Un thriller intergaláctico,
metafísico y político: “Alphaville”, de Godard, o lo mejor del cine negro
contra el delirio maquinal del totalitarismo.
Título original: Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution
Año: 1965
Duración: 99 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guion: Jean-Luc Godard
Música: Paul Misraki
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto: Eddie Constantine, Anna
Karina, Akim Tamiroff, Valérie Boisgel, Jean-Louis Comolli, Michel Delahaye, Jean-André Fieschi, Christa Lang, Jean-Pierre Léaud, László Szabó,
Howard Vernon.
Del mismo modo que en Alphaville es imposible regresar al
pasado, para cualquiera de sus habitantes, mutantes o no, así me lo es elaborar
una hipótesis razonable sobre cuál hubiera sido mi reacción ante esta película
a medio camino entre la ciencia ficción y el ensayo, ignoro si me hubiera
parecido de una pretenciosidad insufrible o me hubiera impresionado una puesta
en escena fantástica, a través de los edificios, la calle, la noche, los días
velados, los recursos técnicos de la supercomputadora o la presencia de los
clones numerados al servicio de los visitantes. Supongo que en aquella crítica
de entonces, ¡supongamos que la viera con 18 años!, hubiera destacado la
maravillosa fotografía y el uso de los primeros planos con una iluminación a
medio camino entre el cine negro y el cine expresionista, para destacar una
interpretación que oscila entre la parodia y la fe absoluta en la realidad posible
de aquel mundo totalitario condenado, sin embargo, por una guerra mal
calculada, a un fracaso que el agente secreto disfrazado de periodista, Lemmy
Caution, descubre en su arriesgada misión, llena, sin embargo, de momentos cómicos
hilarantes. No sé si en aquel visionado que apenas puedo imaginar, pues una
niebla espesa me veda mi propia reacción de sorpresa, me embargó el estupor
ante un guion milimétrico y unas actuaciones que dejan boquiabierto, tanto la
de Eddie Constntine, de impasible cara granítica picada de viruela, y la de
Anna Karina, seductora desde su cloneidad y a quien el protagonista salva a
través de la poesía que el mundo lógico de Alphaville
es incapaz de descifrar. Quiero suponer que, poeta básicamente yo por aquel
entonces de la juventud desorientada, me hubiera llegado al alma ese altísimo
concepto de la poesía como lenguaje liberador, a fuerza de abstracción y
vehemente surrealismo, porque es en La
capital del dolor, de Paul Eluard, cuyos versos recita la protagonista en
la habitación del hotel, en la que se cifra el poder auténticamente revolucionario
de la poesía. Insisto en que fabulo sobre una reacción que no acierto a intuir
sino desde este presente tan mediatizado por más de cuarenta años de esforzada
ascensión por el monte empinado, dulcísimo y áspero, a partes iguales, de la
cultura. De lo que sí creo estar seguro es de que la economía de medios con que
Godard nos ofrece una visión futurista me hubiera complacido, habituado como
estaba entonces a defender lo que Grotowski llamaba el “teatro pobre”, en el
que hacía mis torpes pinitos con un grupo propio Eczema, Teatro Experimental. Es curioso que la representación del
futuro suela conseguirse, sobre todo, mediante espacios muy fríos, por lo
general pasillos muy iluminados, escaleras retorcidas, salas de ordenadores,
planos nocturnos de los edificios, profusión de batas científicas, algunos
militares de uniforme austero, y sorprendentes reacciones de los personajes,
como el desdén hacia quien no saben, desde el punto de vista lógico, si supone
una amenaza contra el sistema o no. Lo que no me hubiera dejado indiferente
entonces, como tampoco lo ha hecho ahora, es el hallazgo de la vieja voz casi
gangosa del cerebro que “ordena” la vida de Alphaville,
una mente lógica que no es sino el resultado de una depuración de la vida hacia
su vertiente lógica, que excluye las emociones, los sentimientos, de ahí que la
vertiente lírica de la trama destaque tanto, como se manifiesta en ese
desenlace en que la protagonista recupera la columna vertebral de la actitud
lírica, un Te amo extraído con
dificultades de parto y confirmado como esperanza de futuro. Quizás en aquella
visión juvenil se me hubiera quedado impreso el ceremonial de las ejecuciones
de los habitantes “echados a perder” por los sentimientos, una ceremonia que el
agente secreto, en calidad de periodista, observa y fotografía con la
impasibilidad con que va descubriendo el imposible futuro de Alphaville y su nula amenaza para los “países
exteriores” de donde ha llegado para descubrir intenciones y abortarlas, en la
medida de lo posible. Me hubiera llamado mucho la atención, ya digo, esos
fusilamiento en el borde de la piscina, sobre la madera del trampolín, como en
las viejas aventuras de piratas, y cómo las ondinas “del Régimen”, cuchillo en
mano, se lanzan al agua, como en un espectáculo coreográfico de Busby Berkeley,
para rematar con arma blanca lo que quede de vida del fusilado. Son detalles de
crueldad que, sin embargo, por su propia condición ceremonial, están desprovistos
de dramatismo. Casi llego a convencerme de que hubiera salido del cine con el
entusiasmo con que salí de muchas otras películas que, pocos años más tarde, me
impresionarían, aun dentro de su rareza: Dillinger
è morto, de Ferreri o Goto, l’ile d’amour,
de Borowczyk, entre otras muchas por ejemplo. Alphaville, vista a medio siglo vista, conserva un poder de
seducción visual que sitúa su estética a la vanguardia más enconada de este primer tercio del siglo XXI,
y pocos autores “modernos” podrían competir en hallazgos de iluminación,
encuadre, ritmo e imágenes como los que la película de Godard derrocha a
secuencias llenas de inteligencia cinematográfica. Alphaville es, también, un homenaje al cine, por supuesto, y eso sí
que tal vez en aquella visión juvenil me pasase por alto, por mera cuestión de
falta de experiencia, pero en la visión de hoy es imposible no recordar desde
el expresionismo hasta el cine negro de los 40 y 50 la huella que el mejor cine
de todos los tiempos ha dejado en un ser tan receptivo a soluciones fílmicas
innovadoras como Jean-Luc Godard.
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