sábado, 15 de abril de 2017

La ficción de la ciencia o la salvación por la lírica: “Alphaville”, de Jean-Luc Godard.





 Un thriller intergaláctico, metafísico y político: “Alphaville”, de Godard, o lo mejor del cine negro contra el delirio maquinal del totalitarismo.
  
Título original: Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution
Año: 1965
Duración: 99 min.
País:  Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guion: Jean-Luc Godard
Música: Paul Misraki
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto: Eddie Constantine,  Anna Karina,  Akim Tamiroff,  Valérie Boisgel, Jean-Louis Comolli,  Michel Delahaye,  Jean-André Fieschi,  Christa Lang, Jean-Pierre Léaud,  László Szabó,  Howard Vernon.


Del mismo modo que en Alphaville es imposible regresar al pasado, para cualquiera de sus habitantes, mutantes o no, así me lo es elaborar una hipótesis razonable sobre cuál hubiera sido mi reacción ante esta película a medio camino entre la ciencia ficción y el ensayo, ignoro si me hubiera parecido de una pretenciosidad insufrible o me hubiera impresionado una puesta en escena fantástica, a través de los edificios, la calle, la noche, los días velados, los recursos técnicos de la supercomputadora o la presencia de los clones numerados al servicio de los visitantes. Supongo que en aquella crítica de entonces, ¡supongamos que la viera con 18 años!, hubiera destacado la maravillosa fotografía y el uso de los primeros planos con una iluminación a medio camino entre el cine negro y el cine expresionista, para destacar una interpretación que oscila entre la parodia y la fe absoluta en la realidad posible de aquel mundo totalitario condenado, sin embargo, por una guerra mal calculada, a un fracaso que el agente secreto disfrazado de periodista, Lemmy Caution, descubre en su arriesgada misión, llena, sin embargo, de momentos cómicos hilarantes. No sé si en aquel visionado que apenas puedo imaginar, pues una niebla espesa me veda mi propia reacción de sorpresa, me embargó el estupor ante un guion milimétrico y unas actuaciones que dejan boquiabierto, tanto la de Eddie Constntine, de impasible cara granítica picada de viruela, y la de Anna Karina, seductora desde su cloneidad y a quien el protagonista salva a través de la poesía que el mundo lógico de Alphaville es incapaz de descifrar. Quiero suponer que, poeta básicamente yo por aquel entonces de la juventud desorientada, me hubiera llegado al alma ese altísimo concepto de la poesía como lenguaje liberador, a fuerza de abstracción y vehemente surrealismo, porque es en La capital del dolor, de Paul Eluard, cuyos versos recita la protagonista en la habitación del hotel, en la que se cifra el poder auténticamente revolucionario de la poesía. Insisto en que fabulo sobre una reacción que no acierto a intuir sino desde este presente tan mediatizado por más de cuarenta años de esforzada ascensión por el monte empinado, dulcísimo y áspero, a partes iguales, de la cultura. De lo que sí creo estar seguro es de que la economía de medios con que Godard nos ofrece una visión futurista me hubiera complacido, habituado como estaba entonces a defender lo que Grotowski llamaba el “teatro pobre”, en el que hacía mis torpes pinitos con un grupo propio Eczema, Teatro Experimental. Es curioso que la representación del futuro suela conseguirse, sobre todo, mediante espacios muy fríos, por lo general pasillos muy iluminados, escaleras retorcidas, salas de ordenadores, planos nocturnos de los edificios, profusión de batas científicas, algunos militares de uniforme austero, y sorprendentes reacciones de los personajes, como el desdén hacia quien no saben, desde el punto de vista lógico, si supone una amenaza contra el sistema o no. Lo que no me hubiera dejado indiferente entonces, como tampoco lo ha hecho ahora, es el hallazgo de la vieja voz casi gangosa del cerebro que “ordena” la vida de Alphaville, una mente lógica que no es sino el resultado de una depuración de la vida hacia su vertiente lógica, que excluye las emociones, los sentimientos, de ahí que la vertiente lírica de la trama destaque tanto, como se manifiesta en ese desenlace en que la protagonista recupera la columna vertebral de la actitud lírica, un Te amo extraído con dificultades de parto y confirmado como esperanza de futuro. Quizás en aquella visión juvenil se me hubiera quedado impreso el ceremonial de las ejecuciones de los habitantes “echados a perder” por los sentimientos, una ceremonia que el agente secreto, en calidad de periodista, observa y fotografía con la impasibilidad con que va descubriendo el imposible futuro de Alphaville y su nula amenaza para los “países exteriores” de donde ha llegado para descubrir intenciones y abortarlas, en la medida de lo posible. Me hubiera llamado mucho la atención, ya digo, esos fusilamiento en el borde de la piscina, sobre la madera del trampolín, como en las viejas aventuras de piratas, y cómo las ondinas “del Régimen”, cuchillo en mano, se lanzan al agua, como en un espectáculo coreográfico de Busby Berkeley, para rematar con arma blanca lo que quede de vida del fusilado. Son detalles de crueldad que, sin embargo, por su propia condición ceremonial, están desprovistos de dramatismo. Casi llego a convencerme de que hubiera salido del cine con el entusiasmo con que salí de muchas otras películas que, pocos años más tarde, me impresionarían, aun dentro de su rareza: Dillinger è morto, de Ferreri o Goto, l’ile d’amour, de Borowczyk, entre otras muchas por ejemplo. Alphaville, vista a medio siglo vista, conserva un poder de seducción visual que sitúa su estética a la vanguardia más  enconada de este primer tercio del siglo XXI, y pocos autores “modernos” podrían competir en hallazgos de iluminación, encuadre, ritmo e imágenes como los que la película de Godard derrocha a secuencias llenas de inteligencia cinematográfica. Alphaville es, también, un homenaje al cine, por supuesto, y eso sí que tal vez en aquella visión juvenil me pasase por alto, por mera cuestión de falta de experiencia, pero en la visión de hoy es imposible no recordar desde el expresionismo hasta el cine negro de los 40 y 50 la huella que el mejor cine de todos los tiempos ha dejado en un ser tan receptivo a soluciones fílmicas innovadoras como Jean-Luc Godard.  

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