De Griffith a Pudovkin o la esencia del montaje: La madre o una lección de cine “sin adjetivos”: la lírica emotiva
del panfleto.
Título original:Mat
Año: 1926
Duración: 88 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Director: Vsevolod Pudovkin
Guión: Nathan Zarkhi (Novela: Maxim Gorky)
Música: Película muda
Fotografía: Anatoli Golovnya
Reparto: Vera Baranovskaya, Nikolai Batalov, Aleksandr Chistyakov, Ivan
Koval-Samborsky, Anna Zemtzova
Cuenta Jonathan Jones, crítico de arte en The Guardian,
que la aparición, de contrabando, de una copia de Intolerancia, de Griffith, en la Unión Soviética, cambió, a través de Lev
Kuleshov, la técnica del cine con su insistencia en el poder creativo del
montaje: The foundation of film art is
editing, nos dice Jone que escribió Vsevolod, el mejor discípulode Kuleshov, quien
fue, además, el encargado de
demostrárnoslo en su ópera prima, a la que estaría dispuesto a concederle el
título de mejor ópera prima de la historia del cine en un brillante ex aequo con Citizen Kane, que, para mí y para casi todos los amantes del cine,
ostentaba, de forma indiscutible, el liderazgo de esa absurda clasificación
virtual. Quizás llevado por esa convicción, sostiene Pudovkin, al decir de
Jones, que actors on screen do not really
act; it's their context that moves us - something established, through montage,
by their relationship to exterior objects, lo cual se comprueba a la
perfección en esta obra maestra que, por esos azares de una formación nada
formada acabo de conocer. En efecto, el uso de los primeros y primerísimas
planos, hábilmente montados, permite crear una narración llena de sugerencias, estímulos
y, por qué no, corolarios que, en el caso de Pudovkin, son puestos,
incondicionalmente, al servicio de la Revolución, la causa de todas las causas.
Esa debe de ser la única diferencia sustancial entre el autor de La madre y el de Iván el Terrible, Eisenstein, la capacidad crítica ante el poder dictatorial
soviético del segundo. Pudovkin, sin embargo, y a pesar de la habilidad con que
lleva la trama hacia una loa de la actitud heroica del proletariado prerrevolucionario,
siguiendo al pie de la letra la obra de Máximo Gorki, ofrece una visión lírica
que no solo atenúa el evidente carácter panfletario de la película, sino que
incluso la redime de él para convertir la obra en una de las grandes películas
de la historia del cine. La capacidad descriptiva del autor, manifiesta no solo
en la recreación del ambiente de degradación existencial de la taberna, con
esos planos hiperrealistas del abandono, la suciedad, el deterioro físico de
los parroquianos, las actitudes miserables, etc., sino continuamente, a lo
largo de la película, como en el juicio o en la entrevista de la madre y del
hijo en el presidio, adquiere, acaso, su más marcado carácter lírico en la
descripciones de la naturaleza que aparecen como un contrapunto a la trama,
especialmente en la celebración del 1º de mayo, que coincide con el deshielo
del río, surcado de grandes bloques de hielo, en inequívoca metáfora de la
poderosa corriente de la Historia que se llevará por delante la corrupción de
un sistema podrido, cual el de la Rusia de los zares. El uso del primer plano
en una sucesión de retratos o de primerísimos planos, con detalles de la
indumentaria o de los atributos del poder, como los sables o los rifles, por
ejemplo, permite, a través de un montaje que acentúa el dinamismo que, de por
sí, ya tienen muchas escenas, como el enfrentamiento en la fábrica, de donde ha
de salir huyendo el hijo de la madre protagonista de la trama, o la manifestación
y la estremecedora represión de la misma, casi comparable a las famosas escenas
de El acorazado Potemkin,; permiten,
digo, contemplar La madre como una
película que no da tregua al espectador, quien sigue, estremecido, el desarrollo
de la trama, celebrando, al mismo tiempo, y aun maravillado, los innumerables
aciertos estilísticos del autor, una manera de hacer cine de la que, por
referirme a un visionado reciente, el de
Solaris, son deudores ciertos autores
fundamentales del séptimo arte, como Sjöström, Bergman, Welles, Kubrick, Tarkovski,
Malick y tantísimos otros. Según la idea de Pudovkin, no son los actores
quienes actúan, sino la mirada del realizador y el montaje, los cuales, con
esos actores incluidos en el contexto adecuado, nos ofrecen un tejido social en
el que los intérpretes adquieren su verdadero significado individual. Que la película
tenga, como tiene, un contenido panfletario no exime a nadie de dejar de verla,
no solo porque la esperanza revolucionaria en la época del zar tenía toda la
legitimidad del mundo para ser la gran esperanza de millones de marginados,
sino porque, incluso en ese registro propagandístico, Pudovkin es capaz de
arrancar emociones genuinas que le llegan al espectador con toda su
contundencia ética y toda su belleza metafórica, a través de un juego de
correspondencias simbólicas más propio de un maestro en el ocaso de su carrera
que de un joven director en su ópera prima. Le puedo garantizar a cualquier
lector de esta crítica que todas sus esperanzas de ver una película singular e
impactante, e incluso formalmente tan novedosa como el Fellini más atrevido o
el Wenders más intimista, se verán totalmente recompensadas con la visión de La madre, una verdadera joya del séptimo
arte. ¡Qué placer inmenso el de hallar, tan fatigados los ojos críticos con
tantísimas películas vistas a lo largo de más de 50 años de fiel espectador, películas
como La madre que me retrotraen a
experiencias tan trascendentales en mi vida como la visión de La palabra, de Dreyer, por ejemplo!
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