, Lucy, es la hija de un boxeador muy amigo de la cerveza y de las mujeres, y a quien controla su manager para evitarle cualquier exceso. Ambos, padre e hija viven en una casa miserable, «dickensiana» podríamos decir, en la medida en que Lucy sufre horribles malos tratos por parte de su padre quien la golpea hasta hacerle perder el sentido, y por cualquier cosa.
Un día, andando por el barrio, Cheng Huan, que ya admiraba desde la distancia la belleza y delicadeza de Lucy, la defiende de la aproximación malintencionada de un turbio compatriota y le regala unas flores. Poco después, Lucy sufre un despiadado ataque por parte de su padre y huye de la casa para acabar refugiándose en la tienda de Cheng, quien la trata con una dulzura y respeto que el permite ganarse el afecto de la criatura. La delicadeza del intercambio de miradas, cuando él refrena su deseo de besarla y se recoge en la distancia del respeto constituye una escena que preludia el terrible comienzo del desenlace, porque, finalmente, al boxeador le llega el chivatazo de que esta en la tienda del chino, algo que su manifiesto racismo ve como la mayor de las ofensas que su hija podría hacerle. Robada por sus compinches a Cheng, y devuelta a su casa, la hija huye del padre y se esconde en una suerte de habitación interior desde donde grita con horror para defenderse de la violenta reacción de su padre, quien, armado con un hacha, destroza la puerta para atrapar a su hija. Gish, una dulce belleza delicadísima, consigue exhibir tal portento de dramatismo en su interpretación de la angustia y el miedo que la domina, que es capaz, sobre la música que acompaña esa secuencia, de hacernos oír nítidamente su grito, rompiendo una barrera que aún llevaría casi una década tumbar definitivamente. Tan desgarradora fue su interpretación y tan restallantes sus gritos de horror que se congregó alrededor del set de rodaje un nutrido grupo de curiosos alarmados por ellos.
La historia, aunque sencilla, incluye algunos flashbacks que nos permiten conocer los antecedentes de los personajes: la historia de Cheng, los éxitos deportivos del padre que ahora boxea en antros por cuatro cuartos y la propia hija que recibe de las prostitutas de los bares de la degrada zona en la que vive consejos para apartarse de los hombres y no casarse nunca. Lo cierto, sin embargo, es que la protagonista representa la candidez y la pureza en grado extremo, a lo que contribuye la propia fisonomía de la actriz, tan frágil y bella, y de quien Griffith consigue primeros planos auténticamente espectaculares, así como también, los de su sufrimiento, totalmente desgarradores.
La película creo que puede ser considerada un melodrama en los bajos fondos de la ciudad, y cómo incluso en un ámbito tan degradado es capaz de florecer el amor más puro, aunque, como el título indica, Broken Blossoms, es un florecimiento al que le sigue, casi sin solución de continuidad, el marchitamiento. Retengamos, por ejemplo, el gesto de trazarse una sonrisa con los dedos que hace la protagonista para luchar contra la adversidad fatal en la que sobrevive. Hace poco lo empleaban las dos protagonistas de Tres corazones de Benoît Jacquot, supongo que en homenaje a la actriz y a esta película tan emotiva.
Los exteriores de estudio permiten al autor conseguir un juego de sombras y neblinas que difuminan la imagen hasta crear la impresión de que las brumas portuarias son una suerte de motivo escénico. De hecho, las andanzas de los personajes por ese barrio son algo así como una danza de sombras en las que destacan ciertos objetos que adquieren vida propia, como las flores o la prenda de seda estampada con que viste Cheng a la joven desharrapada que sufre la obscena violencia de su padre.
La interpretación del padre y la de la hija consiguen un plus de realismo que nos lleva a considerar la película como una denuncia social del desamparo en que vivía ciertos hijos con semejantes padres. El contraste entre la casa de la protagonista, emblema de la sordidez y de la pobreza, y la casa refinada de Cheng nos habla bien a las claras, por la reacción racista del padre, “¡su hija con un chino!”, de dos mundos paralelos que no se cruzan, y que, cuando lo intentan, se desata la tragedia.
Insisto, es una película intimista, «de personajes», descritos a la perfección por la cámara de Griffith, sobre todo a través de los primeros planos y del archiexpresivo lenguaje de la mirada, y con una acción muy simple que no se despista en ramificaciones que le hagan perder la dramática intensidad que exhibe. Muchas actrices contemporáneas aprenderían no poco si estudiaran detenidamente la magnífica lección de interpretación que nos ofrece Lillian Gish, una trabajadora infatigable cuya carrera se extendió a lo largo de 80 años de trabajo ininterrumpidamente. ¡No se la pierdan!





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