Una comedia de alto copete y baja estofa, con un magnífico
guion de Wilder y al borde de la screwball comedy… Inteligentemente
divertida.
Título original: Midnight
Año: 1939
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mitchell Leisen
Guion: Charles Brackett, Billy Wilder (Relato: Edwin Justus Mayer,
Franz Schulz)
Música: Friedrich Hollaender
Fotografía: Charles Lang (B&W)
Reparto: Claudette Colbert, Don Ameche, John Barrymore, Mary Astor,
Francis Lederer, Hedda Hopper, Monty Woolley, Elaine Barrie, Rex O´Malley,
Armand Kaliz, Lionel Pape, Ferdinand Munier, Gennaro Curci.
Hice una crítica entusiasta de La
muerte de vacaciones, también de Leisen, y ahora me parece justo que
haga otra que ponga de manifiesto la vertiente cómica de un director que tiene
películas tan excelentes como Una chica afortunada, con un reparto
genial en el que sorprende un Ray Milland muy joven haciendo de hijo tarambana
de un millonario harto de su familia, así como una deslumbrante Jean Arthur; Adelante,
mi amor, también con Ray Milland y
la protagonista de Medianoche, Claudete Colbert, ambientada en la Guerra
Civil española del 36, y en la que intenta salvar la vida a un usamericano combatiente
por la República y condenado a muerte, un guion formado por los dos guionistas
que firman Medianoche: Charles Brackett y Bily Wilder; y, finalmente, Mentira
latente, con Barbara Stanwyck, un melodrama formidable que acaba de redondear,
desde la apreciación de este modesto aficionado al cine, el historial de un
director con menor reputación de la que en realidad merece. Pero eso es lo
bueno que tiene ser un ojeador compulsivo del séptimo arte: siempre acabas descubriendo
maravillas que han quedado eclipsadas por otros brillos de puro oropel. El último
domingo, por cierto, Javier Marías escribía en su colaboración en El País Semanal que, en este confinamiento, se había
deleitado con la contemplación de tres películas de Leisen, reivindicando su
condición de heredero del mejor cine de Lubitsch, y está claro que acertaba de
lleno.
Medianoche, con el guion de Billy Wilder trufado de
réplicas ingeniosas y de situaciones francamente ingeniosísimas, como cuando la
protagonista dice que su marido el barón Czerny ha perdido el juicio y se hace
pasar por taxista -lo que en realidad es- y que los anfitriones han de seguirle
el juego para que no se vuelva violento, una escena llena de un humor casi
absurdo que está casi a punto de meter la comedia en el género de las screwball
comedies, sin dar el paso, sin embargo, razón por la que se queda en comedia
de «alta sociedad», con unas situaciones solo verosímiles a partir de la
riqueza de los personajes y el desenfado económico con que afrontan cualquier
situación, por disparatada que sea.
La historia comienza con la llegada a París de una mujer
vestida con traje de noche, sin dinero y sin equipaje. Llega directamente desde
el casino de Montecarlo, donde ha dilapidado la fortuna que había “sableado” a
su pareja circunstancial. En la puerta de la estación se encuentra con un
taxista, Don Ameche, un clásico de este tipo de películas «amables» que
aseguran un entretenimiento y diversión a los espectadores que dejan entrever,
sin embargo, una poderosa crítica social y de caracteres que, como ocurre en
este caso, lleva el sello inconfundible del ácido humor de Billy Wilder, unas
películas rodadas bajo el modelo de las sofisticadas comedias de Ernst
Lubitsch, el verdadero creador de un sello personal, eso a lo que se le ha
llamado, con acierto, el «toque Lubitsch», aquí reconvertido en la «pincelada Wilder»,
heredero inmortal del propio Lubitsch, de quien he criticado siete películas
maravillosas en este Ojo Cosmológico y de quien me gustaría que los aficionados
vieran, sobre todo, La
princesa de las ostras.
El encuentro entre la «bella dama» arruinada y el optimista
taxista, que no tarda en, desde el impulso protector caballeresco que ampara a
la mujer extraviada, caer rendidamente enamorado de ella no tarda, sin embargo,
en complicarse, porque ella huye del taxi y, aprovechando una confusión
fortuita, logra «colarse» en un acto cultural de la alta sociedad al que solo
puede asistirse por rigurosa invitación, aunque ella da un resguardo del
guardarropas del casino, sin que el recepcionista, que enseguida recoge los de
los siguientes invitados, lo mire.
A partir de ese momento se iniciará una cadena de malentendidos,
sobreentendidos y falso desmentidos que ira complicándose en un crescendo divertidísimo
que nos llevará, de un modo magistral, hasta el desenlace. Por el camino, por
supuesto, hay diversos golpes de efecto que permiten encadenar situaciones que
salvan el decoro y van afirmando los pasos que conducirán irremisiblemente al
desastre de los impostores, ¡que no son pocos!, por cierto.
He de avisar que la presencia de Claudette Colbert puede
volverle insufrible la película a quien no la soporte -mi Conjunta es una de
esas personas-, y, de hecho, se trata de una actriz de las que parece que
negocien en el contrato para actuar en la película un pacto con los guionistas
para que incluyan una o varias líneas de diálogo, habitualmente en personajes
secundarios, en las que se diga que ella, el personaje en la película, es una
belleza de las que quita el aliento. Casi lo mismo ocurre con Don Ameche, que
hace el mismo papel, haga cual haga. Ambos, sin embargo, consiguen un par de
actuaciones fantásticas, muy convincentes, en la línea de lo que serían, después,
las películas de quien en esta es el guionista: Billy Wilder.
Queda claro, pues, que quienes deseen «desconectar» durante
hora y media de la avalancha de desgracias que nos llegan diariamente a través
de las noticias en este ya demasiado largo confinamiento -dado nuestro
temperamento y nuestro clima- hallarán en esta película el mejor vehículo. Un
enredo clásico, con interpretaciones magníficas para una situación disparatada
en la que los protagonistas se mueven con una endiablada soltura, haciendo las
delicias de propios y extraños.
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