Solaris, de Tarkovski:
“Uno ama lo que puede perder”. Culpa, redención y misterio en el pascaliano silencio
eterno del espacio infinito
Título original: Solyaris (Solaris)
Año: 1972
Duración: 165 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Director:
Andrei Tarkovski
Guión:
Friedrich Gorenstein, Andrei Tarkovsky (Novela: Stanislaw Lem)
Música: Eduard Nikolay Artemiev
Fotografía: Vadim Yusov
Reparto:
Donatas Banionis, Natalya Bondarchuk, Yuri Jarvet, Vladislav Dvorzhetsky,
Anatoly Solonitsyn
Las
películas de Tarkovski, sobre todo las de la última época, requieren de un
código decodificador al que paradójicamente pocos espectadores tenemos acceso,
por defectos de contemplación: predomina en ellas la imagen como portadora de
significado y el cine popular nos ha desacostumbrado, con su cháchara
infumable, a prestarles atención y extraer de ellas esos significados que nos
permitan, hasta donde ello sea posible, “entender” la película. No hablo ya de Stalker, claro está, porque esa Zona
donde se suspenden las leyes de la naturaleza y del pensamiento lógico bien
puede entenderse como una versión metafísica y minimalista del otro lado del
espejo de Alicia. Solaris, realizada
cuatro años después de 2001: Una odisea
del espacio, es una película menos redonda que la de Kubrick, pero tan o
más interesante que ella, desde el punto de vista argumental, y desde el de la
realización y la puesta en escena, a pesar de la riqueza técnica de la primera
y de la austeridad de la segunda, suplida, sin embargo, por una creación de
imágenes sin las cuales es muy difícil entender, posteriormente, ciertas obras
de Terrence Malick, como las excepcionales El
Nuevo mundo o El árbol de la vida,
por ejemplo. En la medida en que se trata de una película de ciencia-ficción,
la petición de principio de la que parte la historia no parece requerir de
ninguna justificación, lo que exige del espectador no solo la aceptación tácita
de que lo que sucede ha de suceder, sino que, además, ha de entrar en ese mundo
dejando de lado los prejuicios con los que se enjuicia el que conoce. Así, el
fenómeno extraño de la aparición de supuestos clones de personas queridas y
perdidas, como la esposa del protagonista, en la nueva dimensión creada por un
océano que interactúa con la memoria de quienes viven en la plataforma
instalada en el planeta líquido, una existencia que depende de la propia
capacidad de aceptación del astronauta
de ese fenómeno, plantea una situación en la que el reencuentro se convierte en
una tragedia, porque la esposa, tras advertir la incomodidad que representa su
presencia para su marido, intenta quitarse de en medio, como lo hizo en la Tierra mediante el
suicidio, lo que le será imposible, dado el carácter de persistente recuerdo en
la memoria de su marido, de donde se seguirá una magnífica resurrección, propia
del ámbito de la ciencia-ficción, por más que el hecho remita a La palabra, de Dreyer. La confusión
entre los recuerdos del protagonista y su presente, como, por ejemplo, la vívida
evocación de su madre, en una escena en la que el protagonista, Donatas
Banionis se convierte gestual y vocalmente en un auténtico niño, es un elemento
que aparece con frecuencia a lo largo de la historia, porque, de algún modo,
hay una cierta conexión entre el océano vivo del planeta y la casa junto al
lago tranquilo de su infancia y su madure antes de ser enviado a Solaris para
averiguar qué sucede en la estación. La relación espontánea del clon de la
mujer del protagonista con los otros dos residentes en la estación constituye
toda una declaración de intenciones. Es el recién llegado el que ha de superar
los límites de su escepticismo para poder aceptar lo que está viviendo de un
modo tan natural como incomprensible. El abandono de la estación espacial, el
deterioro de la misma, contrasta con la sala que reproduce, con exquisita
formalidad, un salón casi de aire decimonónico, donde un colega recurre a la
figura de D.Quijote como referente para que el recién llegado pueda acercarse a
la intuición más exacta de la realidad que viven; la contemplación de un cuadro
de Brueghel, Cazadores en la nieve,
nos remite de inmediato a la aparición del mismo en el hogar del protagonista,
por lo que se establece esa conexión entre el mundo de Solaris y el mundo de la
Tierra. Con todo, el protagonista, Kelvin, ha de sufrir un proceso de
transformación en el que, además de “reconciliarse” con Hary, su mujer ya
fallecida, a quien “redescubre” en su clon y de quien se vuelve a enamorar,
también se reconcilia con sus progenitores. A ese respecto, son espléndidas las
imágenes de la lluvia interior en la casa de los padres y la rendición
incondicional del hijo abrazado a las piernas del padre en la puerta de entrada
al sancta sanctorum familiar. El primer intento de acabar con el clon,
expulsándola en una nave auxiliar de la estación, es secundado por la reacción
de Hary de desaparecer, mediante la ingestión de un líquido, previsiblemente
nitrógeno, que la congela. El proceso de vuelta a la vida de Hary, diluyéndose
los efectos del congelante, es una hermosa metáfora del poder del amor en una
recreación de lo que podríamos considerar como el alumbramiento de sí misma, de
Hary. Toda la película es un auténtico encadenado de imágenes que provocan una
reacción en el espectador, sean las de la nave, con el deterioro físico que
tanto contrasta con la limpieza de otros escenarios de ciencia ficción, sean
las de la Tierra, sean las de la biblioteca y cuarto de estar “al modo terrestre”. Ni que
decir tengo que Kris Kelvin, el protagonista es un hombre bastante más que
parco en palabras y dueño de un escepticismo a prueba de Solaris, algo que le
reprocha su padre cuando sabe que lo mandarán a la estación del planeta. La
película, de hecho, tiene dos partes de casi idéntico metraje. La primera
parte, en la Tierra, donde se evalúa la información que ha traído de vuelta un
astronauta y se decide enviar al psicólogo Kelvin; y la segunda, en la
estación. En ambas, son escasísimas las reflexiones o los intentos racionales
de explicación de lo que sucede. La alternancia entre la Tierra y Solaris, a
través de imágenes muy poderosas, son todas las herramientas de las que
disponemos para ver el carácter especular de Solaris respecto de la casa del
protagonista en la Tierra. Un océano vivo y pensante allá; un lago sereno
alrededor del cual pasea el protagonista acá. Por curiosidad, he visto la otra
versión soviética de Solaris, filmada
para la televisión. El contraste entre ambas es imposible; la de Tarkovski es
una película suya, permítaseme la arriesgada síntesis; el telefilme es una “ilustración”
anónima de la novela, perdóneseme el desdén hacia sus directores Boris
Niremburg y Lidiya Ishimbayeva. En la primera hay un uso del blanco y negro y
del color que deja maravillado; en la segunda, hay un uso clásico del banco y
negro sin especial relieve. En cualquier caso, dos escenas de ambas sí que
guardan una relación interpretativa curiosa: en la de Tarkovski el protagonista
evoca cómo la madre lo lava con notable mimo, después de lo cual mordisquea una
manzana; en la versión telefílmica, cuando la esposa de Kelvin decide “desaparecer”,
se quita un pañuelo que llevaba anudado al cuello, lo deja caer y éste se
convierte en una serpiente que se pierde
por el pasillo circular de la nave. Hay, finalmente, no poco de redención en
Solaris, porque ese océano vivo e inteligente no permite tanto el conocimiento
entre vidas galácticas diferentes cuanto un autoconocimiento exacerbado, en una
variante del tradicional examen de conciencia en su doble índole ideológica y
religiosa. No son pocas las voces que se alzan contra esta película de
Tarkovski acusándola del peor de los peligros del cine: el aburrimiento. Quiero
pensar que esa falta de hábito en la contemplación e interpretación de las
imágenes es la causa de tales rechazos. Pensemos en un autor próximo a
Tarkovski como Lars von Trier, quien, en Melancholia,
utiliza, por cierto, el mismo cuadro de Brueghel que Tarkovski, Cazadores en la nieve, aunque también muchos
otros que son imprescindibles para llegar a comprender la patología de la
protagonista, amén de haberle servido de inspiración para no pocas escenas de
su inquietante y hermosa, a la par que dolorosa, película. Tanto en el ruso
como en el danés, qué duda cabe de que solo las imágenes son las que nos
permiten entender cabalmente la historia, más allá de teorías y divagaciones
verbales a las que ninguno de los dos son propensos.
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