jueves, 2 de abril de 2020

El hombre de la cámara, de Dziga Vertov o el cine por de dentro…



Una película “fundacional”: el ojo de la cámara, el ojo cosmológico, o cómo crear la realidad observándola: La Historia del Cine en una hora vertiginosa.

Título original: Chelovek s kino-apparatom (The Man with a Movie Camera) aka
Año: 1929
Duración: 67 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Dirección: Dziga Vertov
Guion: Dziga Vertov
Música: Pierre Henry, Nigel Humberstone, Konstantin Listov, Michael Nyman (versión restaurada 2001)
Fotografía: Mikhail Kaufman (B&W)
Reparto: Documentary.

Decir de El hombre de la cámara que es un «documental» equivaldría a no haber entendido nada de nada de lo que su autor, Dziga Vertov (un seudónimo que, en ucraniano, significa «gira peonza» y que lo fue de Denís Abrámovich Káufman, nacido en la Rusia zarista en 1896) intentó transmitirnos: una nueva concepción del arte cinematográfico y de su esencia, que él, con sus dos hermanos, también cineastas, y su mujer, montadora, desarrollaron teóricamente en estudios teóricos que agruparon bajo el marbete «Cine-Ojo», una equivalencia que se repite en esta película extraordinaria como un leit-motiv. Su hermano Boris Kaufman fue renombrado director de fotografía de directores como Elia Kazan y Sydney Lumet, entre otros.

En mi vasto desconocimiento de la Historia del Cine, llegué a DzigaVertov a través de Jean-Luc Godard, quien, en los años posteriores a los hechos de mayo del 68 francés, adoptó una perspectiva marxista para la realización de algunas películas en las que incluso se renegaba de la autoría individual en aras de la creación «socializada» de las mismas. El grupo adoptó el nombre colectivo de Dziga Vertov como homenaje al autor de El hombre de la cámara. Esa «fase» godardiana duró unos 4 años y salió renegando de los principios que había defendido hasta entonces, si bien conservó no pocos recursos «objetivistas» en sus futuras películas.

He tardado algo en acercarme a la película de Vertov, pero en cuanto Filmin la puso a mi disposición -¡benditos sean!- la seleccioné en favoritos y ya la he visto un par de veces, y no creo que la segunda sea la última. Tiene la virtud de permitirnos, dado su ritmo frenético, descubrir nuevos misterios en cada visionado, porque la realidad del montaje nos entrega una obra a ritmo de rag, pero acelerado. La sincronización entre la banda sonora -que sigue, aunque esta sea reciente, las indicaciones que dejó el director- y los fotogramas nos permite sumergirnos en la vorágine de imágenes con las que Vertov retrata la vida de una ciudad rusa, Leningrado, la antigua San Petersburgo -que en nuestros días de la Rusia possoviética ha vuelto a recuperar su nombre- casi hasta el último detalle de su vida cotidiana.

Diríase que nada se le escapa, que incluso el más mínimo detalle de la vida de una ciudad cabe dentro de esta concepción del cine que huye de lo diegético -permítaseme el tecnicismo…-, de la dramatización, de los personajes, de los diálogos y, en consecuencia, de los intertítulos, y, sobre todo, ¡del guion! Ya me imagino que se preguntaran los intelectores de este otro Ojo  qué tipo de película es esa. Contesto rápido, y quevedianamente: el mundo por de dentro, que Quevedo escribió como un sueño y que Vertov filma como absoluta «realidad objetiva».

La película podría inscribirse en la línea de documentales de ciudades que tuvo aportaciones tan interesantes como Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann o París que duerme (1925), el primer mediometraje de René Clair (35 minutos) y que solo tangencialmente cabe inscribir en esa serie, porque pertenece propiamente al género de la comedia de ciencia-ficción; pero la obra de Vertov, como ya he dicho, va mucho más allá de lo que entendemos por «documental» -aunque este género sea el fundamento de su arte, que él conoció bien,  porque se dedicó profesionalmente a la creación de los mismos para una suerte de NO&DO soviético, el Kino-Nedelia, «Cine-Semana», semanario cinematográfico de noticias de actualidad, en Moscú-, porque sí que hay un personaje, precisamente «el hombre de la cámara», que la lleva al hombro, y es el único de cuantos aparecen  a quien la película sigue durante todo un día en su labor filmadora extenuante, sorprendente y ultradetallista, un recurso que a mí me recuerda mucho a El cameraman, de Buster Keaton, rodada un año antes, y cuya influencia sobre la película de Vertov ha de considerarse nula, a juzgar por las fechas de estreno de ambas: setiembre de 1928 la de Keaton y enero de 1929 la de Vertov.

No solo se filma la vida de la ciudad, las masas ocupando las calles, el cruce de los tranvías, los coches de caballos, el incipiente tráfico rodado, sino momentos de las vidas individuales de algunas personas en su cometido diario, los trenes, las fábricas, los locales de ocio, el espectáculo, el deporte e incluso aparecen, supongo que por vez primera en la Historia del Cine, las imágenes de un parto real -que impresionó lo suyo a mi hijo, por cierto, con quien vi la película en mi segundo visionado-, muchísimo antes de que se rodara Helga, el milagro de la vida, de Erich F. Bender, en 1967 y que vi en Madrid en 1968 a pesar del boicot de la Iglesia y los «Guerrilleros de Cristo Rey», en lo que a buen seguro se consideró un «exceso» aperturista del Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, quien sería destituido al año siguiente…. En Helga vi, como mi hijo el otro día, las primeras imágenes reales de un parto, y recuerdo  no solo lo impactante de las mismas, cuando se ven con quince años en una sociedad tan represiva corporal y sexualmente como la franquista, sino algunos sonoros mareos de la «bancada» masculina del cine…

¿Qué hace de El hombre de la cámara una de las mejores películas de la Historia del Cine, una metapelícula en la que se descubren los mil y un secretos del rodaje y las técnicas cinematográficas?, pues la decisiva importancia del «montaje», convenientemente destacado en la película. Rodar es muy fácil, en la película vemos cómo el protagonista lleva su cámara a los escenarios más imprevisibles: sube, con ella al hombro, por una elevadísima chimenea para buscar una perspectiva única, baja a las profundidades de una mina para instalarse junto a los picadores y filmarlos, entra en unos altos hornos de fundición, entierra la cámara bajo las traviesas de una vía de tren para rodar el paso del mismo, mucho antes de que Orson Welles descendiera dos metros por debajo del piso de un salón para poder obtener un contrapicado histórico en Ciudadano Kane,  monta la cámara en un coche para rodar  en un doble travelín a otro coche en el que va el hombre de la cámara rodando a otros ciudadanos…; pero, una vez rodadas las imágenes, comienza el auténtico trabajo que les ha de dar sentido: el montaje: cortar y empalmar los fotogramas para conseguir un ritmo, una narración, la recreación más real y objetiva de la vida misma. Y en eso está claro que El hombre de la cámara es una obra maestra. Es el montaje el que vehicula el discurso del autor, porque, ¿cómo ha de entenderse, si no, que, tras una toma del letrero de las oficinas del Partido en la ciudad, aparezca un plano de la rueda pinchada de un vehículo detenido?, ¿o que esas imágenes del recién nacido se empalmen con las de una boda y con las de un entierro, ofreciéndonos un resumen perfecto del ciclo vital en apenas unas pocas tomas?

         Hay una visión social que destaca los logros del socialismo, sin duda, por el énfasis que se pone en «el hombre nuevo» que predicaba el Sistema y la atención preponderante al progreso, el maquinismo, la industrialización, el ocio inteligente a través del deporte, el ajedrez, el cine, etc., pero también, aun dentro del sistema, quedan aún restos de la vieja lucha de clases que se advierte en las fisonomías y las costumbres, muy distintas, de los campesinos y los ciudadanos.

         A cada uno de los bloques en que se divide la película se le pone fin con el cierre del obturador de la cámara, un ojo que, al siguiente bloque, vuelve a abrirse para seguir añadiendo retazos de la vida de todos, en una sucesión incesante de hechos cotidianos que nos muestran no solo la ciudad, sino principalmente la vida de las personas en ella, y sin ninguna jerarquía expresa, más allá de los tributos a los principios vigentes del socialismo en la nueva sociedad sin clases. El hombre de la cámara bien podría equivaler al antiguo farol de Diógenes…, con el que andaba, a plena luz del día, en busca de un hombre verdadero. La cámara es un ojo, metafórica y denotativamente, y Vertov nos enseña a mirar con la insobornable objetividad del objetivo de la cámara, valga la redundancia,  creando una suerte de cámara subjetiva en cada uno de nosotros, lo que nos convierte a todos juntos poco menos que en ese gran «ojo cosmológico» que dijo Henry Miller que era el cine. Sí, también la anticipación totalitaria de Orwell, El Gran Hermano está contenida en esta visión de cada uno como un «espía de la vida de los otros», aunque, teniendo al cameraman como único personaje, la película es, necesariamente, una reflexión sobre la propia mirada y su responsabilidad social e individual.

         Lo rigurosamente cierto es que la película de Vertov tiene más de partitura musical que de texto narrativo, y son innumerables las sensaciones e incluso emociones que consigue crear en apenas una hora de frenética sucesión de imágenes novedosas y poderosísimas, no solo por las técnicas utilizadas -hasta el juego apocalíptico con el decorado que vimos en Origen, de Christopher Nolan se insinúa en este catálogo de recursos que parece haber nutrido la imaginación fílmica hasta nuestros días-, sino, sobre todo, por la inmersión en esa partitura a que nos obliga la sucesión de imágenes que hemos de procesar con una rapidez a la que no estamos acostumbrados: La mirada es un arma peligrosa de creación social y estética; el ojo que todo lo ve es el ojo que todo lo crea, parece sugerirnos el autor, y nosotros volvemos una y otra vez a la catarata de imágenes que nos recrean constantemente un día de la vida de una ciudad soviética en 1929 y nos decimos que lo que vemos sucede por vez primera mientras lo vemos, y ese milagro volverá a producirse en el nuevo visionado y en el siguiente y en el próximo y en otro y… ¡La eterna magia demiúrgica del cine!


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