El púdico sexo sin amor y el impúdico amor sin sexo: dos visiones de la mujer en dos melodramas muy aceptables: Vida sin freno y Así ama la mujer: Con dos actrices diametralmente opuestas: Suzanne Pleshette y Joan Crawford.
Título original: A Rage to
Live
Año: 1965
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Director: Walter Grauman
Guión: John T. Kelley (Novela:
John O'Hara)
Música: Nelson Riddle
Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W)
Reparto: Suzanne Pleshette,
Bradford Dillman, Ben Gazzara, Peter Graves, Bethel Leslie, James Gregory.
Walter Grauman volcó toda su actividad realizadora en la televisión y solo dirigió seis películas, dos de las cuales merecen ser vistas: Una mujer atrapada, con una excelente Olivia de Havilland, lo cual no es decir nada nuevo de quien fue una actriz sobresaliente, y con unos títulos de crédito excepcionales, y la presente, Vida sin freno, con una bella actriz que recuerda a Elizabeth Taylor y que encontró en este papel ese por el que tantas actrices suspiran a lo largo de su carrera, no ya por el hecho de ser la protagonista, ella fue excelente secundaria en Los pájaros, de Hitchcock, por ejemplo, sino por representar el papel de una mujer atormentada por una incontrolable deriva sexual promiscua que la domina aun teniendo una vida feliz y plena. Se trata de un tema, el de la ninfomanía, al que el cine ha sido poco propenso; un tema, además, que casi siempre ha sido llevado a la pantalla por directores, como en el reciente caso de Lars von Trier, lo cual implica una mirada lastrada por no poca incomprensión y algunos evidentes prejuicios. Vida sin freno plantea el tema abiertamente, pero lo hace sin regodearse en lo que de escabroso pueda tener el asunto para ciertas mentalidades y sin una exhibición de sexo explícito, algo impensable cuando se rodó la película, en 1965, aunque los recursos escénicos de una actriz como Suzanne Pleshette cargan la película de un erotismo intensísimo siempre refrenado por el pudor propio de la época. El uso generoso del plano americano y una ágil narración que permite seguir las aventuras incontrolables de la protagonista, le dan a esta película un empaque de cine de altura que, sin llegar a los prodigios de Douglas Sirk, el genio del melodrama, otorga a la historia una verosimilitud y un poder de convicción de los que se beneficia el espectador. Quienes le dan la réplica, además, son tres excelentes actores: Bradford Dillman, de quien ya comentamos su exquisita interpretación en la película Impulso criminal, de Richard Fleisher, Peter Graves, un clásico de la serie Misión Imposible, y una corta pero intensísima intervención de Ben Gazzara, actor fetiche de John Casavettes. En la película hay una trama paralela en la que se advierte un fuerte resentimiento de clase por parte del personaje representado por Gazzara, hijo de la cocinera de la casa donde vive la protagonista, a quien acabará seduciendo y…, y ahí me detengo porque la ética crítica me impide seguir adelante sin chafar el desenlace. La inclusión en la trama de esas diferencias sociales permite redondear la historia y, además de ser fieles a la época, otorgar mayor densidad a los personajes, más allá del impulso sexual irreprimible de ella y de los esfuerzos por encubrirlo de quienes la rodean, familiares y amigos íntimos, en la medida en que es una representante de “la mejor sociedad” del lugar, hija del propietario del diario de la ciudad. La impecable puesta en escena de la película, con unos decorados de interiores propios de la alta burguesía completan el retrato social al que nos referimos, e incluso fue propuesta la película como candidata al Oscar al mejor vestuario, una candidatura demasiado “menor”, a tenor de las virtudes de la película, tanto por el lado del guion, el de la interpretación y el de la realización.
Walter Grauman volcó toda su actividad realizadora en la televisión y solo dirigió seis películas, dos de las cuales merecen ser vistas: Una mujer atrapada, con una excelente Olivia de Havilland, lo cual no es decir nada nuevo de quien fue una actriz sobresaliente, y con unos títulos de crédito excepcionales, y la presente, Vida sin freno, con una bella actriz que recuerda a Elizabeth Taylor y que encontró en este papel ese por el que tantas actrices suspiran a lo largo de su carrera, no ya por el hecho de ser la protagonista, ella fue excelente secundaria en Los pájaros, de Hitchcock, por ejemplo, sino por representar el papel de una mujer atormentada por una incontrolable deriva sexual promiscua que la domina aun teniendo una vida feliz y plena. Se trata de un tema, el de la ninfomanía, al que el cine ha sido poco propenso; un tema, además, que casi siempre ha sido llevado a la pantalla por directores, como en el reciente caso de Lars von Trier, lo cual implica una mirada lastrada por no poca incomprensión y algunos evidentes prejuicios. Vida sin freno plantea el tema abiertamente, pero lo hace sin regodearse en lo que de escabroso pueda tener el asunto para ciertas mentalidades y sin una exhibición de sexo explícito, algo impensable cuando se rodó la película, en 1965, aunque los recursos escénicos de una actriz como Suzanne Pleshette cargan la película de un erotismo intensísimo siempre refrenado por el pudor propio de la época. El uso generoso del plano americano y una ágil narración que permite seguir las aventuras incontrolables de la protagonista, le dan a esta película un empaque de cine de altura que, sin llegar a los prodigios de Douglas Sirk, el genio del melodrama, otorga a la historia una verosimilitud y un poder de convicción de los que se beneficia el espectador. Quienes le dan la réplica, además, son tres excelentes actores: Bradford Dillman, de quien ya comentamos su exquisita interpretación en la película Impulso criminal, de Richard Fleisher, Peter Graves, un clásico de la serie Misión Imposible, y una corta pero intensísima intervención de Ben Gazzara, actor fetiche de John Casavettes. En la película hay una trama paralela en la que se advierte un fuerte resentimiento de clase por parte del personaje representado por Gazzara, hijo de la cocinera de la casa donde vive la protagonista, a quien acabará seduciendo y…, y ahí me detengo porque la ética crítica me impide seguir adelante sin chafar el desenlace. La inclusión en la trama de esas diferencias sociales permite redondear la historia y, además de ser fieles a la época, otorgar mayor densidad a los personajes, más allá del impulso sexual irreprimible de ella y de los esfuerzos por encubrirlo de quienes la rodean, familiares y amigos íntimos, en la medida en que es una representante de “la mejor sociedad” del lugar, hija del propietario del diario de la ciudad. La impecable puesta en escena de la película, con unos decorados de interiores propios de la alta burguesía completan el retrato social al que nos referimos, e incluso fue propuesta la película como candidata al Oscar al mejor vestuario, una candidatura demasiado “menor”, a tenor de las virtudes de la película, tanto por el lado del guion, el de la interpretación y el de la realización.
Título original: Sadie McKee
Año: 1934
Duración: 93 min.
País: Estados Unidos
Director: Clarence Brown
Guión: John Meehan, Viña
Delmar
Música: William Axt
Fotografía: Oliver T. Marsh (B&W)
Reparto: Joan Crawford, Gene
Raymond, Franchot Tone, Edward Arnold, Esther Ralston
Viña Delmar firmó el guión de la impagable Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, un portento de película, que debe a su guion excelente mucho de su mérito, lo mismo que en este melodrama al servicio exclusivo de una actriz Joan Crawford que no siempre concita, en sus interpretaciones, el favor unánime de la crítica, pero cuya solvencia está fuera de toda duda; la película se basa, además, en un cuento de la propia Viña Delmar, una escritora y guionista que escandalizó a la Usamérica de los años 20 con una historia de sexualidad prematrimonial, embarazos y abortos, Bad girl, y de la que quizás fuera interesante rescatar algunas obras suyas, reciamente feministas. Ambos melodramas comparten idéntica situación argumental: el hijo, en Vida sin freno, y la hija, en Así ama la mujer, son hijos a su vez de personas que trabajan al servicio de familias ricas. La diferencia es que mientras en la primera no hay relación entre los hijos, en la segunda hay una estrecha relación que han mantenido desde pequeños. Con motivo de un banquete en el que Sadie ha de ayudar a servir la mesa, el hijo de la familia, abogado, echa pestes de la actitud antisocial y delictiva de la novia de su antigua compañera infantil de juegos. Ella se rebela contra esas palabras y decide marcharse con su novio, que se trasladaba a Nueva York para iniciar una nueva vida. La vida de ambos en la Gran Manzana es la típica de los relativamente jóvenes que han de abrirse paso. Tras compartir la habitación haciéndose pasar por matrimonio pero dentro de un celibato absoluto hasta no conseguir la licencia matrimonial, en una escena que, a día de hoy, resulta incomprensible, pero que es tremenda historia viva, pronto, por sus dotes canoras, él cae en brazos de una cantante que, hospedada en la misma pensión que ellos, le propone ser su compañero de espectáculo y de cama. Ella, desolada, pero firme en su orgullosa decisión de no volver derrotada a casa de sus padres, se emplea como chica de conjunto en un cabaret y en él conoce a un rico millonario, asiduo al mismo, cuyo abogado es ni más ni menos que su antiguo compañero de juegos. Mediante las peripecias argumentales oportunas, Sadie se convierte en la esposa del rico patrón de su antiguo amigo, quien no puede evitarlo, y, a partir de ahí, la historia gira en torno a la necesidad de ella de encontrar a su primer amor, una vez que descubre que ha dejado de ser la pareja de quien se lo “robó” en la pensión. Las exigencias del género, el melodrama, le caen encima al primer amor de la protagonista, quien es descubierto por el abogado, solo y enfermo, pronto a desfilar hacia el más allá. El encuentro de ambos amantes de un amor no consumado es una escena lírica en un sanatorio con un ventanal inmenso que da a un jardín donde vemos cómo nieva copiosamente… Ambos, Crawford y Gene Raymond están a la altura de la situación y logran una emotiva y conmovedora escena. A partir de ahí hay un segundo desenlace que me ahorro, porque la película merece la pena ser vista, y conviene mantener, al menos, cierta virginidad informativa sobre el argumento a la hora de sentarse a verla. Lo que no me puedo ni debo callar es que buena parte del éxito de la película se debe a los estupendos actores secundarios que logran darle a las historias cinematográficas, en cualquier parte del mundo, esa impronta de verdad que tanto nos subyuga en un arte tan mentiroso: Edward Arnold, que interpreta un magnífico millonario alcohólico y sentimental; Leo G.Carroll, quien desempeña el papel de mayordomo con absoluta propiedad o el imprescindible Akin Tamiroff, el dueño del cabaret que frecuenta el millonario, sin el que cualquier película, sobre todo comedia, parece incompleta…, los tres son un factor decisivo en la solidez de esta película en cuyo retrato de la protagonista y sus dificultades para salir adelante sin el apoyo de los hombres se intuye la simpatía de la guionista. Del director, Clarence Brown, solo había visto Anna Karénina con Greta Garbo y Fredric March, una película bastante sólida, a pesar del aire glamuroso y de gran producción con que se planteó la adaptación del clásico de Tolstoi. Brown se educó en el cine como ayudante de Maurice Tourneur, cuyo hijo, Jacques, es uno de los grandes del séptimo arte.
Viña Delmar firmó el guión de la impagable Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, un portento de película, que debe a su guion excelente mucho de su mérito, lo mismo que en este melodrama al servicio exclusivo de una actriz Joan Crawford que no siempre concita, en sus interpretaciones, el favor unánime de la crítica, pero cuya solvencia está fuera de toda duda; la película se basa, además, en un cuento de la propia Viña Delmar, una escritora y guionista que escandalizó a la Usamérica de los años 20 con una historia de sexualidad prematrimonial, embarazos y abortos, Bad girl, y de la que quizás fuera interesante rescatar algunas obras suyas, reciamente feministas. Ambos melodramas comparten idéntica situación argumental: el hijo, en Vida sin freno, y la hija, en Así ama la mujer, son hijos a su vez de personas que trabajan al servicio de familias ricas. La diferencia es que mientras en la primera no hay relación entre los hijos, en la segunda hay una estrecha relación que han mantenido desde pequeños. Con motivo de un banquete en el que Sadie ha de ayudar a servir la mesa, el hijo de la familia, abogado, echa pestes de la actitud antisocial y delictiva de la novia de su antigua compañera infantil de juegos. Ella se rebela contra esas palabras y decide marcharse con su novio, que se trasladaba a Nueva York para iniciar una nueva vida. La vida de ambos en la Gran Manzana es la típica de los relativamente jóvenes que han de abrirse paso. Tras compartir la habitación haciéndose pasar por matrimonio pero dentro de un celibato absoluto hasta no conseguir la licencia matrimonial, en una escena que, a día de hoy, resulta incomprensible, pero que es tremenda historia viva, pronto, por sus dotes canoras, él cae en brazos de una cantante que, hospedada en la misma pensión que ellos, le propone ser su compañero de espectáculo y de cama. Ella, desolada, pero firme en su orgullosa decisión de no volver derrotada a casa de sus padres, se emplea como chica de conjunto en un cabaret y en él conoce a un rico millonario, asiduo al mismo, cuyo abogado es ni más ni menos que su antiguo compañero de juegos. Mediante las peripecias argumentales oportunas, Sadie se convierte en la esposa del rico patrón de su antiguo amigo, quien no puede evitarlo, y, a partir de ahí, la historia gira en torno a la necesidad de ella de encontrar a su primer amor, una vez que descubre que ha dejado de ser la pareja de quien se lo “robó” en la pensión. Las exigencias del género, el melodrama, le caen encima al primer amor de la protagonista, quien es descubierto por el abogado, solo y enfermo, pronto a desfilar hacia el más allá. El encuentro de ambos amantes de un amor no consumado es una escena lírica en un sanatorio con un ventanal inmenso que da a un jardín donde vemos cómo nieva copiosamente… Ambos, Crawford y Gene Raymond están a la altura de la situación y logran una emotiva y conmovedora escena. A partir de ahí hay un segundo desenlace que me ahorro, porque la película merece la pena ser vista, y conviene mantener, al menos, cierta virginidad informativa sobre el argumento a la hora de sentarse a verla. Lo que no me puedo ni debo callar es que buena parte del éxito de la película se debe a los estupendos actores secundarios que logran darle a las historias cinematográficas, en cualquier parte del mundo, esa impronta de verdad que tanto nos subyuga en un arte tan mentiroso: Edward Arnold, que interpreta un magnífico millonario alcohólico y sentimental; Leo G.Carroll, quien desempeña el papel de mayordomo con absoluta propiedad o el imprescindible Akin Tamiroff, el dueño del cabaret que frecuenta el millonario, sin el que cualquier película, sobre todo comedia, parece incompleta…, los tres son un factor decisivo en la solidez de esta película en cuyo retrato de la protagonista y sus dificultades para salir adelante sin el apoyo de los hombres se intuye la simpatía de la guionista. Del director, Clarence Brown, solo había visto Anna Karénina con Greta Garbo y Fredric March, una película bastante sólida, a pesar del aire glamuroso y de gran producción con que se planteó la adaptación del clásico de Tolstoi. Brown se educó en el cine como ayudante de Maurice Tourneur, cuyo hijo, Jacques, es uno de los grandes del séptimo arte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario