viernes, 24 de abril de 2020

«Antiviral», de Brandon Cronenberg, magnífica «Opera ex filio».


En tiempos del covid-19, nada como asomarse a un futuro en el que el mercado de virus, unido a la alienación de la fama, abre un nicho escalofriante de negocio…

Título original: Antiviral
Año: 2012
Duración: 110 min.
País: Canadá
Dirección: Brandon Cronenberg
Guion: Brandon Cronenberg
Música: E.C. Woodley
Fotografía: Karim Hussain
Reparto: Caleb Landry Jones, Sarah Gadon, Malcolm McDowell, Douglas Smith, Joe Pingue, Nicholas Campbell, James Cade, Lara Jean Chorostecki, Lisa Berry, Salvatore Antonio.

Sé que es mucho pedir a los amables lectores de este Ojo que se pongan delante de la pantalla para ver una película cuyo tema, la compraventa de virus de enfermedades de famosos para ser inoculados en los fans de los mismos, no es precisamente la más indicada para el actual confinamiento en que vivimos todos. Se trata de una variación sobre las películas de epidemias que tiene todos los visos de constituir una suerte de homenaje intrafamiliar, dado que el director que debuta con esta «opera ex filio», podríamos macarronear, rememora una de las especialidades familiares: la pandemia, el contagio…
Aquí se trata de la feroz lucha entre empresas suministradoras de virus de las enfermedades de los famosos, de la competencia desleal e incluso de la industria adyacente, como la composición de tejidos orgánicos a partir de dichos virus para servirlos como comida a los fans, dispuestos a cometer una suerte de canibalismo de sus ídolos, cuya «materia orgánica» les sirve de alimento. Se advierte, pues, una suerte de típico planteamiento distópico para un futuro inmediato.
La historia escoge como vehículo narrativo a un trabajador de una de las empresas que controlan la patente de sus virus para inoculárselos a los clientes. Este trabajador no solo «prueba» algunos de esos virus, sino que se los inocula para actuar como «camello» y facilitárselo a empresas menores, como la de la alimentación ya mencionada. El gran problema surge cuando una de las artistas tiene una enfermedad, que él trabajador se ha inoculado, y para la que no se ha hallado un antiviral que pueda revertir la situación, y por ahí seguirá una trama muy compleja de empresas de las que el trabajador se convierte en juguete y cobaya de sus experimentos. Confieso paladinamente que en algunos momentos de la trama me he sentido algo perdido, como suena, es decir, que me ha sido imposible determinar con claridad meridiana alguna de las famosas seis uves dobles del periodismo:  what, who, where, when, why and how…, porque estamos en presencia de una película más muda que hablada, y no siempre la claridad es la virtud máxima del guion.
Contra esa turbiedad argumental se levanta una puesta en escena en la que domina el blancor inmaculado de los espacios en los que se venden los virus, y a ese blancor almidonada se suma el del propio protagonista, Caleb Landry Jones, cuya piel blanca, casi albina, y pecosa hasta parecer la noche estrellada sobre un pergamino reluciente, constituye casi un subtema propio de la película. Si le sumamos la belleza convulsa del actor, su capacidad para constituirse en un enigma vivo, advertimos que tenemos unos ingredientes fílmicos de primera magnitud, porque los planos que consigue el director del actor son una maravilla pictórica llena de sugerencias y, cuando la enfermedad progresa hasta la efusión sanguínea, y él está confinado -¡ay, la palabra tabú!- en una habitación que de puro blanco pierde la definición de sus contornos, entonces el contraste entre el rojo vivo de la sangre y el blanco convierte la pantalla poco menos que en un lienzo y la sala donde veamos la película en un museo… Bien puede decirse que la película solo tiene un protagonista, el actor, quien sobrelleva con éxito todo el peso de la misma. ¡Menudo chollo ese rostro, ese cuerpo y esa soberbia capacidad interpretativa para cualquier director!
De más está decir que la sociedad en la que se vive de ese modo apenas nos es descrita, como si la aventura del personaje sucediera extramuros de la misma: una ciudad de la que solo conocemos el tráfico, algunas colas, como la del restaurante y poco más. Se trata, en consecuencia, de una aventura individual en un mundo de altísima tecnología y de grandes divos y divas del espectáculo cuyas vidas orgánicas, no sus peripecias sentimentales, son el objetivo de los fans. Y la película comienza así, con un cliente que va a la empresa del protagonista para que le inyecten el herpes de una cantante por la que siente algo más que admiración el cliente.
Cuando el protagonista consigue acceder a la «diosa» cuya enfermedad él mismo está «disfrutando» y se percata de que es una enfermedad irremediable, aparece un verdadero monstruo de la pantalla: Malcom McDowell -cuyo hijo, por cierto, también es un prometedor director, tal y como he criticado en este Ojo-, un actor cuya sola presencia le confiere una entidad al relato que compensa la indeterminación, la nebulosa del mismo. Al proceso de deterioro físico que acompaña al protagonista, quien parece envejecer a ojos vista, lo cual se traduce en el uso obligado del bastón, por el deterioro que sufre por haberse inoculado un virus peligroso -dado que, para entendernos, el protagonista sería algo así como un yonqui de los virus, siempre pendiente de «inyectarse» lo más excitante que aparece en el mercado, después de centrifugar la sangre en una suerte de máquina expendedora de las distintas sensaciones producidas por el virus- se suma el hecho de haberse convertido en una mercancía viva para los replicantes clandestinos de virus, quienes se aprovechan de semejante material precioso para sus negocios.
Poco a poco acaba cayendo en la red de quienes crearon un virus que la empresa del protagonista alteró hasta  convertirlo en una enfermedad mortal que acabó con la estrella infectada y amenaza con acabar también con el protagonista, quien se embarca en un intento de búsqueda de un antiviral que pueda sanar a la artista… Y desde ahí sí que no puedo progresar más…
En todo caso, el contraste entre el mundo oscuro de la especulación fuera del sistema, con esos callejones y sótanos oscuros y cochambrosos, y el blancor de la fachada impoluta del sistema revela la lucha, no entre el bien y el mal, sino entre dos males perversos y aterradores…

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