Una inusual España de perdedores: Camarote de lujo, de
Rafael Gil o la adaptación española de Capra.
Título original: Camarote de lujo
Año: 1957
Duración: 95 min.
País: España
Director: Rafael Gil
Guión: Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Gil
Música: Cristóbal Halffter
Fotografía: Alfredo Fraile
Reparto: Antonio Casal, María Mahor, Fernando Sancho, José Marco Davó,
Mercedes Muñoz Sampedro, Rafael Bardem, Carmen Esbrí, Erasmo Pascual, Carmen
Rodríguez, Juan Vázquez, Nelly Morelli.
Reconozco mi debilidad por un actor como Antonio
Casal, quien siempre me ha parecido algo
así como la versión española de Buster Keaton, comparación que probablemente me
haya incapacitado para ver sus limitaciones interpretativas, si es que alguna
tiene, pero, a mi juicio, Antonio Casal es uno de esos intérpretes que antaño
se llamaban “de raza” , algo que la corrección conceptual actual nos impide hoy
usar, o “bestia cinematográfica”, en el sentido de que el cine es su hábitat
natural o, para entendernos, un actor con tanta naturalidad ante las cámaras
que parece la misma vida representándose ante ellas, sin artificio alguno, como
nos lo parece cada vez que aparecen en la pantalla actores como Pepe Isbert o
José Luis López Vázquez, por ejemplo. En esta película, con ese abrigo largo y
el sombrero “a lo keaton”, como aparece en el cartel ut supra, ese parecido se acrecienta insospechadamente. Camarote de lujo es una película de la
Historia del cine español de La 2 que, por circunstancias que no vienen al
caso, dejé grabada para verla con la calma con que la intuición me recomendaba
que lo hiciera, después de haber visto su inicio entre berlanguiano y capriano.
Y no andaba desintuido, pero, más allá de esas referencias, la película de
Rafael Gil, basada en una historia del autor de El bosque animado, el inmenso escritor gallego Wenceslao Fernandez
Flórez, Luz de luna, de 1915, con guion del propio Fernández Flórez y
Rafael Gil, es una película inusual para la época en que se rodó no solo por la
denuncia de una situación social que bien podría haberse entendido como propia
de la época de posguerra en vez de serlo de la lejana España de 1915, sino por la crudeza
con que asistimos al despeñamiento social del protagonista a raíz de haber
cometido una buena acción que frustra la comisión de un delito por parte de los
empleadores de la naviera donde trabaja. Si el retrato del protagonista es el
de un ser pusilánime y bondadoso, lleno de sueños y de sumisión al poder
establecido, con muy poca o ninguna iniciativa, salvo la de la hermosa acción
que le depara toda suerte de penalidades, entre las que no falta ni el hambre
ni el tener que vivir a la intemperie en un clima como el gallego y en invierno
o la imposibilidad de continuar, por dignidad, un noviazgo que se encaminaba a
la boda a corto plazo, la película adquiere unos tintes neorrealistas que van
mucho más allá de la anécdota para convertirse casi en una suerte de
prefiguración del cine de denuncia propio de la década siguiente con autores
como Berlanga, Fernán Gómez, Bardem, etc. La vida de pensión, porque el
protagonista es un aldeano que va a la ciudad a trabajar en la consignataria de buques de un familiar para poder abrirse camino, porque en su casa es una boca más a la
que los pobres recursos familiares no pueden alimentar, es un clásico de la
literatura española y, por supuesto, del cine. Son innumerables las obras de
las que cualquiera puede tener recuerdo, desde La colmena hasta Tiempo de
Silencio pasando por La media
distancia, por poner un ejemplo relativamente reciente o Los trabajos del infatigable creador Pío Cid,
en las que el microcosmos de la pensión ocupa un lugar predominante en la
trama. En Camarote de lujo se nos describe a la perfección, con un estilo casi
neorrealista, lo que fue y aún sigue siendo, me consta, la vida de pensión para
muchos españoles. La presencia inconmensurable de Manolo Morán en ese ambiente como
un huésped sablista, músico sin éxito, contribuye a dotar a esas escenas de la
mejor dosis de realismo que no es solo una faceta básica de nuestra literatura,
ahí está La Celestina, sin ir más
lejos, sino también de nuestro cine, como advertimos en este ciclo de La 2 que
tantas joyas olvidadas nos está permitiendo recuperar. De verdad, así que lo
acaben, deberían de volver a comenzarlo de nuevo. La historia, por momentos,
parece que vaya a acercarse a la historia de Dostoievski, El sueño de hombre
ridículo, pero, en este caso, estamos ante la tragedia de un hombre anodino que
a duras penas consigue sobrellevar la insatisfacción vital que lo corroe y que
no puede sacudirse sino a través de ensoñaciones como con la que arranca la
película en una secuencia del mejor cine de entonces y de siempre, al estilo de
las escenas incorporadas, por exigencia censora, a El inquilino, de Nieves Conde, ese aclimatador del neorrealismo en
España con la inolvidable Surcos. La
insatisfacción vital es uno de los grandes temas de la literatura de Fernández Flórez,
pero su exquisita atención al mundo de los desfavorecidos es otra, como se
puede apreciar en la descripción de la difícil supervivencia de los pobres en
la Galicia de El bosque animado. La
obra transcurre en La Coruña y he de confesar que el director consigue
secuencias de calle espectaculares en rincones de la ciudad llenos de una
belleza muy particular; pero las escenas que quizás se llevan la palma, dentro
de las muy excelentes que hay en toda la película, son las de la huida de Casal
y un misérrimo cliente de la naviera a quien le quieren pispar los papeles para
camuflar la huida de un asesino entre los emigrantes que dejaban Galicia por la
promesa del Nuevo Mundo, el negocio criminal ante el que se rebela el
protagonista a pesar de que esa acción lo condena a la miseria. Un “matón” y
primerizo Fernando Sancho, que luego sería el rey de los villanos en el
spaghetti western, persigue al pueblerino para arrebatarle los papeles y poder
cerrar el suculento negocio de la emigración del asesino. Esa persecución, en
la que el protagonista y el pueblerino han de huir bajo la lluvia por los
tejados y acaban en el puerto, intentando burlas la vigilancia del empleado de
la naviera para poder embarcarse son realmente excepcionales, y no impiden ni
siquiera un intermedio cómico al mezclarse con una boda que se celebra en un
piso y de donde, a la que los detectan han de salir lógicamente por
piernas. De alguna manera, este Camarote de lujo podría ser, solo en
parte, el reverso de Polizón a bordo,
de Florián Rey, uno de los grandes éxitos de posguerra y en la que intervenía
también Antonio Casal, pero mientras esta era un comedia de enredo, aquella es
un auténtico drama que mantiene acongojado al espectador hasta un final
capriano que actúa como el sueño de El último, de Murnau, tan criticado, pero
tan consolador, para qué nos vamos a engañar, porque la descripción del
desamparo y del hambre -impagable el robo del queso en la pensión bien entrada
la noche- en modo alguno es algo que se contemple sin una profunda alteración
del ánimo. En cualquier caso, y a pesar del final, en parte previsible y
obligado, porque, de otro modo, la película no hubiese sido ni siquiera
autorizada a exhibirse, la película no tuvo apenas éxito en su momento, como
tantas otras en las que la descripción de las penalidades acongojan tanto al
espectador que prefiere renunciar a verlas para no añadir más penalidades a las
suyas propias. De hecho, los musicales usamericanos de los años 30 cumplían esa
función consoladora a la perfección, como se advierte muy crudamente en esa
joya del musical que es Pennies from heaven,
de Herbert Ross. De verdad, tras lo que he ido viendo de Rafael Gil, sobre todo
La calle sin sol y la presente, sin olvidar el magnífico arranque de este
trío, Gil-Casal-Flórez, con la primera película de Rafael Gil, El hombre que se quiso matar, tengo para
mí que se ha de revisar el lugar de este director en nuestra cinematografía, y
hacer tabla rasa de cuantas películas “alimenticias” hubo de hacer para
destacar las joyas imperecederas que nos legó.
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