Decir de El
hombre de la cámara que es un «documental» equivaldría a no haber entendido
nada de nada de lo que su autor, Dziga Vertov (un seudónimo que, en ucraniano,
significa «gira peonza» y que lo fue de Denís Abrámovich Káufman, nacido en la
Rusia zarista en 1896) intentó transmitirnos: una nueva concepción del arte
cinematográfico y de su esencia, que él, con sus dos hermanos, también
cineastas, y su mujer, montadora, desarrollaron teóricamente en estudios
teóricos que agruparon bajo el marbete «Cine-Ojo», una equivalencia que se
repite en esta película extraordinaria como un leit-motiv. Su hermano Boris
Kaufman fue renombrado director de fotografía de directores como Elia Kazan y
Sydney Lumet, entre otros.
En mi vasto desconocimiento de la Historia del Cine, llegué a
DzigaVertov a través de Jean-Luc Godard, quien, en los años posteriores a los
hechos de mayo del 68 francés, adoptó una perspectiva marxista para la
realización de algunas películas en las que incluso se renegaba de la autoría
individual en aras de la creación «socializada» de las mismas. El grupo adoptó
el nombre colectivo de Dziga Vertov como homenaje al autor de El hombre de la
cámara. Esa «fase» godardiana duró unos 4 años y salió renegando de los
principios que había defendido hasta entonces, si bien conservó no pocos
recursos «objetivistas» en sus futuras películas.
He tardado algo en acercarme a la película
de Vertov, pero en cuanto Filmin la puso a mi disposición -¡benditos sean!- la
seleccioné en favoritos y ya la he visto un par de veces, y no creo que la
segunda sea la última. Tiene la virtud de permitirnos, dado su ritmo frenético,
descubrir nuevos misterios en cada visionado, porque la realidad del montaje
nos entrega una obra a ritmo de rag, pero acelerado. La sincronización entre la
banda sonora -que sigue, aunque esta sea reciente, las indicaciones que dejó el
director- y los fotogramas nos permite sumergirnos en la vorágine de imágenes
con las que Vertov retrata la vida de una ciudad rusa, Leningrado, la antigua
San Petersburgo -que en nuestros días de la Rusia possoviética ha vuelto a
recuperar su nombre- casi hasta el último detalle de su vida cotidiana.
Diríase que nada se le escapa, que incluso el más mínimo
detalle de la vida de una ciudad cabe dentro de esta concepción del cine que
huye de lo diegético -permítaseme el tecnicismo…-, de la dramatización, de los
personajes, de los diálogos y, en consecuencia, de los intertítulos, y, sobre
todo, ¡del guion! Ya me imagino que se preguntaran los intelectores de este
otro Ojo qué tipo de película es esa.
Contesto rápido, y quevedianamente: el mundo por de dentro, que Quevedo
escribió como un sueño y que Vertov filma como absoluta «realidad objetiva».
La película podría inscribirse en la línea
de documentales de ciudades que tuvo aportaciones tan interesantes como Berlín,
sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann o París que duerme
(1925), el primer mediometraje de René Clair (35 minutos) y que solo
tangencialmente cabe inscribir en esa serie, porque pertenece propiamente al
género de la comedia de ciencia-ficción; pero la obra de Vertov, como ya he
dicho, va mucho más allá de lo que entendemos por «documental» -aunque este
género sea el fundamento de su arte, que él conoció bien, porque se dedicó profesionalmente a la
creación de los mismos para una suerte de NO&DO soviético, el Kino-Nedelia,
«Cine-Semana», semanario cinematográfico de noticias de actualidad, en Moscú-, porque
sí que hay un personaje, precisamente «el hombre de la cámara», que la lleva al
hombro, y es el único de cuantos aparecen
a quien la película sigue durante todo un día en su labor filmadora
extenuante, sorprendente y ultradetallista, un recurso que a mí me recuerda
mucho a El cameraman, de Buster Keaton, rodada un año antes, y cuya influencia
sobre la película de Vertov ha de considerarse nula, a juzgar por las fechas de
estreno de ambas: setiembre de 1928 la de Keaton y enero de 1929 la de Vertov.
No solo se filma la vida de la ciudad, las
masas ocupando las calles, el cruce de los tranvías, los coches de caballos, el
incipiente tráfico rodado, sino momentos de las vidas individuales de algunas
personas en su cometido diario, los trenes, las fábricas, los locales de ocio,
el espectáculo, el deporte e incluso aparecen, supongo que por vez primera en
la Historia del Cine, las imágenes de un parto real -que impresionó lo suyo a
mi hijo, por cierto, con quien vi la película en mi segundo visionado-,
muchísimo antes de que se rodara Helga, el milagro de la vida, de Erich F.
Bender, en 1967 y que vi en Madrid en 1968 a pesar del boicot de la Iglesia y
los «Guerrilleros de Cristo Rey», en lo que a buen seguro se consideró un
«exceso» aperturista del Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, quien
sería destituido al año siguiente…. En Helga vi, como mi hijo el otro día, las
primeras imágenes reales de un parto, y recuerdo no solo lo impactante de las mismas, cuando
se ven con quince años en una sociedad tan represiva corporal y sexualmente
como la franquista, sino algunos sonoros mareos de la «bancada» masculina del
cine…
¿Qué hace de El hombre de la cámara una de
las mejores películas de la Historia del Cine, una metapelícula en la que se
descubren los mil y un secretos del rodaje y las técnicas cinematográficas?,
pues la decisiva importancia del «montaje», convenientemente destacado en la
película. Rodar es muy fácil, en la película vemos cómo el protagonista lleva
su cámara a los escenarios más imprevisibles: sube, con ella al hombro, por una
elevadísima chimenea para buscar una perspectiva única, baja a las
profundidades de una mina para instalarse junto a los picadores y filmarlos,
entra en unos altos hornos de fundición, entierra la cámara bajo las traviesas
de una vía de tren para rodar el paso del mismo, mucho antes de que Orson
Welles descendiera dos metros por debajo del piso de un salón para poder
obtener un contrapicado histórico en Ciudadano Kane, monta la cámara en un coche para rodar en un doble travelín a otro coche en el que
va el hombre de la cámara rodando a otros ciudadanos…; pero, una vez rodadas
las imágenes, comienza el auténtico trabajo que les ha de dar sentido: el
montaje: cortar y empalmar los fotogramas para conseguir un ritmo, una
narración, la recreación más real y objetiva de la vida misma. Y en eso está
claro que El hombre de la cámara es una obra maestra. Es el montaje el que
vehicula el discurso del autor, porque, ¿cómo ha de entenderse, si no, que,
tras una toma del letrero de las oficinas del Partido en la ciudad, aparezca un
plano de la rueda pinchada de un vehículo detenido?, ¿o que esas imágenes del
recién nacido se empalmen con las de una boda y con las de un entierro,
ofreciéndonos un resumen perfecto del ciclo vital en apenas unas pocas tomas?
Hay una visión
social que destaca los logros del socialismo, sin duda, por el énfasis que se
pone en «el hombre nuevo» que predicaba el Sistema y la atención preponderante
al progreso, el maquinismo, la industrialización, el ocio inteligente a través
del deporte, el ajedrez, el cine, etc., pero también, aun dentro del sistema,
quedan aún restos de la vieja lucha de clases que se advierte en las fisonomías
y las costumbres, muy distintas, de los campesinos y los ciudadanos.
A cada uno de
los bloques en que se divide la película se le pone fin con el cierre del
obturador de la cámara, un ojo que, al siguiente bloque, vuelve a abrirse para
seguir añadiendo retazos de la vida de todos, en una sucesión incesante de
hechos cotidianos que nos muestran no solo la ciudad, sino principalmente la
vida de las personas en ella, y sin ninguna jerarquía expresa, más allá de los
tributos a los principios vigentes del socialismo en la nueva sociedad sin
clases. El hombre de la cámara bien podría equivaler al antiguo farol de
Diógenes…, con el que andaba, a plena luz del día, en busca de un hombre
verdadero. La cámara es un ojo, metafórica y denotativamente, y Vertov nos
enseña a mirar con la insobornable objetividad del objetivo de la cámara, valga
la redundancia, creando una suerte de
cámara subjetiva en cada uno de nosotros, lo que nos convierte a todos juntos
poco menos que en ese gran «ojo cosmológico» que dijo Henry Miller que era el
cine. Sí, también la anticipación totalitaria de Orwell, El Gran Hermano está
contenida en esta visión de cada uno como un «espía de la vida de los otros»,
aunque, teniendo al cameraman como único personaje, la película es,
necesariamente, una reflexión sobre la propia mirada y su responsabilidad
social e individual.
Lo rigurosamente
cierto es que la película de Vertov tiene más de partitura musical que de texto
narrativo, y son innumerables las sensaciones e incluso emociones que consigue
crear en apenas una hora de frenética sucesión de imágenes novedosas y
poderosísimas, no solo por las técnicas utilizadas -hasta el juego apocalíptico
con el decorado que vimos en Origen, de Christopher Nolan se insinúa en este
catálogo de recursos que parece haber nutrido la imaginación fílmica hasta
nuestros días-, sino, sobre todo, por la inmersión en esa partitura a que nos
obliga la sucesión de imágenes que hemos de procesar con una rapidez a la que
no estamos acostumbrados: La mirada es un arma peligrosa de creación social y
estética; el ojo que todo lo ve es el ojo que todo lo crea, parece sugerirnos
el autor, y nosotros volvemos una y otra vez a la catarata de imágenes que nos
recrean constantemente un día de la vida de una ciudad soviética en 1929 y nos
decimos que lo que vemos sucede por vez primera mientras lo vemos, y ese
milagro volverá a producirse en el nuevo visionado y en el siguiente y en el
próximo y en otro y… ¡La eterna magia demiúrgica del cine!
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