jueves, 30 de abril de 2020

«Código 46», de Michael Winterbottom, o los virus del futuro…



La vida bajo control en la época de la genética y el libre uso de los virus o un viaje al amor imposible…en los tiempos peligrosos del futuro inmediato.


Título original: Code 46
Año:  2003
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Winterbottom
Guion: Frank Cottrell Boyce
Música: David Holmes
Fotografía: Marcel Zyskind, Alwin Kuchler
Reparto: Tim Robbins, Samantha Morton, Om Puri, Jeanne Balibar, Togo Igawa, Essie Davis, Nina Fogg, Bruno Lastra, Emil Marwa, Nabil Massad, Taro Sherabayani, Christopher Simpson, Benedict Wong.

No tiene suerte Samantha Morton con los directores de renombre. Trabajó con Woody Allen en uno de sus bodrios, Acordes y desacuerdos, y poco tiempo después con Winterbottom en la presente. Seguramente no hubiera hecho la crítica de esta película si hace unos días no hubiera visto Antiviral, de Brandon Cronenberg y si no estuviéramos bajo arresto domiciliario “por nuestro bien”, “para nuestra seguridad”, como defiende el autoritarismo cool del gobierno social-comunista para evitar ser diezmados por un agresivo virus cuyo origen aún se desconoce, lo cual da pie a todas las fantasías imaginables.
La película tiene sus años, pero Winterbottom es uno de esos directores a los que les gusta arriesgar y es poco amigo de repetir éxitos. En este caso se embarca en una aventura futurista -¡para aquel entonces, que no para hoy, con lo que estamos viviendo!- ubicada en lo que parece que será el centro del mundo de aquí a poco, China, concretamente en Shanghái. Es cierto que se desplaza de Seattle en un plis plas y que el mundo es, pues, pequeño como el clásico pañuelo, pero la acción se centra en Shanghái y, después, cuando acceden al mundo no protegido, en lo que parece una extensión desértica no identificada. La puesta en escena huye de la visión apocalíptica y nos ofrece dos mundos perfectamente definidos: el de los que tienen “acceso” mediante identificaciones que tienen en cuenta su carga genética y los que no, que sobreviven, como pueden, en la miseria en las áreas que circundan ese mundo exquisito de privilegiados. El mundo de los privilegiados es espectacularmente limpio y de trazo futurista que no difiere gran cosa de lo que hoy es Abu Dhabi, por ejemplo, o la propia Shanghái. La gente está muy mezclada y ser habla una suerte de koiné que suma al tronco general del inglés, muchas palabras y expresiones del castellano, del italiano y del francés, en lo que parece una suerte de deferencia cortés del Director hacia el viejo mundo en el que se hunden sus raíces culturales.
La trama es simple: un agente ha de investigar el robo de tarjetas de identificación que faculta para viajar fuera de los lugares permitidos a personas que, por su condición genética, jamás podrían disponer de ellas. En el proceso, el agente, Tim Robbins, entra en relación con María, la empleada de la empresa de credenciales y acaba teniendo una relación sexual con ella que va más allá del comercio carnal, algo que capta su esposa cuando regresa de la misión sin haber tenido éxito. Su jefa, sin embargo, que conoce la excelencia de su empleado sostiene que ha habido algún procedimiento irregular en esa actuación del subordinado y lo envía de nuevo para remediar la situación e impedir que se cometan las sustracciones que el protagonista había «permitido» en prueba de lealtad a la mujer que ha despertado tan exacerbadamente sus sensaciones. Para más paralelismos con nuestra situación actual, María le saca una credencial a un amigo que desea ir a investigar unos murciélagos en un área para la que nadie tiene acceso. Al volver a Shanghái no tarda en descubrir que el investigador ha muerto por el contagio de unos virus en un área en la que los locales están inmunizados, pero no los visitantes, razón por la cual sufre el contagio mortal el joven investigador. ¡Si la película llega a sugerir que hacían sopa con esos murciélagos, ahora mismo sería el mayor éxito en todas las pantallas del mundo!
La trama deriva hacia una huida fuera de las regiones reservados por las que se mueven los privilegiados y acaba con la pareja protagonista huyendo por parajes exóticos, lejos de la «civilización». Ella, sin embargo, como se ha operado de un dedo, se percata, al escapar con él, de que la han programado para rechazarlo físicamente, de lo que se deriva una petición de violación contra su planificación corporal a través de los virus. Desde el comienzo, sin embargo, el personaje se presenta como una suerte de sabelotodo telepático, capaz de adivinar los secretos de los demás, lo que nos demuestra al llegara la empresa, en cuya recepción ha de identificarse. Más tarde sabremos que esas dotes adivinadoras son producto de un virus que se ha inoculado el protagonista.
Hay, con todo, y quizás como corresponde a ese futuro en el que las emociones acaso jueguen mucho menos papel del que tienen ahora, una frialdad  general que se manifiesta en la pulcritud de los espacios, en la poca gente que circula por ellos, y los que lo hacen es de manera muy ordenada, y en unas relaciones interpersonales que solo levemente se acercan a los códigos de las nuestras de hoy. Es distinto cuando huyen a «las afueras» de ese mundo, pero hasta él llega el poder controlador de las instituciones que tienen códigos estrictos, como el 46, para evitar relaciones genéticas «defectuosas» o susceptibles de acabar en fracaso.
Es complicado acertar con la visión verosímil y realista -tenga los límites que tenga, genéticos o de otra naturaleza, esa «realidad»- cuando se trata de imaginar un futuro en el que, como vemos en esta película, la información genética y los virus determinan incluso nuestras posibilidades de relación; pero estoy convencido de que la circunstancia de estar confinados para defendernos de un virus logrará que se vea esta distopía con suma atención. La película es «floja», pero el interés, «enorme».


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